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De cenotes a basureros clandestinos: Habitantes de Playa del Carmen continúan contaminando.A pesar de la limpieza constante, concientización e importancia ecológica, la gente continúa contaminando los cenotes

Cultura

Carlos René Padilla explora y recorre el camino de su infancia a través de relatos, de ese lugar, del Estado de Sonora. El autor mezcla hechos reales, pláticas y anécdotas, con una cuestión literaria y ficcional.

Mosca impertinente

Usted perdone la franqueza y acéptela como lo que es: Bavispe es un bálsamo, un bombeo monocorde, tan igual al corazón de la nana Ramona, pero difiere en que el primero no te deja dormir; las imágenes, creadas con maestría, revolotean en la cabeza, incluso después de cerrar el libro

Fui víctima del embrujo desde el inicio. Cito: “era un sahuaro enterrado en medio del desierto soportando ventiscas de arena sin poder hacer nada para evitarlo”. Fin de cita.

Un hilo de baba, y que ondea en el aire, es el reloj que alenta el tiempo que lleva su propio paso. Los escenarios huelen a pino de un ataúd, a aroma picante del barniz a medio secar, a claveles cortados del campo, a corona de muertos hecha con papel de china apestosa a pegamento, a café recién colado, a menudo cociéndose sobre una hornilla de leña en el patio. A pies que apestan a leche podrida y boñiga de vaca, a aliento a bocanora y vómito, a pecho oloroso a ungüento, a óxido de sangre mezclada con cagada de animales, a aceite quemado del autobús, a morgue maloliente.

Los personajes, entrañables y divertidos, nunca terminan como iniciaron: sufren, aman, se obsesionan, viven; y podemos incluso verlos claramente: por ejemplo, en el momento en que uno de ellos da vuelta al sombrero Resistol, como al volante de un carro invisible. Son pedazo de alimento frente a un hombre hambriento, que nadie enseñó a comer. La ambivalencia de los personajes de Carlos nos grita a la cara nuestras propias ambivalencias. Ramona, la mamanina, Maximino, la plañidera, Susana y Rosenda, el anciano y su Lupita, se alojaron ya entre mis conocidos.

El tono es el tejido: un derecho y un revés perfecto de la narración. La palabra “silencio” en el cuento Un hombre bueno logra, cual conjuro, asirnos a la lectura palabra tras palabra.

La tensión, aparece una y otra y otra vez… te cuento: un personaje justo después de azotar la puerta y a punto de contar dónde empezó todo, el escritor lleva nuestra mirada hacia la cocina, donde el protagonista prepara un café; luego, cuando creemos que vamos a enterarnos, aparece la historia, dentro de la historia, sobre un terremoto, y cuando estamos a punto de olvidar lo que antes queríamos saber, el narrador nos da un upper cut, para dejarnos en la lona, con la línea final. De nuevo, en el cuento, “Gabo”, en un mostrador, un hombre y un anciano discutiendo por un gallo que no canta: una joya.

Hablemos de Nitro Press, la editorial, que siempre va mas allá, sabe bien lo que hace con la edición, hay que decirlo, logra arte encapsulado en 108 páginas.

El lenguaje en Bavispe surge en forma constante, en apariencia simple pero que muestra una complejidad versátil. El escritor nos lleva de la mano como a un niño chiquito por caminos de muerte, y nos suelta, a unos pasos de un barranco, en el que sufrimos acercándonos, y es así mientras seguimos pasando una y otra página, vamos avanzando hacia el despeñadero, para, voluntariamente, dejarnos caer.

El libro es adentrarse a la lucha moral que termina por cuestionar a nuestro propio cerebro. ¿Quiere usted saber sobre la trama del libro? Discúlpeme, de eso no voy a escribir mucho, tiene que leerlo: una mujer que sufre ante una escasez de muertos, un campesino hablando con un un hombre agonizante, dos amigas y un secreto, sucesos, emociones, descubrimientos interiores dentro de un pueblo: un verdadero manjar emocional.

