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Georgina Rosado hace un análisis sobre la violencia entorno a las mujeres en Yucatán, desde que que se reconocieron los derechos políticos

El ejercicio de de nuestros derechos y la violencia patriarcal 

Georgina Rosado Rosado

El 3 de julio de 1955 las mujeres mexicanas acudieron por primera vez a las urnas, por ello este mes celebramos el aniversario de un hecho fundamental en la lucha por la consecución de nuestros derechos políticos y sociales. Sin embargo, en este mismo mes el periódico Por Esto! nos advierte acertadamente sobre las cifras aterradoras de violencia en contra de las mujeres en nuestro Estado, informándonos que cada 25 horas ocurre un ataque con arma contra alguna de nosotras. Nos dice también que proliferan los feminicidios, que hace una década, la frecuencia grave y dolorosa era de dos o tres al año, ahora se ha convertido en una espeluznante cifra de casi un feminicidio al mes.

Lo anterior nos lleva a preguntarnos sobre lo que hemos avanzado y en lo que no, a partir de que se reconocieron nuestros derechos políticos. ¿Por qué estos no se ven reflejados en una disminución de la violencia contra nosotras? Acaso ¿tenían razón quienes, en 1916, desde sus butacas del teatro Peón Contreras, advertían que si insistíamos en reclamar nuestro derecho al voto terminaríamos pagando las consecuencias y llorando nuestras desgracias?

También podría ser que, como advierten algunos, el sistema de democracia liberal instituido en México y en la mayor parte del mundo occidental, con nuestra participación o sin ella, no garantiza la solución a los problemas de injusticia y desigualdad que subsisten y afectan a las mujeres, al sector trabajador, a las etnias y otros grupos vulnerables. Pero en tal caso tendríamos que preguntarnos ¿cuál sería la otra alternativa y qué tan posible es alcanzarla?  

Buscando respuestas iniciemos diciendo que, aunque lentos e insuficientes, los avances a favor de nuestros derechos políticos y sociales, gracias al movimiento feminista de varias generaciones, se ven reflejados en temas electorales y en asuntos como las cuotas a favor de nuestro género, que hoy, a pesar de la reticencia de todos los partidos, nos permiten ocupar el 50 por ciento de las candidaturas y, por lo tanto, de los cargos de elección popular.

Nuestro movimiento también ha logrado que se reduzcan algunas brechas de género en diversos rubros, el acceso a la educación científica en casi todas las áreas del conocimiento es un buen ejemplo. También es notorio en el ámbito laboral que algunas mujeres han logrado romper el famoso “techo de cristal” ocupando importantes cargos de dirección. Y aunque falta mucho para lograr la plena igualdad sustantiva podemos afirmar sin equivocarnos que nuestro movimiento no ha sido inútil y nuestros avances son tangibles e indiscutibles.

Sin embargo, quedan todavía las interrogantes: ¿por qué aumenta la violencia contra nosotras? ¿Acaso de nada sirven los diferentes espacios creados en las instituciones públicas para atender a las mujeres que sufren violencia de género?, ¿ni tampoco las nuevas legislaciones a favor de nosotras? ¿Dónde queda el trabajo de las organizaciones ciudadanas que, de manera incansable, asesoran y acompañan a mujeres que han sido violentadas? ¿Cuál es el balance del resultado de las marchas multitudinarias de cada 8 de marzo, en las que participo año con año, cada día más beligerantes y nutridas? ¿Qué estamos haciendo mal o qué falta por hacer?

Como respuestas tentativas afirmo, como lo he hecho otras veces, que no es la falta de resultados del movimiento feminista en el avance de las mujeres, sino que, por el contrario, hay un castigo patriarcal impuesto por el sistema precisamente por lo logrado, lo que nos explica el aumento alarmante de la violencia contra nosotras. 

