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Así me siento.

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Hay unos vientos de pesadumbre que andan atravesando estas fechas por las que antes cruzaban unos más alegres y tejocoteros. La gente se reunía -me acuerdo- para divertirse; había vacaciones, aguinaldos y, sobre todo, el ánimo ritual de cerrar en un círculo mágico la maligna linealidad del tiempo. Hoy las piñatas pueden hacer llover, además de cañas y tejocotes, virus mortales sobre los asistentes, y uno ha de quedarse en su casa si no quiere engrosar la cifra de las muertes.

En unos días será la Noche Buena y los prudentes cenarán sólo con quienes viven bajo el mismo techo. Afuera quedarán muchos amigos y parientes y, a lo sumo, se juntarán virtualmente: en la mesa de muchos hogares estará una computadora o una tableta donde los ausentes fingirán estar presentes y, de algún modo, será cierto que estarán reunidos, pues se verán sus rostros y se escucharán sus voces, aunque en la realidad las sillas de los comedores de infinidad de casas estarán vacías.

He tenido la suerte de que no me haya tocado una guerra y, aunque, desde hace mucho, en algunas regiones de México la violencia hace respirar un terrible clima de inseguridad, aquí, en los sitios por los que ando, ha existido una paz relativa. Esa suerte terminó para todos hace casi un año, cuando el infierno comenzó a incubarse. Hoy las cifras de contagios rondan los 80 millones en el mundo y, de entre ellos, casi 2 millones de personas han perecido. Ese número terrible incluye los 130 mil muertos que hay en nuestro país. Y si a ello se suma el derrumbe económico global y, sobre todo, lo que implica la disminución del 9 por ciento del PIB de México en este aciago año, pues magra y triste será la llamada Noche Buena: es como si estuviéramos en guerra.

No hemos tocado fondo, y aunque ya se miran en el futuro inmediato algunas luces de lo que podría ser el remedio, al menos sanitario, el balance de lo que ha ocurrido me deja sin ánimos: asomarme a este 2020 me hace sentir que ha sido el peor año de los que me han tocado vivir.

Sin embargo -porque afortunadamente siempre hay un sin embargo- existe, pese a todo, de qué alegrarse, alegrarnos por lo que sigue en pie, por lo que prosigue, por lo que ha resistido, por los que siguen con nosotros y porque nosotros seguimos aquí: no es todo, pero es mucho.

Por: Óscar de la Borbolla