Retomando el pensamiento de Almería “el cuento nace de la oralidad” la cual da parámetros fijos y claros que hacen posible la existencia de un canon, así, en Bavispe, las palabras surgen como un ritual, la anécdota pasa a segundo plano y surge el conflicto que determina el clímax de la historia.

Julio Cortázar, Borges, Horacio de Quiroga, Edgar Allan Poe, Chejov, desenmarañan sigilosamente la trama, así Carlos René hace lo propio en estos cuentos.

Algo que agradezco es que el autor nos permite ser parte de las historias finales que solo terminan en la cabeza del lector. Es incluso, por momentos, surreal. No intenta dar nada por sentado. Habría que ser más directo y el libro lo es: en la visión de este universo bavispiano, los hechos ocurren por caminos diferentes a los esperados. En este texto se avientan los entresijos de la moral al basurero, sin clichés sentimentales ni juicios aburridos; entonces, además de las imágenes literarias, influye evidentemente el contexto de la pobreza. Es, sin duda, un libro memorable. La alusión a la violencia, una breve mirada a las huellas de las costumbres y formas de odiar. Una economía de palabras envidiable. La realidad que desordena la psique, chamuzca la epidermis, desbarata el lugar común, precisamente, con esta poética en la que el autor nos involucra en el conflicto constante, como en la literatura, como la vida en Bavispe, como la muerte que viaja sobre llantas rodada 25, como un México transformado en Comala y mexicanos convertidos en Juan Preciado, y que, sin saberlo, buscan a sus Pedros Páramo debajo de las rocas.

Encuentro iluminaciones de pasajes sombríos del día a día, amplificación realista, porque este libro representa una fotografía al yo oscuro. Es, desde una mirada objetiva, un microscopio social, un va y ven, constante por los laberintos de la búsqueda del propósito. Hacia adelante, de nuevo: no creas que me olvido de ti, estimado lector, perdona la pasión de mis opiniones, pero entiende que no lo diría si no supiese de antemano, primero, que estoy hablando de un libro de Nitro Press, y que merece una atención pormenorizada de quien les habla y, también, del ganador del Premio Fuentes Mares.

Así que, fascinado por la invención de la realidad, la revelación, las vueltas de tuerca, puedo decirte, amigo lector, que al igual que la muerte, este libro, después de leerlo, seguirá rondando como una mosca impertinente, que por más que la espantes no se irá lejos.

BODA DE PUEBLO

¡Detengan la caravana!, gritó el hombre mientras tiraba con fuerza las riendas de su caballo alazán. La boda no se va a celebrar, remató el mensajero con menor intensidad en su voz y la frase llegó a oídos de  los primeros caminantes. El cuaco soltó un resoplido para desatorar  el freno de fierro que se le había incrustado en el hocico. Estuvo a punto de pegar un relincho, pero el vaquero, hábil, lo palmeó varias veces en el cuello para tranquilizarlo. Hombre y caballo quedaron frente al contingente formado por más de cien personas. Nadie hizo ningún movimiento o reclamó algo: petrificados santos en nicho de iglesia.

El chirrido de los grillos y el movimiento de las hojas de los árboles empezaron a sobresalir. Un hombre con sombrero de paja ladeó la cabeza apenas y entre dientes le dijo a su compañero lo que había creído escuchar. Este repitió el mensaje, luego otro más y el rumor de la sentencia que había dado el emisario fue creciendo como vuelo de avispas. La gente, poco a poco, se volteó a ver con cara de preocupación cuando entendieron por qué se detenían. La tarde era un cedazo colando la luz del sol. En silencio, las mujeres se acomodaron los rebozos y los hombres que venían a caballo decidieron apearse para que los animales se apaciguaran.

Los invitados llevaban cerca de una hora de haber salido de Bacerac y todavía faltaban treinta minutos de recorrido para llegar a Bavispe, el pueblo donde vivía Lola, la futura esposa. Era la boda de la que toda la región hablaba. Sabían que también de otras poblaciones de la sierra de Sonora iban a subir para la celebración. Era la costumbre del lugar: los habitantes del pueblo del novio asistían a donde se realizaría el casorio. Hombres, mujeres y niños viajaban para estar presentes en el ágape, el cual duraba dos días. La mayoría de los invitados de Lucio, al no tener caballo, hacían la procesión a pie. En dos carretas, la comitiva transportaba ollas de barbacoa, de menudo, cajas con cervezas y varios bidones de bacanora. En otra iba la banda de músicos que ya se disponía a tocar, para hacer más ligero el viaje, cuando el gentío se detuvo abruptamente.