Este castigo se expresa a nivel personal, por ejemplo, en el hombre celoso por los logros laborales de su esposa que, como respuesta, la violenta e incluso la asesina. En aquel hermano, vecino o colega envidioso de una mujer exitosa y que expresa su frustración pregonando a los cuatro vientos que es una malvada o que está loca. O en aquel ciudadano común que juzga de manera diferente a quien dirige un Gobierno de acuerdo a su género, siendo más duro e implacable con los errores, reales o no, de las mujeres que ocupan esos cargos y más complaciente con los hombres. En todos los casos, la llamada crisis de la masculinidad, conlleva que ante nuestro avance en el cumplimiento de nuestros derechos se acrecienta la misoginia y con ella la violencia, física, sexual, psicológica o en cualquiera de sus formas.

A esto hay que añadirle la violencia general en que vivimos debido a la desigualdad social y económica que impera en el país y, por supuesto, al aumento del alcoholismo y drogadicción entre la población, que de ninguna manera explican el machismo, pero sí detonan sus efectos. Años atrás, en mis investigaciones desde la universidad sobre la violencia en comunidades mayas, encontré una clara relación en el aumento de las adicciones (alcoholismo y el consumo de drogas) y el de la violencia hacia las mujeres y contra las personas mayores de edad.

No es casualidad entonces que el periódico ¡Por Esto!  nos advierta en sus titulares del mismo día dos hechos muy preocupantes: primero, el aumento en un 200 por ciento del consumo de cristal entre los jóvenes yucatecos y que, según el Centro de Integración Juvenil, en una década pasamos de una persona adicta por cada trece varones, a una de cada cuatro; el segundo, por supuesto vinculado al primero, es que el estado se encuentra, de acuerdo al ranking nacional de feminicidios, en el sitio número 10, cuando según recuerdo en el año 2012 nos encontrábamos en el sitio 30.       

Ante esta realidad, el problema de la violencia hacia nosotras, por muy bien atendido que estuviera (no lo está), no disminuirá hasta que no abordemos las razones de fondo, mismas que están ligadas al sistema capitalista patriarcal en el que vivimos y que requiere someternos a su dominio para su reproducción. Aunque, por supuesto, no podemos esperar a que el sistema capitalista patriarcal se acabe para atender y resolver un problema grave que nos pone en peligro de muerte. Debemos por ello transformar la cultura machista que sustenta este sistema de dominación.

Es por eso que, junto con la atención eficiente de las mujeres que sufren violencia, urge realizar acciones que transformen la cultura de hombres y mujeres desde la más tierna infancia. Si no formamos a los niños y niñas, en las escuelas, las casas y en todos los espacios públicos para una vida sin violencia ni discriminación, rompiendo estereotipos y las prácticas que normalizan la violencia, nada de lo que hagamos será suficiente.  No podemos mandar a todos los hombres a otra galaxia, o solucionar con medidas punitivas todos los problemas, debemos construir nuevas masculinidades y un mundo donde los hombres no ejerzan violencia y las mujeres  no la permitan ni la justifiquen.

Sufragio femenino en el México posrevolucionario

Gabriela Cano

El voto universal se estableció tardíamente en México. No fue sino hasta mediados del siglo xx -ya en plena Guerra Fría- cuando se reformó el artículo 34 constitucional para autorizar la participación de las mujeres como votantes y candidatas en todos los niveles electorales, con los mismos derechos que los hombres. La reforma entró en vigor en 1953, y es por eso que este año se conmemora el 70 aniversario del sufragio femenino en México.

A partir de esa fecha todavía tuvieron que pasar cinco años para que las mujeres pudieran acudir a las urnas en elecciones presidenciales, las de mayor importancia en el país por su valor simbólico e influencia política. En efecto, las mujeres votaron por Presidente de la República sólo hasta julio de 1958, en el proceso electoral controlado y organizado por el gobierno federal en todas sus partes, el cual llevó a Adolfo López Mateos, candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), a la presidencia con un 90 por ciento de la votación, el mayor porcentaje que hasta ahora ha tenido un candidato presidencial. El otro candidato fue Luis H. Álvarez, postulado por el Partido Acción Nacional (PAN).

En América Latina, varios países establecieron el voto femenino en los momentos previos o posteriores a la Segunda Guerra Mundial: Brasil lo hizo en 1932; Argentina, en 1947; Chile, en 1949. En esos años, en México, el voto de las mujeres se autorizó únicamente en el nivel municipal en 1947, durante el gobierno de Miguel Alemán. El principal argumento que se esgrimió entonces para incorporar a las mujeres a la vida electoral municipal fue la cercanía y supuesta semejanza entre la familia -considerada el ámbito femenino por excelencia- y el municipio.

