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La obra de Carolina Luna posee una voz particular que no se parece a ninguna otra en la literatura mexicana, sus fuentes de reelaboración literaria son visibles y ricas, pero siempre hay un deslindamiento con respecto a los estilos de otras narrativas.

El pasado viernes 18 de noviembre se cumplió un año más desde que la cuentista yucateca Carolina Luna retornó a la ficción, al abandonar su cuerpo humano en 2018. Por ello y para recordar su valiosa obra, que incluye los libros El caracol (1993), Prefiero los funerales (1996), El matagatos y otros cuentos (2002) y Los espacios que nos ocupan (2004), se analizará el cuento que le da nombre a su primer libro, con la intención de motivar a los curiosos lectores a que la despierten del sueño sobre la página en el que se encuentra. Pero antes, debe hacerse la advertencia de que enfrentarse con la literatura de esta autora es hallarse frente a un mar cambiante que te refresca o te ahoga.

Es ya bien conocido que la literatura griega ha dejado un gran influjo en las voces manifestadas durante los siglos posteriores a su apogeo, y también se sabe que esta influencia recorre, incluso, las estanterías contemporáneas y los imaginarios actuales. Al respecto, Francisco Rodríguez (1992) señala particularmente cómo, en el antiguo cuento, es decir, en las formas breves de narración y fabulación como en el Pañchatantra, pueden encontrarse estas influencias que parten del Eros griego y configuran el amor asociado, por ejemplo, a las mujeres. Rodríguez señala “y el amor, como es tradicional, es cosa fundamentalmente de la mujer, que es presentada con frecuencia como adúltera o perseguidora del hombre. Ahora bien – y también este es un tópico tradicional- la mujer es astuta y suele triunfar con su ingenio, sobre el marido” (Rodríguez, 1992: 30). Es evidente que esta concepción del Eros (asociada a un modelo patriarcal), no podría tener la misma perspectiva e intención autoral en cualquiera de las épocas que se han mencionado, por lo que el Eros que se asocia a las mujeres ha tenido que transformarse; y lo ha hecho dejando de lado la intención moralizante para señalar los conflictos psicológicos y emocionales que enfrentan esas mujeres. En Carolina Luna, se puede ver cómo este Eros ha fungido como libertador de la autonomía sexual de sus protagonistas, pero ahora es necesario mirar en el libro El caracol la configuración de esta figura.

Para la exploración de este libro de cuentos, es importante recordar que la literatura en torno al Eros de esta autora reflexiona en cuanto a la posición social de las mujeres y la permisión que les es o no otorgada para la realización de su sexualidad. Con lo que a través de ello, permite a los personajes femeninos la introspección personal y colectiva del lugar que ocupan en lo íntimo y en lo público, desafiando las normas sociales y reflejando un carácter de reclamo. Por ello se analizará el cuento en torno a este tema: “El caracol”. En el que se verá cómo la concepción de Eros lleva consigo una carga de conciencia social y de reflexión en torno a esta.

Ahora bien, el cuento es homónimo al título del libro. Se trata de una narración breve cuya protagonista es Martha, una mujer casada, que se identifica principalmente por su hartazgo de lo que acontece en su presente y que va en la búsqueda de esa adrenalina que le devuelva un atisbo de las emociones de su juventud. La historia comienza en la antigua casa familiar ubicada en la playa y en la que ella vivió cuando era pequeña. En primera instancia, se produce un reencuentro entre la casa y Martha, pues hay una remembranza de los días felices que pasó durante la parte de su vida que estuvo ahí; esos recuerdos le hacen olvidar que su motivo de estar en la casa es el encuentro furtivo con su amante. Luego, aparece el elemento del caracol, fundamental para la comprensión del personaje protagonista que la liga estrechamente con su madre y deja de lado el insípido encuentro erótico del que es partícipe.

Siguiendo con este cuento, es importante mencionar que está narrado en tercera persona, un elemento que es útil para poder fragmentarlo en tres tiempos distintos, ya que, como se observa sobre Martha hasta el final, la psicología del personaje intenta acercarse a tres momentos que conviven en simultaneidad: “La noche se cerró dormida junto con el caracol yaciente sobre un buró, escondiendo tres fases de un tiempo que solo a ella pertenecía, y no enteramente” (Luna, 2015: 20). Esas tres fases se dividen entre el pasado, el pasado que se quiere alcanzar y el presente. Al llegar a la casa de playa, Martha intenta dejar por un momento de lado su presente, su vida de casada, sus obligaciones en el mundo adulto: “descalza -el presente afuera, junto con los zapatos- pretendía lograr que del piso brotaran chocolates, cartillas de lotería, conchitas masticables y, tal vez, un roce inesperado, capaz de despertar alguna emoción recóndita” (Luna, 2015: 16). Ello lleva a observar la añoranza del pasado, el intento por reconstruir las memorias en un espacio tangible, lo que se convierte en el segundo tiempo del personaje, el pasado que se quiere alcanzar para volver a sentir las emociones que se han ido.