La mayoría buscó con la mirada a Lucio. Más de medio centenar de cabezas giraron para localizar al hombre que se desmontaba con violencia de una yegua blanca. Lucio ya estaba vestido para llegar directamente a la iglesia donde se oficiaría la misa. Pantalón de mezclilla, botas de avestruz, camisola cerrada con una corbata vaquera, chaleco de piel, saco negro con orlas blancas y sombrero Stetson. Las espuelas traquetearon sobre la tierra con cada paso que dio hacia el mensajero. Lucio reconoció al hombre barbón que había detenido el contingente como un peón que había visto varias veces en el rancho de Lola, pero de quien no recordaba su nombre. A ver, tú, cabrón jodido, ven para acá, le dio un jalón a la presilla del pantalón del jinete para que se bajara más rápido del caballo sin importarle que pudiera caerse. Tomó del brazo al hombre y se lo llevó al lugar más apartado de la comitiva, debajo de un ahuehuete. A ver, ¿cómo tá eso de que no hay casorio? Lucio apretó con fuerzas al emisario y lo zarandeó sin que pudiera evitarlo mientras trababa las mandíbulas igual que un coyote al atrapar una gallina. No me vaya a pegar patrón, yo nomás traigo el recado, yo no tengo la culpa, suplicó cuando contempló la rabia en los ojos de Lucio, dos agujeros negros en los que podía calcinar a todas las almas que se le acercaran.

¿Cómo te llamas? Joaquín, patrón. ¿Quién te mandó a que dijeras semejante barbaridad enfrente de toda la plebada? El hombre titubeó. Volteó la mirada a la muchedumbre. Desembucha, compa, no te va a pasar nada. Fue don Cruz, el meritito jefe, su suegro. El mensajero agachó la mirada y se rascó la cabeza con la mano que tenía libre.

El movimiento provocó que se le levantara el sombrero. Me mandó del pueblo para darle la noticia, para que no llegara para allá, me dijo que la niña Lola ya no quiso matrimoniarse con asté. Joaquín miraba a Lucio con un gesto suplicante porque con cada palabra que le decía apretaba más fuerte su brazo. Le juro que es todo lo que sé, de veras patrón, nomás que viniera a pararlos para que no se hiciera tanto borlote en el pueblo, pero pos allá también ya estaba llegando harta gente, pero a ellos les iban a avisar otros. Lucio aflojó la presión. Joaquín liberó de inmediato el brazo, empezó a sobarse. Un cardenal brotó en su piel.

Lucio, con paso tambaleante, se alejó unos metros de Joaquín. Sintió que las piernas, por unos instantes, dejaban de responderle. Se acercó a un encino para apoyarse. Boqueó un par de veces. El aire fresco del campo era insuficiente para purificar sus pulmones. A pesar de que sabía que era lo que menos necesitaba, empezó a palparse el cuerpo en busca de un cigarro. Localizó la cajetilla blanda, aplastada en el bolsillo izquierdo del pantalón. Sacó uno. Se agachó para levantar una piedra. Deslizó el cerillo sobre la superficie dura. Crepitó el fósforo y acercó el fuego a su cara. Deseó por un instante que la lumbre fuera lo suficientemente grande para cubrirlo a él. Quemarlo. Convertirlo en cenizas y que el viento se dedicara a esparcirlo por todo el monte. Un soplo de aire extinguió la migaja de candela.

