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Debido a un cuadro intenso de diabetes e hipertensión, 'Don Moncho' estuvo en terapia intensiva, sobreviviendo al trago amargo de la enfermedad que lo pudo llevar a la muerte

Don Moncho, el sepulturero de Progreso, de la larga estirpe de los Cauich, se niega a morir. Tal vez no es su momento, su hora o su destino, si es que hay destino en este círculo de la vida. Ha tirado tanta tierra sobre los ataúdes que en su memoria no hay algún número certero de cuántos finos trabajos ha realizado en este oficio tan antiguo como la muerte misma. Uno no puede imaginarse que esta tarea puede heredarse, pero Moncho es el vivo ejemplo del legado de su padre, Jesús, y su abuelo Timoteo. Ambos yacen sepultados en la bóveda familiar número 311, sección 1, fila 5 del Cementerio General, donde él, algún día, también reposará. El cruel destino los obligó a seguir la sucesión.

Jesús enterró a Timoteo y Moncho también cumplió con su deber con Jesús, su padre. Desde hace 11 días que don Mocho está en el hospital, víctima de un severo cuadro de diabetes e hipertensión. El martes 15 lo ingresaron al CEMA, se veía muy mal, llegó a pensarse que sería sus últimas horas y que sus dos hijas gemelas, Grecia y Cielo, también cumplirían con el destino fatal de enterrar a su padre. 

En la madrugada sufrió un infarto y, como el mal nunca viene solo, también le dio un choque séptico. Todo el jueves y viernes estuvo en terapia intensiva y el sábado 19 lo retiran de la sala con un diagnóstico esperado. Por eso el médico sugirió a toda la familia despedirse de él. Sus órganos se negaron a trabajar, como queriendo enviar el triste mensaje de la muerte, luego de 67 años de intensa actividad. Ya no funcionaban su riñón y su hígado y prácticamente quedó desahuciado. El sábado a las 4 de la tarde, su yerno Lino Maldonado Chumba lo miró recostado sobre la cama y pensó que sería la última vez que lo vería, entonces sus ojos se llenaron de lágrimas.

De verdad le tenía aprecio al viejo. Él le había enseñado, desde hace ocho años cuando se casó con su hija Grecia, el oficio también de sepulturero. Fue un encuentro de sepulturero a sepulturero. Se imaginó que tendría que cumplir con el triste papel de enterrar a su suegro, al popular Moncho Cauich, que en realidad se llama Ramón Alberto Cáceres Sandi. Quizá la muerte pasó por el lugar y se apiadó de don Moncho.

Una enfermera detectó ese mismo día de sábado que en la bolsita de desechos orgánicos había orina, lo que significaba que su riñón daba signos de recuperación, lo mismo que su hígado. Rápido lo trasladaron de nuevo a terapia intensiva. El chequeo médico mostró que hasta su corazón empezaba a funcionar mejor, que el azúcar se había estabilizado. Era un milagro. El domingo, lunes, martes siguió en terapia y el miércoles lo pasaron al cuarto de recuperación. Lo nebulizaron y hasta los índices de oxigenación habían subido. Sólo sentía leve dolor de garganta por el tubo de plástico que tenía en la tráquea para llevarle oxígeno al pulmón.

“Para él yo soy su adoración”, dice Lino, mientras está sentado sobre una lápida, bajo la sombra de un frondoso árbol de almendro. Está rodeado de tumbas, de cruces con la figura de Cristo. El viento sopla ligeramente y se puede percibir los olores de flores marchitas. “Como suegro es una persona de gran corazón, me consta, lo sé, él se ha quitado la comida de la boca para dárselo a otros. No escatima en nada y cuando ayuda a la gente suele decir “yo sé que mañana mi rey Jesucristo me va a ayudar”. Don Moncho suele ser generoso.

