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Ariel Avilés Marín

La defensa de los valores y tradiciones es indudablemente un valor humano profundo y honroso, a lo largo de la historia se puede citar hermosos ejemplos de pueblos unidos y luchando por la defensa de lo que sienten como profundamente suyo; actualmente, el pueblo todo de Homún es un ejemplo aplicable al caso. La distorsión de estos valores y su defensa disparatada, e incluso violenta, constituye un preocupante caso de la falta de criterio para juzgar todas las cosas que nos rodean.

En días pasados y, obviamente en las Redes Sociales, se ha desatado un verdadero linchamiento, cuando menos de palabra, contra una mujer regiomontana de origen, pero avecindada en Yucatán, merced matrimonio de por medio con consorte del patio, es decir, un yucateco. La desafortunada susodicha es moradora de un fraccionamiento en el que prevalece una gran mayoría de gente venida de otros lares, por las causas más diversas, pero que viven, trabajan, sueñan, crecen, fracasan, y todo cuanto es posible en la vida diaria de una ciudad como es ya la Mérida actual.

Hace poco más de media centuria, todos en Mérida nos conocíamos sin excepción alguna. Cuando hacías una amistad nueva en la escuela, era de rigor que el nuevo amigo, a la brevedad posible, te invitara a comer o cenar en su casa para hacer la tarea de la escuela. En cada casa, en un viejo y gran sillón mecedor, había una abuela o abuelo que era algo así como el filtro de recepción para que fueras aceptado en familia. La mamá de tu condiscípulo te acompañaba ante el venerable personaje, con tu amigo al lado obviamente, y se te sometía a un pormenorizado interrogatorio: “¿Quiénes son tus papás? ¿A qué se dedican? ¿Y tus abuelos? De pronto, el viejo y arrugado rostro parecía crujir al desplegarse en él una amplia sonrisa que dejaba ver, las más de las veces, una incompleta dentadura: “¡Ay, si su abuela es prima de Prudencita, que estudió conmigo con las Madres de la Luz! Tan linda Prudencita, y bordaba unas servilletas de lino divinas”. Con esta exclamación quedaba sellada tu incorporación a aquella familia y formabas parte de ella de entonces y para siempre.

Las tertulias vespertinas se extendían por largo y ancho de todas las calles. Cuando el Sol empezaba a bajar, todo mundo salía a su puerta con un cubo de agua que regaba la acera y parte del arroyo: “Para amainar el calor”, explicaban los abuelos, y de inmediato, iban apareciendo a las puertas de las casas sillones, silloncitos y alguno que otro butaque; poco después, la conversación se iba dando de una acera a otra, hasta que alguien tomaba su sillón y cruzaba la calle y se unía a la tertulia del vecino; al poco rato, verdaderos ruedos de sillones, silloncitos y butaques, ocupaban ya buena parte del arroyo, y como era muy raro que pasara vehículo alguno, pues no había mayor problema. Esa era nuestra Mérida, la Ciudad Blanca, bautizada así por Claude-Joseph Déssiré Charnay en una carta de 1882. Una Mérida que fue, que vive en el alma y en la memoria colectiva, una Mérida que ya no existe más en la realidad actual.

Toda ciudad va experimentando un crecimiento inevitable, y con él, un cambio profundo en sus estructuras e incluso sus costumbres, cambio que se hace patente en los naturales de la propia ciudad. Hoy por hoy, es mucho más factible que nuestros jóvenes se den cita en la noche para comer unos tacos al pastor o unas pizzas, y pocos, muy pocos, toman como opción ir a comer panuchos o salbutes al mercado de algún barrio antiguo y tradicional. Pero esto se mira como algo cotidiano y natural, y así debe ser; nadie está pensando en agredir, ni verbalmente a “estos descastados que están violentando las sacrosantas tradiciones de sus mayores”.

Ah, pero una mujer, nacida en Monterrey, desconocedora de la culinaria tradicional yucateca, compra a la vera de una carretera un pib mal hecho, hasta con partes quemadas, y se burla de ello, y ¡Zaz!, la yucatanidad en pleno se encuentra “aprestando su acero y su bridón”, y está puesta a salir a hacer “retemblar en sus centros la Tierra” como si en ello se le fuera la defensa del honor y de la patria. ¡¿Qué nos pasa?!

Ya vi varias veces completo el video, es cierto, me rechinan los dientes de coraje. Me siento profundamente ofendido. La mujer de marras es una insolente, sus expresiones burlonas son detestables, además involucra a su hija pequeña en el asunto, lo que la hace más reprobable; pero ni por un momento ha pasado por mi mente cargar mi revólver con balas y hacer pagar con su vida a la “invasora deleznable del Fraccionamiento las Américas”. Es una pobre mujer ignorante, sin la más mínima educación ni sensibilidad para expresarse, pero no es una delincuente, no es una homicida, no mató a nadie, ni al pib que no comió. Entonces, ¿por qué carambas se quiere organizar una horda de yucatecos enardecidos, portando antorchas para incendiar violentamente el negocio de comida de esta persona?

Es cierto totalmente que la multicitada norteña es de muy pocas luces. Ya había visto el resultado de su desafortunado video en las redes. Ofreció públicas disculpas, las cuales no fueron sinceras, pues casi de inmediato sube otro mensaje a su familia de Monterrey en el que de nuevo ofende profundamente a los yucatecos con calificativos totalmente impropios, lamentables y muy hirientes, sabiendo que esto sería igual visto públicamente en las redes. O sea, le hecha una cubeta de gasolina a la hoguera viva y flamígera, ¡con lo caro que está la gasolina!

La regiomontana de marras es un personaje no deseado entre nosotros, eso es definitivo; pero de eso a llevar a cabo una agresión física a su persona, su familia o sus bienes, hay una distancia de la Tierra al cielo. Somos una tierra de gente pacífica, cordial, la tranquilidad de la que gozamos en nuestra vida diaria es el resultado de esa nuestra forma de ser, de tratar a propios y extraños con cordialidad y respeto. Lo dicho por la señora no es admisible, no se le aceptan los calificativos denigrantes, habrá que aislarla, ignorar su presencia, no tomar en cuenta sus opiniones; pero nunca agredirla en forma alguna.

Cuántos de nosotros nos enojamos y casi perdemos los estribos ante el comportamiento de nuestros hijos, a veces por la insolencia conque nos tratan, pero a nadie le cruza por la cabeza hacer daño a sus hijos. Así debe ser también con nuestros semejantes, propios y extraños. El respeto y la tolerancia son los valores esenciales de la convivencia humana, así hemos sido siempre los yucatecos. Demostremos que, si bien estamos en otra época, vivimos realidades nuevas, la esencia de nuestra forma de relacionarnos entre nosotros y con los otros, los que llegan a esta tierra, sigue siendo esencialmente la misma. Los yucatecos somos, inmemorialmente, pacíficos y cordiales. ¡Así debemos seguir siendo!