Continuando con estas ideas y de acuerdo con Aurora Pimentel (2020), el tiempo en la narrativa se configura en dos vertientes fundamentales: la primera hace referencia al “tiempo diegético” que transcurre en el espacio temporal humano que es real y del que los lectores son testigos, con base en el que se sustenta la historia y cuyas referencias son comprensibles fuera de la narración; la segunda vertiente, el “tiempo del discurso”, se refiere al tiempo que traza una sucesión textual en lugar de una sucesión temporal. Estos dos tiempos, aunque pueden tener una concordancia, cuando configuran momentos desiguales muestran formas muy particulares de contar, como puede verse en “El caracol”. De esta manera, puede apreciarse que para resaltar los distintos tiempos que se entrelazan en este cuento, se utiliza puntualmente el recurso de la analepsis, mismo que Gérard Genette clasifica como una anacronía de la narración y que quiere decir que “se interrumpe el relato en curso para referir un acontecimiento que, en el tiempo diegético, tuvo lugar antes del punto en el que ahora ha de inscribirse en el discurso narrativo” (Pimentel, 2020: 44). Un ejemplo de esto es notorio cuando Martha encuentra afuera de la casa el caracol roto que atesoraba y que le trajo recuerdos del primer caracol que tuvo: “Su madre, cuando ella era pequeña, le acercó al oído el que sería su primer caracol. Agachada, le quitó el cabello que le cubría el rostro, y luego de mirarla de frente le preguntó qué oía; ella contestó que un ruidito, y su madre le dijo que ese ruidito era el mar; que el caracol tenía el mar adentro” (Luna, 2015: 17). Estos cambios temporales indican una evolución en el personaje, pues hacen referencia al tiempo pasado en el que Martha poseía un caracol entero, cuyo contenido era el mar completo. Esto ocurre solo bajo la figura materna, el caracol completo y capaz de contener la inmensidad es posible gracias a su madre, durante la infancia. Luego se puede ver que con el pasar del tiempo este caracol es sustituido por el caracol roto: “Ese primer caracol se perdió en algún momento y no fue sustituido por ningún otro hasta la aparición del caracol roto. Oírlo en ese momento era también sentir el hombro de su madre bajo la palma de la mano (…)” (Luna, 2015: 17). Este elemento muestra cómo Martha se transformó cuando dejó atrás la infancia y su entereza se vio violentada, quitándole un pedazo a su ser, por el que tanto se obsesionó. Ello la llevó a la búsqueda de una adrenalina que pudiera devolverle un poco de lo perdido con los años: “Ya no esperaba encontrar nada, nada era como antes, nada lo es luego de un minuto. Concluyendo que lo que buscaba sólo estuvo dentro de ella, echó la cabeza para atrás. De pronto, ahí, como viejo compañero, melancólico y tranquilo, el caracol roto” (Luna, 2015: 17).

Con lo anterior se aprecia que Martha está configurada con base en una nostalgia que la conduce a romper con la norma de su vida para encontrar un atisbo de plenitud que le haga sentir viva: “Buscaba, rebuscaba y volvía a inquirir entre las sensaciones y éstas se disolvían como talco en el agua, dejando pequeños grumos” (Luna, 2015: 19). La ruptura de Martha irrumpe no sólo en la linealidad de su vida conyugal heteronormativa, sino también en el tiempo que la protagonista está viviendo. La narración señala, más allá de la subversión de la protagonista, la fragmentación de la realidad a través del tiempo como elemento de violación a la monotonía de su vida: “Llegar a casa y preparar todo (nada pasó), un vaso roto y un plato resbaladizo (nada pasó). El día como viejo arrastrando sus monotonías” (Luna, 2015: 20).

De esta manera, el Eros se muestra en dos facetas, la primera, de carácter filial, como una conexión directa con la madre, quien es el ser dador de vida y proveedor de seguridad y al que se intenta alcanzar inútilmente a través de la segunda faceta: el Eros de carácter sexual. El amante es para Martha un intento de recuperar sus memorias y traerlas al presente, aunque sabe que el presente se ha quedado fuera del espacio que implica la casa, y la intimidad sexual solo ocurre como un recuerdo viejo sin despertar la emoción que ella intenta obtener:

“La besó tan fácil como ella acarició el caracol. Palabras menos murmuró ella; él la dejó de pronto y puertas y ventanas que ella antes abriera con ingenuidad, él las cerró de la misma forma.

“Ahora los movimientos torpes, pensó y no hubo equivocación; a estos sucedieron el entrar y salir húmedos, los gemidos y todo lo demás. Sólo que un poco antes del final suplicó evitar palabras necias.

“Ni siquiera sintió ponerse la ropa, tampoco escuchó la despedida usual. Tomó las llaves, el caracol roto, se puso el presente y los zapatos en la puerta de atrás, y se fue” (Luna, 2015: 20).