Cuando se sienta a la mesa para comer invita a quienes están cerca para que lo acompañen o cuando un vendedor ambulante pasa frente a su casa, que está también frente al cementerio, su otra casa, le compra lo que ofrezcan. “Pobrecito, me da tristeza ver que estén así”. Lino observa que su suegro es buena gente, que incluso a veces llora cuando está cumpliendo con su deber de enterrar a desconocidos o conocidos. Es raro, dice, convivir con la muerte, ver el sufrimiento ajeno, es algo que tenemos que aceptar, es el fin de la vida.

Mientras su suegro ha estado en el hospital, él ha cumplido con la tarea diaria de llevar a la gente a su última morada: cinco servicios ha dado en una semana, ayer fueron dos, ambos eran adultos. Lo que Lino hace es construir la bóveda, tapar y sellar, a veces tiene que desarmar las bóvedas cuando son propiedad de alguna familia y los restos hacerlos a un lado y preparar el espacio para recibir al cadáver y luego vuelve a sellar, a veces el servicio incluye una cruz o un libro con una frase que la familia elija.

Lino, el joven sepulturero, que apenas tiene 32 años, y que por ser yerno de don Moncho siente que poco a poco con cada muerto que entierra se va transformando en un Cauich: “Yo veo a la muerte como si fuera un destino, algo inevitable y cuando llega es necesaria. Yo no le tengo miedo a la muerte, pero mientras eso llega, hay que vivir, hay que disfrutar y trabajar”.

Así como don Moncho, a Lino lo conmueve ver la muerte de un niño o de un joven, el llanto doloroso de una madre que veía en su pequeño un enorme futuro pero que por alguna razón quedó trunco. “Con la muerte no se juega. Es dolorosa. Yo tuve que enterar a mi abuela, al ver la escena de mi papá llorar por su madre… es algo que no se puede describir. Es el triste papel del enterrador, nos toca darle sepultura hasta a nuestros seres queridos, quizá con el tiempo me vaya acostumbrando, pero por ahora me parte el corazón ver la partida de la gente, el dolor, el sufrimiento al no tener a la gente que uno quiere”.

Lino tiene fe que en los próximos días su suegro regrese a casa y reanude su actividad. No tienen suficiente dinero para cubrir los gastos hospitalarios, pero confía en que ese problema se resuelva con la ayuda de la gente.

“Los tiempos de Dios son perfectos”, afirma. A esta conclusión ha llegado luego que por alguna razón no pudo viajar a los Estados Unidos para trabajar como marinero. La oportunidad tocó a su puerta hace unos meses e intentó hacer los trámites ante el consulado americano, pero siempre hubo alguna razón para no alcanzar su propósito. Un juego del destino, de la vida, de Dios.

A lo lejos se escucha el ruido que hacen Víctor Poot, El Ojos, y Román Peraza, El Zorritos, que preparan el entierro de mañana. Lino no ha visto nada extraño en el cementerio, no ha sido víctima aún, de algún susto, de esos espantos que calan los huesos, que enchinan la piel, como sucedió a su esposa Grecia, quién siendo niña, una tarde la mandaron a cerrar las rejas del cementerio y miró a un par de viejitos y a un niño en uno de los callejones del sitio. Les pidió que se retiraran porque ya eran las seis y hora de cerrar. Ella pensó que habían salido y cerró el candado. Y durante largas horas se mantuvo sentada frente al cementerio esperando ver en qué momento volvería a ver a los viejitos y al niño. Nunca salieron. Supo entonces que eran espíritus.

Mientras tanto su suegra, doña Irene Beatriz Flores, y sus dos hijas Grecia y Cielo siguen al pie de la cama de don Moncho, esperando el momento en que el doctor le dé alta para traerlo de vuelta a casa, luego de pasar el trago amargo de la muerte, como aquella de Lázaro, cuando Jesús le devolvió la vida y le ordenó que saliera de la tumba de piedra.  Lino sentencia, como un epitafio: “Siempre voy a dar el doble, como don Moncho, porque para un sepulturero está prohibido tirar la toalla”.

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CC