Tal perspectiva justificaba su participación electoral con base en su papel social como madres, esposas y amas de casa. No se invocaron los principios de justicia o de igualdad, que en otros momentos se emplearon para defender la ciudadanía de las mujeres. Al indagar sobre el retraso mexicano en el establecimiento del sufragio femenino, sale a la luz una paradoja: si bien el ánimo de justicia de la Revolución mexicana alentó el voto de las mujeres, lo obstaculizó al mismo tiempo. La postergación del voto de las mujeres fue consecuencia del discurso revolucionario a lo largo de la primera mitad del siglo XX. La tensión entre el impulso sufragista, bajo la égida de algunos partidos socialistas estatales, y de discursos igualitaristas y de justicia social que buscaban dar a las mujeres las mismas oportunidades educativas y los mismos derechos individuales que tenían los hombres, se enfrentó con el arraigado prejuicio relativo a la inclinación política conservadora atribuida a las mujeres, que supuestamente podría poner en riesgo la continuidad de las reformas y del régimen posrevolucionario.

La noción de que la intervención electoral de estas favorecería a intereses políticos tradicionalistas y clericales estaba muy extendida entre las élites políticas revolucionarias y posrevolucionarias, y se utilizó como argumento para privar a la población femenina del derecho al voto. Teniendo presente este conflicto, vale la pena aproximarse a algunos momentos de la historia del sufragio femenino en las primeras décadas del siglo XX. A primera vista, podría pensarse que la historia del sufragio femenino sólo incumbe a grupúsculos de mujeres radicales que confrontan a hombres inflexibles y tradicionalistas, o bien, que se trata de un episodio marginal, acaso curioso y con una que otra anécdota colorida; pero a fin de cuentas irrelevante para el relato político más amplio.

Sin embargo, no es así, ya que es un aspecto central de la historia de la democracia. Implica tanto a hombres como a mujeres, puesto que unos y otros fueron protagonistas de los debates en torno al voto femenino, pronunciándose unas veces a favor y otras en contra, independientemente de su afiliación política. Asimismo, no se trata de un relato lineal sino de un proceso complejo, con pasos en falso, rodeos, discrepancias entre las propias sufragistas y entre sus opositores; lleno de episodios y personajes aún muy poco conocidos. Todo esto inmerso en los conflictos ideológicos y políticos que son la materia misma de la historia del siglo XX, en la que el conflicto entre la Iglesia y el Estado es particularmente relevante.

El sufragio femenino surgió como tema de debate público en espacios del movimiento constitucionalista; la facción ganadora de la Revolución mexicana, que impuso una relativa estabilidad en el país, estableció un gobierno y construyó un nuevo estado. La implantación de reformas de gran alcance en los ámbitos agrario, educativo y laboral propició una atmósfera de experimentación social en la que el tema del sufragio femenino cobró presencia.

El voto femenino, sus posibilidades, riesgos y límites se discutieron reiteradamente en reuniones feministas y el asunto se trató en el Congreso Constituyente de 1916-1917. En el México revolucionario hubo mujeres que aspiraron a puestos de elección popular; otras llegaron a ejercerlos por períodos breves, y, en algunos Estados de la república, los derechos electorales femeninos se establecieron de manera temporal o definitiva, con el apoyo de partidos socialistas regionales, como el Radical Demócrata Social Tabasqueño o el Socialista Chiapaneco. No todos los partidos de este tipo promovieron el voto femenino, por ejemplo, el Socialista Michoacano lo pasó por alto.

La relevancia que adquirió la discusión sobre el voto femenino en los años de la revolución armada fue consecuencia del estallido de la Primera Guerra Mundial, que precipitó el establecimiento en algunos países de occidente. Uno de los primeros fue Gran Bretaña donde el sufragio, restringido para mujeres jefas de familia y mayores de 30 años edad, se estableció en 1917. Al poco tiempo, en 1920, el voto femenino se concretó en Estados Unidos.