¿Qué pasa, compadre? ¿Es cierto que se canceló la boda? ¿Qué le pasó a la Lola? ¿Está bien? Basilio llegó corriendo a su lado. Lucio pareció no escucharlo. Una parvada de chanates hizo un patrón de vuelo inverosímil en el cielo y se alejó a toda velocidad rumbo al Sur. Lucio pasó un nuevo cerillo sobre la piedra. El crujir del tabaco y el papel lo hipnotizó más. Deslizó los dedos sobre su cara lisa. Despacio. Como reconociéndola por primera vez. Sin un ápice de barba como le gustaba a Lola. Fumó. El humo subió con una ligera corriente de aire. Elevó la vista. Más allá de la sierra, el verdor ya había tapizado los cerros como una cobija para espantar el frío. Dio una calada larga y hasta entonces reparó en la presencia de Basilio. Hazme un favor, compadre, entretén a la gente, que no se vaya de aquí ni se regrese al pueblo, yo voy a buscar a la Lola, vas a ver que luego de hablar con ella todo sigue igual, para mí que son cosas de don Cruz. Él nunca me quiso a la buena, pero ahorita lo voy a convencer a la mala. No, Lucio, no vayas, déjame a mí, ahorita no estás pensando nada bien. Basilio puso una mano en el hombro del novio. Traes mucha muina en la cabeza y en la sangre, no vayas a cometer una barbaridá de la que te vayas a arrepentir, mejor yo me encargo de esto. Lucio apagó con furia el cigarro contra la tierra. Exhaló con fuerza. Buscó un nuevo cigarrillo. Al intentar prenderlo se le quebró por la mitad.

¡Chingada madre! Vio de reojo a la gente que no se atrevía a mirarlo

abiertamente. Basilio, expectante, prefirió quedarse en silencio. Lucio repitió el ritual con otro cigarro. Ahora sí logró encenderlo. Compadre, agarre mi yegua y se me va hecho la mocha a Bavispe, hable con la Lola, con sus papases, con quien sea, pero convénzala, ¿oyó? Basilio asintió varias veces con fuerza. Tú la puedes hacer entrar en razones, sé que te ha agarrado mucho aprecio estos años. Te juro que la voy a convencer, compadre. Hizo señas a Joaquín, que daba vueltas a su sombrero con ambas manos como el vaquero que desea cerrar las compuertas de una presa para evitar que la venida arrase todo a su paso aunque intuye que es demasiado tarde. El mensajero transpiraba la ansiedad por irse de ahí. Basilio, antes de partir rumbo a Bavispe, encargó a su primo Luis cuidar que nadie se acercara a Lucio mientras él no llegara. Déjalo solo, que rumie todo lo que quiera y por nada del mundo permitas que me siga, ¿tamos, Luis? Su primo forzó una sonrisa ante la encomienda. Basilio le hizo señas a Joaquín para que también montara en el caballo y el par de jinetes salió a todo galope levantando paredes de polvo.

Las personas que conformaban la caravana empezaron a formar pequeños grupos. No fue necesaria la intervención de Luis para impedir que alguien molestara a Lucio. Como si fuera un enfermo infeccioso, todos se alejaron varios metros para no cruzarse en su camino.

¿Y pa qué no le dijo antes si no quería matrimoniarse?, Clotilde le susurró a Federica. Así no hubiera tenido que gastar tanto, ¿ya vistes que hasta la casita que le dejaron los apás de Lucio la dejó como nueva? Yo creo que ahora es la más bonita del pueblo con sus ventanales grandotes y su noria bien armada. Sabe, comadre, pero esas cosas no se hacen, son chingaderas, ni modo que la Lola no se diera cuenta que no lo quería si ya llevaban diez años de novios, para mí que hay gato encerrado, dijo Federica mientras acunaba en los brazos a su hijo de seis meses. Y ese gato pa mí que no es de cuatro patas. Clotilde frunció la boca y Federica le respondió el gesto de igual manera.

Esperanzados de que la boda no se cancelara porque nadie les había pagado ni el anticipo, los músicos afinaban sus instrumentos al volumen más bajo que podían para no molestar. El destiempo de las notas recordaba inicios de corridos y de valses que se interrumpían a cada momento ante las señas del trompetista líder. Un grupo de diez niños correteaban entre los árboles de palofierro, pinos y abetos mientras jugaban a las escondidas sin entender por qué todos tenían esa cara de tristeza cuando les habían dicho que iban a una fiesta. Sus mamás, demasiado compungidas por la situación, ni siquiera les advertían que no se alejaran.