En ese mismo fragmento puede observarse que el espacio es otro elemento importante para la narración, pues si bien al inicio del texto se ve una escena en la que Martha intenta despertar su pasado abriéndole las entradas hacia su presente: “Un piquete en el estómago bastó para que la ingenuidad la hiciera su víctima una vez más. Soltó el bolso y corrió pequeñas distancias abriendo puertas y ventanas” (Luna, 2015: 16), en el fragmento anterior se aprecia cómo el amante cierra todas ellas. Esto también cierra la posibilidad de recuperar el pasado. Algo similar ocurre en “La culpa es de los tlaxcaltecas” de Elena Garro, en donde también conviven dos épocas distintas y el espacio sirve como un puente entre estos mismos. Para esto, Carlos Fuentes dice: “Las mujeres están viendo que detrás de las ventanas hay algo que los demás no vemos. Están viendo que hay muchos tiempos y que las cosas tienen distintas edades, y que hay rincones en donde puede surgir no una cosa distinta sino un tiempo distinto” (Fuentes en García, 2003: 152). En el cuento de Garro, la ventana sirve como un puente hacia el pasado de México: “La ventana de la cocina simboliza la entrada del pasado de México al presente” (García, 1999: 126). Siguiendo a Mara García, la cocina es un espacio de encuentro para las mujeres y es el espacio de seguridad para ellas en dicho contexto.

Esto sigue viéndose en “El caracol”, el elemento de la cocina particularmente se menciona: “Con los ojos buscaba la cocina siempre bulliciosa, como si la comida, desde antiguo, estuviese unida a la alegría y el convivio” (Luna, 2015: 16). Pero, en la narración de Luna, el espacio es un puente tendido hacia la recuperación de la euforia y la felicidad de Martha que se ha quedado para siempre en el pasado, consecuencia de su monótona vida. La razón por la que su amante cierra esas ventanas, es decir, las posibilidades de conectar con su felicidad, es sencillamente porque el Eros de carácter sexual no es la felicidad que Martha está buscando. La felicidad que anhela es en realidad la relación materna, el Eros que hace referencia al amor de la progenitora. Todo aquello sigue siendo tragado por el mar que su madre puso sobre su oreja: “Nada pasó ese día, pues todo quedó en el mar que habita el caracol; nada pasaría después. Todo quedó ahí dentro, y si acaso algo lograba escapar, se cortaría de tajo con la orilla rota” (Luna, 2015: 21).

Este cuento evidencia cómo las relaciones amorosas de pareja no son el único fin para la felicidad, ya que ni con dos de ellas la protagonista consigue despertar un poco de la suya. En cambio, lo que se señala es una relación maternal, que despierta en Martha la conexión con su propia identidad. A través de la relación con la madre se puede ver la evolución de la protagonista y su inconformidad, no sólo con la vida normativa, cuyas reglas dicta la sociedad, sino incluso deja ver este sentimiento de desagrado hacia lo que se considera irreverente: la mujer que tiene un amante. Para Martha el Eros habita, traído desde la figura materna, en ella misma, pero no es capaz de encontrarlo.

Para ir cerrando, se ha visto que este cuento que se construye en torno al Eros, aborda la vida de una mujer casada que, en la búsqueda de la felicidad, es infiel a su pareja. Podría decirse que su único fin es obtener placer a cambio del encuentro sexual con el amante, pero esa acepción sería errónea debido a que Martha, en su urgente añoranza proustiana está buscando alcanzar un tiempo distinto al que se concibe en la realidad. Como si se tratara de las migas de magdalena en el té, a través de sus recuerdos en la casa de playa busca fervorosamente traer al presente las emociones y sensaciones del pasado, armando un espacio, en medio de la fantasía, en el que a manera de ritual intenta cambiar la realidad; además de que el encuentro sexual es para Martha una manera de alcanzar la sensación de volver a ver a su madre.

La mujer protagonista tiene la característica de estar rota. El personaje, más allá de su huella de dolor y de la subversión característica que posee esta obra, se muestra profundamente inconforme con la vida que le tocó vivir y más allá de enfrentarla le da la vuelta, como si evadir sus dolores los aminorara. Como ya se ha dicho, el contexto machista se muestra, implícitamente, como el causante del deterioro anímico del personaje.

Para finalizar, debe decirse que la obra de Carolina Luna posee una voz particular que no se parece a ninguna otra en la literatura mexicana, sus fuentes de reelaboración literaria son visibles y ricas, pero siempre hay un deslindamiento con respecto a los estilos de otras narrativas. Y, aunque la obra de esta autora es escasa, hablando de solo siete libros publicados, sus cuentos poseen una originalidad que es difícil encontrar en otros escritores. Esto también es consecuencia del pensamiento subversivo que está plasmado en su obra, pues en ellos hay una denuncia social que no intenta ser moralizante a manera de panfleto, sino que critica y reflexiona una mentalidad colectiva del México contemporáneo. De esta manera, el tratamiento de las violencias en su obra dista en gran parte de la concepción sanguinaria y observable a simple vista que se tiene de estas, y se adentra en las subyugaciones pasadas por alto en donde las sociedades son partícipes sin darse cuenta. En ese sentido hay una vuelta de tuerca a la cotidianidad y las costumbres para enseñar lo cruentos que son los humanos en la profundidad de su psicología, pero desde un lugar apenas perceptible en el que el trabajo del lector es hallar las pistas de esta violencia elidida.

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AA