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Iniciamos diciembre con tres plumas noveles: Jafet Guerra, Renán L. Cuervo y Abril García, integrantes del taller intensivo de escritura que dirige Ricardo Guerra de la Peña, los lunes en el Centro Cultural José Martí. Son cuentos que abordan el maltrato y el abuso infantil y hacia las mujeres

Una muñeca de trapo y sin relleno 

Jafet Guerra Ávila

María forcejea con un arbusto lleno de espinas para liberar la maraña en la cabeza de su muñeca de trapo. Pecas rojas en su vestido parchado se extienden con el sudor de su piel morena en cada movimiento que da descalza sobre la tierra, que en su cualidad erosiva se vuelve polvo y viaja de un lugar a otro sin ser parte de nada, de nadie. ¡Mal-di-ta-plan-ta! Dice entre dientes, zarandea el juguete.

Un polluelo se rompe el pico al caer del ciricote junto al que María juega. Levanta la vista buscando al ave emplumada que, seguramente, lo ha empujado fuera del nido. En la casa de al lado una sonaja suena.

—¡María!— El grito de su madre le tensa los músculos de la espalda y una corriente puntea su espina dorsal. Yergue el cuerpo, jala la muñeca arrancando su cabeza y la abandona entre las espinas, como el botón de una flor a punto de reventar.

—¡Cuántas veces ya te dije que la cena es a las siete! –Un hombre que camina cerca voltea a la casa que creía abandonada y ve en una ventana sin cortinas la silueta de una niña tambalearse, luego de recibir una cachetada.– ¡Lo único que haces es que me encabrone!

—Perdóname, mamá— Se acerca con intención de abrazarla, pero antes de llegar resbala en el charco de cerveza que la pareja de su madre derramó horas atrás. Tendida en el suelo, llora.                                                 

—Ya, ya, levántate y lava los trastes. ¡Desde la mañana te pedí que lo hicieras!

En la cocina, María recoge los platos de la mesa y nota los mordiscos en un pedazo de pan olvidado. Recuerda a su madre histérica, lanzándole a una rata sus tacones favoritos. Decide atraparla.

Saca de la nevera la sopa de sobras que en su casa conocen como potaje y deja trozos de carne y verdura al fondo de una cubeta, embadurna los bordes con el caldo; la deja en la cocina, friega hasta la olla más grasosa y se va a la cama esperando despertar antes de que descubran donde acabo su cena.

Amanece y se levanta tranquila, su madre no está. El señuelo ha funcionado. La rata chilla dando vueltas en círculos mientras es llevada al patio, entre el arbusto con pinchos y el ciricote de flores naranja.

 Patea la cubeta cuando el animal se queda quieto. Le fascina sus largos saltos y está segura de que si no fuera por su panza rechoncha, escaparía fácilmente. Pronto entiende que atrapó una rata hembra, cargada.

¿Cómo sabrán los ratoncitos cuando deben alejarse de su mamá?

Regresa a casa y revuelve los cajones en la cómoda de los objetos olvidados, los papeles amarillentos; toma el par de petardos que no alcanzaron a explotar en la víspera del Año Nuevo y el encendedor cuya única función es la de prender cigarrillos.

Enciende los explosivos, los tira en la cubeta, tapa los oídos.

Con el cuerpo salpicado por la plasta de pelos sanguinolentos se acerca recuperando la audición a medida que el zumbido en sus tímpanos desaparece, patea el cilindro plástico, ahora sin fondo, y ve los miembros de los roedores lampiños retorcerse. En el patio vecino sale furiosa una mujer con bebé en brazo, quien patalea llorando por el susto de la explosión.

María corre a esconderse bajo el arbusto, aguanta la respiración en un intento de no clavarse las espinas. La mujer maldice, levanta una bolsa de pañales sucios, la arroja por sobre la albarrada que divide los terrenos; rompe la ventana de la cocina, tirando la pila de sartenes que María lavó la noche anterior. Entra a su casa, con el bebé cara rojo llanto.

La niña se arrastra pintando líneas de sangre en su frente con los aguijones del arbusto, queda frente a un hormiguero.  Lo golpea con una rama repetidas veces hasta darse cuenta de que es el cadáver del polluelo, cubierto con hormigones. Juega moviéndolo con la vara de un lado a otro y se pregunta si a los pájaros les duele, que les desprendan las plumas o si es igual a cortarle el cabello a una persona.

Antes de que los hormigones lleguen a su mano, tira la rama y encuentra el cuerpo de la muñeca degollada, que la había estado esperando en el mismo lugar donde la dejó la tarde pasada. Mete su dedo por el cuello y el relleno de algodón baja acumulándose en la barriga del juguete. Verla así le incomoda. La pone en el suelo y talla los pulgares desde las piernas hasta el cuello, sacándole el relleno; imagina los llantos del bebé brotando de la muñeca y solo se detiene cuando lo único que queda es un pedazo de trapo.