El Sol se distanció poco a poco y empezó a descargar sus últimos destellos rojizos para que la comitiva se diera cuenta que pronto ya no estaría ahí. Alguien propuso que se hiciera una fogata por si los agarraba la noche. Varios desaprobaron la idea de inmediato. Era aceptar la cancelación de la boda. Don Heraclio, un viejo de larga barba blanca, reconoció que era mejor estar preparados por si las temperaturas descendían más de lo conveniente. Si seguimos el recorrido hacia Bavispe, nada más apagamos la lumbre y listo, dijo don Heraclio. Algunos jóvenes se ofrecieron a ir a buscar leña con la ayuda de un par de hachas. El anciano hizo una señal de consentimiento. Veinte minutos después varios hatos de madera estaban apilados. El mismo viejo fue el encargado de prenderle fuego a los troncos. Una indecisa flama se abrió paso entre los leños. Cinco minutos después se reprodujo y las lenguas de fuego lamieron el aire. Los invitados a la boda fueron formándose alrededor de la hoguera. Varios hombres sacaron pachitas de bacanora y tequila ocultas entre sus ropas. Primero le dieron tímidamente un par de tragos tratando que nadie los viera, después circulaban las botellas sin recato entre los que pedían refrescar el gaznate.

Con curiosidad, cada cierto tiempo, algunos volteaban a ver cómo Lucio no dejaba de dar vueltas alrededor del mismo árbol fumando cigarro tras cigarro. Para él no había nadie alrededor. Había entrado en una burbuja donde le habían exprimido el sonido y los aromas. Luis se acercó y sin que se diera cuenta dejó una botella de bacanora al lado de un mezquite. Lucio no la observó hasta que tropezó con ella. El sonido de su bota al contacto con el vidrio lo sobresaltó un instante. Se agachó. La miró brevemente. No parecía extrañado de encontrarse una botella llena de licor en el monte. Limpió el envase del polvo. Despacio. Como si un genio desértico fuera a aparecer para concederle tres deseos, aunque él se conformaba con uno solo: Lola. Nada. Ni un espectro ni humo de colores. Abrió la botella. Si un genio estaba realmente en el interior, Lucio se lo bebió de un solo golpe.

Cuando el Sol acababa de lanzar el último fucilazo de brillo, se escuchó claro el galopar de dos caballos. Todos dirigieron la mirada hacía el camino del pueblo. La imagen de un jinete jalando un corcel comenzó a dibujarse cuando salió de una curva. Joaquín, arriba de su caballo alazán, soltó la rienda de la yegua de Lucio. El animal atravesó el claro donde estaban los invitados que se replegaron con timidez. La yegua, trotando, se encaminó hacia su amo. Lucio quebró la botella vacía de bacanora contra el árbol. Joaquín se bajó del cuaco de un solo salto. Una pequeña nube de tierra se levantó. Con el dedo índice elevó su sombrero unos cuantos centímetros. Colocó los pulgares entre el cinto y el pantalón, a un lado de la hebilla adornada con su inicial. Los dos hombres se miraron. La gente, aunque no pudiera oírlos, esperaba descifrar el mensaje según como reaccionara Lucio.

Y tú, ¿qué haces aquí?, ¿mi compadre encontró a la Lola? ¿Se quedaron terminando los preparativos de la boda? La corbata vaquera ya no estaba en el cuello de Lucio. Hacía rato, en un arranque de rabia, la había jaloneado hasta destrozarla y dejarla tirada en el piso. Lucio contempló a Joaquín. Sí, patrón, sí la localizó. Bajó la mirada, apesadumbrado. Lucio apretó la mandíbula. Las venas formaron un bajorrelieve sobre la piel de su cuello. La encontró justo antes de que se fuera pa la ciudad. Agarraron por el camino viejo de la mina en cuanto terminaron de subir las maletas de la niña Lola. Ya nos deben haber rodeado, patrón. Lucio se puso pálido. Volteó la cabeza en di- rección a la ruta que hacía años nadie usaba por el mal estado en que se encontraba. Todavía la puedo alcanzar, todavía puedo hablar con ella para convencerla. Intentó subirse a su yegua, pero Joaquín encalló sus manos en los hombros de Lucio. El cuerpo, con medio litro de licor en su interior, no opuso mucha resistencia.