Ambos países habían tenido movimientos sufragistas muy notables, cuya visibilidad en la prensa internacional contribuyó a que los vientos sufragistas soplaran en el México revolucionario. No es que el voto de las mujeres fuera un tema central en el debate político, ni siquiera lo fue en las reuniones y congresos feministas en los que se discutieron los cambios en su educación, trabajo y responsabilidades en la familia, como consecuencia de los procesos de modernización, tal y como ocurrió en 1916 en los congresos feministas de Yucatán, organizados y financiados por el gobernador militar constitucionalista en la península, el sonorense Salvador Alvarado.

Un indicador de la importancia que este tema adquirió en el México posrevolucionario fue que el Congreso Constituyente de Querétaro recibió tres peticiones al respecto. Hermila Galindo y el general Silvestre González Torres reclamaron el voto de las mujeres; mientras que la profesora Inés Malváez se manifestó en contra. Las posiciones antisufragistas tuvieron muchas adeptas en las primeras décadas del siglo, por ejemplo, activistas como Malváez, quien contaba entre sus méritos el haber tomado el riesgo de organizar las ceremonias fúnebres ante la tumba de Francisco I. Madero, por lo que fueron semilla de la resistencia clandestina contra el gobierno de Victoriano Huerta.

Desde el punto de Malváez y otras, el sufragio no debería otorgarse a las mujeres porque consideraban que su actividad daría mejores frutos si se centraba en obras educativas y asistenciales, evitando involucrarse en el mundo de la política, plagado de vicios y capaz de corromper la moralidad atribuida a las mujeres, quienes eran consideradas como espíritus nobles y elevados, debido a su vocación maternal. Si bien la Constitución de 1917 no reconoció los derechos electorales femeninos, en años posteriores los estados de San Luis Potosí (1923), Tabasco (1925) y Chiapas (1925) legislaron el derecho al voto de las mujeres durante los gobiernos de Rafael Nieto, Tomás Garrido Canabal y César Córdoba, respectivamente.

A pesar de tratarse de regiones muy distintas entre sí, los tres gobernadores compartían algunos elementos comunes en su retórica y tenían el apoyo de partidos locales de orientación política socialista y radical. A su manera, cada uno había participado en el constitucionalismo. Además, compartían una postura anticlerical con diverso grado de radicalismo y habían fomentado la educación femenina para impulsar su independencia del clero. Las reformas potosina y tabasqueña tuvieron corta vida, ya que fueron derogadas a los pocos años de su establecimiento. La legislación chiapaneca, en cambio, resultó ser perdurable a pesar de que César Córdoba, el gobernador que promovió la reforma, permaneció sólo cinco meses en el cargo, y es que su sucesor en el gobierno del estado, Carlos Vidal, era su aliado político y no derogó la reforma.

De este modo, Chiapas fue el único estado en la república que desde entonces permitió el derecho de las mujeres a participar en procesos electorales como votantes y candidatas. A pesar de su breve vigencia, la reforma de Tabasco no sólo se conoció en el vecino Estado de Chiapas, pues también llegaron las noticias sobre el sufragio femenino al norte del país. Emélida Carrillo, profesora sonorense, mencionó el caso de la legislación tabasqueña como un ejemplo a seguir, al dirigirse al congreso de su estado y solicitar el derecho al voto de las mujeres.

En su comunicación igualmente mencionó el caso de Yucatán. Aunque en Yucatán no se hicieron cambios legislativos que establecieran el derecho de las mujeres a votar y ser votadas, fue el primer estado en el que ocuparon puestos de representación popular. Elvia Carrillo Puerto, Beatriz Peniche Ponce y Raquel Dzib fueron diputadas locales durante el breve período de Felipe Carrillo Puerto en Yucatán, entre 1922 y 1924; mientras que Rosa G. Torre fue regidora en el gobierno municipal de Mérida. Felipe Carrillo Puerto contaba con el apoyo de su hermana Elvia, quien organizó ligas de resistencia y promovió los deseos ciudadanos de las mujeres; sin embargo, no se estableció una reforma que decretara el sufragio femenino.