El bebé deja de llorar y María piensa que necesita ayuda, pues si lloraba, debía tener sus motivos. Entra a casa y escoge de entre las ollas derribadas la más grande, la coloca junto a la albarrada y la usa como escalón para brincar al otro patio. Avanza agazapada y acecha. Desde la puerta del patio observa al bebé solo en una habitación, dando vueltas en una hamaca. La mujer desgrana elotes en la sala, con el volumen del televisor al máximo.

Sigilosa, atraviesa la cocina sin ser atrapada. Llega al bebé. Él la mira y sonríe metiendo los dedos de sus pies a la boca. La hamaca es muy alta para María. Estira una raja del tejido pensando en si debe sacarlo con la cabeza o los pies de frente. Acepta imposible sacar al niño desde ese agujero que no dilata lo suficiente.

María revisa en el escritorio de la habitación, encuentra una tijera y obliga a la hamaca a darle al bebé con una cesárea que le parte en dos el abdomen. Carga a la criatura que, por instinto, succiona el cachete de María. Escapan de la casa mientras los avances de la novela se roban el interés que la madre tenía en el fruto de su cosecha.

De vuelta a la albarrada, el bebé se enoja por no conseguir ni una gota de leche de la niña y se queja pataleando, dando manazos en la cara de María. Ella responde asentándolo en una piedra sin saber que aún no tiene fuerza para sostenerse. El niño cae llorando con la cabeza por delante, justo en la olla. Se quiebra el cuello. María escala y se lanza, le asusta los espasmos en el cuerpo del niño.

Se quita la blusa, carga el cuerpo del niño sin vida, le aprieta los cachetes y pega los labios hinchados en uno de sus pezones. Le alegra saberse capaz de mantener a un bebé durmiendo en sus brazos. Ahora, con la responsabilidad de una madre, el abandono de su casa es la única opción.

María usa la blusa para cubrir su pecho que se enfría rápido, igual al cuerpo del bebé. Se aleja fantaseando como será su nuevo rol de mujer, de madre. Voltea con nostalgia a la casa de su niñez y ve en el arbusto la cabeza de la muñeca que dos días después, al ser encontrada jugando con el cadáver, contará que la ha guiñado un ojo.

Monstruo

Renán L. Cuervo

Es de noche cuando me despierta el sonido de una puerta crujiendo. Aunque está oscuro y no veo bien, ya sé lo que ocurre. Mi mamá no cree nada de lo que digo—me tacha de exagerada e imaginativa. Inventa tantas locuras, le cuenta a sus amigas del club de crochet, dice que hay monstruos viviendo en el clóset y sueña cosas que piensa que son reales. No estoy loca. Solo quiero que alguien me crea.

Me quedo acostada y trato de fingir estar dormida. Lentamente, estiro la mano hacia el buró para tomar el cuchillo de cocina que escondí.

–No es necesario, niña.

La sangre en mi cuerpo se congela y un escalofrío recorre mi espalda como un hielo. La voz es inhumana, siseante, como si una cobra intentara hablar. Con cautela, me siento sobre la cama y busco entre las sombras del cuarto con la poca luz de luna que entra por la ventana.

Lo veo de golpe. Me enderezo de salto contra la cabecera y encojo las rodillas hasta que topan con mi pecho; tiro de la sábana de un jalón y me tapo hasta la nariz. Ahí, sentado en la orilla de mi cama, hay un monstruo.

Nunca lo había visto, solamente escuchado moverse por el cuarto. Es grande, más ancho que el refrigerador. Tiene dos cuernos como de toro, alzándose de cada lado de su cabeza; de pie, las puntas seguro tocarían el techo. Me da su espalda que parece cubierta de escamas como una víbora.

Pienso en pedir ayuda, gritar, pero mamá no está en casa y lo último que quiero es despertar a papá si es que está dormido. La noche está muerta, salvo por el golpeteo en mi pecho y mis resuellos forzados. Relájate, no te muevas. Tal vez, si me muevo rápido, puedo tomar el cuchillo, correr hasta la puerta…

–No quise despertarte, –dice el monstruo. Los pelos en mi nuca se erizan, mi respiración se agita aún más.

–No temas, –continúa. –No quiero lastimarte, y gritar solo complicaría las cosas. Vuelve a dormir.

No hace nada, solo se queda ahí, inmóvil como una gárgola. Si respira, no lo delata algún movimiento.

–¿Eres un monstruo? –Le pregunto.

–Sí.

No son locuras, no imagino cosas. Aflojo el agarre de la sábana dándole espacio a mi nariz y boca.

–¿Vas a comerme?

–No comemos niños–. El monstruo habla con calma, como si hablara con una amiga.

–¿Qué haces en mi cama?

–Esperando.

–¿Qué cosa?

No responde, solo observa la puerta cerrada del cuarto.

–Si no comes niños, ¿qué comes?

–Miedo.

–¿Miedo?

–Así como la comida para ustedes, el temor nos sustenta.

Suelto la sábana y me siento más derecha sobre la cama.

 –¡No te tengo miedo!

–Sí, lo sé.

Mis ojos, más acostumbrados a la oscuridad, distinguen mejor sus cuernos, su piel de reptil.

–¿Vives en mi clóset?

–Habitamos en la oscuridad. Tu closet funciona, bajo tu cama, también. Cualquier sombra es un hogar.

Trago, saliva y encojo mis pies—cada rincón ensombrecido se vuelve un monstruo.

–Hace mucho tiempo que no te escuchaba, –le digo.

El monstruo se estremece un poco moviendo el colchón entero. ¡Es enorme!

–Estaba lleno.

–¿Lleno?

–Has tenido mucho miedo últimamente. No había necesidad de salir y asustarte.

El monstruo gira su cabeza. Solo es un momento, pero alcanzo a ver un reflejo carmesí, como el ojo de un gato alumbrado por una luz.

–Pensé que te había asustado mucho esa última vez—continúa el monstruo–. Creí haberte espantado tanto aquella noche, que habías tenido miedo todo este tiempo. Pero, hay algo más en esta casa que te aterra más que yo.

Un nudo en mi garganta crece y se expande.

–Hace siete noches–dice –, me despertó tu miedo repentino en la madrugada. Un pánico agrio, podrido. Cuando salí del closet, fue cuando te vi con él.

Abrazo mis piernas y escondo mi boca entre el hueco de mis rodillas. Una presión detrás de mis ojos se forma y parece querer estallar. Quiero taparme y hundirme en el colchón. Quiero desaparecer.

–Esa no fue la primera vez, ¿cierto?– me pregunta.

No digo nada. Después de un momento, el monstruo se levanta y, como una sombra lo haría, se mueve hacia la puerta de mi cuarto.

–Los monstruos no debemos lastimar a los niños, solo asustarlos. Esa es nuestra única regla.

Al llegar a la puerta, el monstruo se voltea hacia mí ladeando su cabeza para que sus cuernos no toquen el techo. Su rostro es un hoyo negro con dos ojuelos rojizos tildando su oscuridad. Sus dos brazos, más largos que sus piernas, cuelgan de cada lado hasta casi tocar el piso y terminan en manos delgadas con dedos como agujas.

–Un monstruo que rompa esa regla –continúa–, debe ser castigado severamente.

El miedo se escurre y escapa por mis ojos. El nudo en mi garganta se desvanece y deja en su lugar una paz extraña.

–No tengas miedo, niña –dice el monstruo, y se lleva un dedo afilado a donde su boca estaría. Detrás del dedo, una sonrisa alargada con colmillos como navajas aparece.

Antes de cerrar los ojos, veo por última vez al monstruo que vive en mi clóset parado junto a la puerta como un centinela—sus garras afiladas, sus ojos rojos como la sangre. No tengo duda: es un monstruo, pero no quiere lastimarme.

Afuera, papá sube las escaleras con pasos torpes y pesados. Seguro ha estado bebiendo. Hoy, mi mamá no está en casa, salió con sus amigas del crochet. Estoy sola en la casa con él. O eso es lo que cree. La perilla de la puerta gira, pienso en tomar el cuchillo del buró, pero ya no importa. Ya no estoy sola, alguien más me cree. 

Espejos

Abril García

Siempre me han fascinado los espejos, algo mágico e intrigante tienen. Quizá sea verdad que un poco de tu alma se queda atrapada detrás. Hoy me doy cuenta de que los recuerdos se parecen mucho a ellos. Ambos distorsionan la imagen que reflejan a medida que cambias de perspectiva.

Ha pasado algún tiempo desde que mi espejo refleja a la distancia los momentos que realmente fueron y no los que por mucho tiempo recreé. Me susurra que el vacío que yo miro está en verdad llena de sus cosas que habitan cada rincón.

Como cada noche golpes secos retumban a través del espejo, fuerzas que he dejado atrapadas quieren salir y morar en mí.

Tras la batalla de la noche anterior, suena el despertador.  Me dispongo a preparar el café, recojo un trozo del cristal, desayuno, junto a pedazos que están esparcidos, elijo la ropa, cojo una astilla que se ha posado sobre el taburete, me ducho. Cada mañana vuelo a repetir el ritual de reconstruirlo, rearmando la versión de mí que está fuera de él.

Abro la puerta para dejar la habitación, pero algo llama mi atención, es un destello que penosamente brilla debajo de la cama, me acerco con prisa. Sin cuidado poso mis ojos sobre la superficie pulida, que, aunque minúscula, hace que me sumerja de lleno en la penumbra de una noche invernal.

Hace meses que mamá se ha marchado, ahora en la casa solo estamos papá y yo. Cada noche me acuesta en la cama, me besa en la frente y junta mis manos para rezar; al terminar, me besa de nuevo. Yo cierro los ojos, sé que pronto aparecerá el otro, aquel que con sus dedos recorre mi cuerpo para terminar de hundirlos en mí. Yo juego a imaginar que son arañas subiendo por mi piel.

Un ruido me saca de mi ensueño, coloco la pieza en el lugar indicado. Levanto el auricular, es la voz de papá preguntando si hoy podemos quedar para cenar. Dolor, abandono, soledad… Se ha unido el silencio, ya estoy completa.

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NM