La mayor activista a favor del voto femenino en tiempos revolucionarios fue Hermila Galindo, originaria de Lerdo, Durango, y colaboradora de gran confianza política de Venustiano Carranza. Ella hizo propaganda constitucionalista dentro y fuera de México. Con su fuerte oratoria, promovió el sufragio y la educación femenina mediante conferencias en diversos lugares del sureste.

También lo hizo en las páginas del semanario La mujer moderna que contó con el apoyo financiero de Carranza y en el que divulgó ideas feministas sobre la igualdad de capacidades y derechos de mujeres y hombres. Galindo fue más allá de los pronunciamientos, pues llevó a la práctica sus convicciones sufragistas al lanzar su propia candidatura a una diputación federal por un distrito electoral de la capital del país, en las elecciones para presidente y legisladores locales que se convocaron al día siguiente de la proclamación de la carta constitucional.

La agrupación Juventud Femenil Revolucionaria lanzó su candidatura y el día de las elecciones, el segundo domingo de marzo de 1917, Hermila Galindo obtuvo algunos votos, pero no alcanzó el triunfo. Siendo una personalidad conocida en los altos círculos políticos del constitucionalismo, su candidatura tuvo aceptación. Sin embargo, no se permitió que las mujeres votaran en el distrito en el que ella contendió, de manera que sólo recibió votos de sus simpatizantes varones. Uno de ellos observó que la audacia de la candidata no sólo fue una muestra de la capacidad de las mujeres, sino un augurio de ese “futuro halagador de México, cuando hombres y mujeres se confundan fraternalmente en las labores silenciosas del gabinete o en las reuniones tumultuosas de la plaza pública, pues para ello tienen derecho ambos sexos”.

La candidatura de Galindo pudo prosperar por su amistad con Carranza, Alvarado, Luis Cabrera, y otros militares y políticos constitucionalistas, y porque, en ese momento, no existía un impedimento jurídico explícito respecto a la participación electoral de las mujeres. La redacción del artículo 34 de la Constitución era ambigua, ya que se refería al ciudadano como sujeto universal masculino, sin excluir abiertamente a las mujeres. Esa ambigüedad se resolvió al año siguiente, cuando la Ley Electoral Federal estableció que el sexo masculino era un requisito para participar en elecciones.

Si la ley de 1918 puso fin a las aspiraciones femeninas de ocupar cargos de representación popular en comicios federales, no evitó que el voto femenino se legislara en algunas Entidades, que Yucatán tuviera tres diputadas y una regidora, o bien, que Iguala, capital del Estado de Guerrero, tuviera una presidenta municipal durante el Gobierno de José Inocente Lugo. Tanto Hermila Galindo como Elvia Carrillo Puerto colaboraron con Salvador Alvarado en los congresos feministas de Yucatán, reunieron a profesoras de escuela primaria para discutir el sufragio femenino, entre muchos otros asuntos.

Este tema suscitó feroces discrepancias entre las congresistas y, a final de cuentas, prevaleció la opinión de que la participación de las mujeres en elecciones municipales era aceptable; mas no así en los niveles estatales y federales. El argumento esgrimido fue que aún carecían de la preparación necesaria para intervenir en asuntos políticos más amplios. Dicha postura fue objeto de una aguda crítica por parte del tabasqueño y también constitucionalista, José Ramírez Garrido (quien, por cierto, tuvo aspiraciones al Gobierno de su Estado natal, pero fue derrotado por Tomás Garrido Canabal, su primo hermano).

Para Ramírez Garrido, la falta de preparación no era una carencia exclusiva de la población femenina, sino un mal común a hombres y mujeres, por lo que era injustificable que sólo a ellas se les negara el derecho del voto. La insuficiente preparación de las mujeres fue un argumento recurrente para restringir, posponer o rechazar su ejercicio al voto. Por más que hubo voces como la de Hermila Galindo, Ramírez Garrido, Lázaro Cárdenas o Esther Chapa, que defendieron la igualdad de derechos ciudadanos para hombres y mujeres, las posturas gradualistas y a favor del sufragio femenino restringido predominaron en la élite posrevolucionaria.

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LV