No, no vaya, es mejor que la deje ir. Lucio lo encaró. Todo es culpa de tu patrón, él nunca me vio con buenos ojos. Hizo hasta lo imposible por impedir la boda, ¿verdad? Joaquín le hizo señas a un hombre para que le acercara una botella de bacanora. Dio un trago. Le tendió la bebida a Lucio quien no hizo el menor intento por agarrarla. Patrón, yo vi a don Cruz, estaba muy apenado por lo que le iban a hacer, pero pos ella es su hija, ¿qué quiere que haga? Hizo una pausa. Chasqueó la lengua. Parecía el sonido de un sapo devorando un par de mosquitos. La niña Lola dijo que con el que quería matrimoniarse era con el Basilio, el compadre de asté. Que nunca pensó que juera a llegar después de que mandó cancelar la boda pero el Basilio la convenció de que huyeran juntos ahora que por fin era libre, soltó a bocajarro Joaquín. Don Cruz me mandó de vuelta.

Que por favor perdone a la niña Lola y que nunca haga el intento de buscarla, que ella se va a ir del pueblo dispuesta a instalarse en otro lado y a echarle paladas de olvido al día que estuvo a punto de casarse. ¿Por qué me hace esto después de diez años?, yo que la amo tanto, que no es para mí otra cosa que mi adoración, mi vida, mi Lola… ¿Y por qué con Basilio? Lucio, conforme hablaba, se alejaba de la yegua y volvía a su posición junto al árbol. Asté disculpe, pero yo creo que la señorita Lola y su compadre ya se traían sus quereres a escondidas suyas desde hace rato. Joaquín encogió los hombros e hizo un rictus de dolor. Lucio se mesó los cabellos. Su compadre Basilio al darse cuenta que iba a venir de regreso me encargó que le trajera, al menos, su yegua de vuelta. Sé que hoy duele la traición, patrón, pero con los años la herida se va a cerrar. Nadie se muere de amor, créame.

Lucio se sentó en una piedra, a un lado de una choya. Prendió un cigarro. Ojalá que la tierra se los trague algún día. Hundió el rostro en sus manos y dejó que una parte de tristeza saliera por sus ojos. Patrón, cuidado con lo que pide porque aquí la tierra parece que sí escucha. Joaquín se quedó de pie a su lado dando pequeños sorbos a la botella. Inmóvil como un árbol que quisiera darle cobijo pero ya no tuviera hojas para cubrirlo.

Después de diez minutos, cuando vio que la respiración de Lucio se tranquilizó un poco, Joaquín le colocó apenas una mano sobre el hombro. Patrón, perdone que le pregunte, pero ¿Qué va hacer con toda la gente, con los invitados a la boda? Lucio se limpió la cara. Jaló aire hasta llenar sus pulmones. Exhaló despacio. En silencio. Tragó saliva. Intentó prender un cigarro. El destello iluminó sus ojos cristalizados con líneas rojas, mezcla de llanto y borrachera. Tres veces seguidas se le apagó la llama. Joaquín estuvo tentado a ayudarlo, pero sabía que era mejor no entrometerse.

Al fin, la punta del cigarro, prendió. Toma, para que le paguen a quien se le deba, le tendió un fajo de billetes. Diles que bajen todo aquí, pongan a calentar la comida en la lumbre, ya vi que los plebes juntaron suficiente leña para toda la noche, que los músicos se pongan a tocar, repartan la cerveza y el bacanora, toda esta gente no tiene la culpa de lo que me hicieron la Lola y el Basilio. ¿Está seguro, patrón? Todos van a comprender si… Sí, estoy seguro, Joaquín. Lucio se puso de pie. Quiero que hagan de cuenta como si fuera una boda de a de veras, nomás que sin la novia. Joaquín asintió apesadumbrado en señal de apoyo. Dio la vuelta y fue a dar aviso a los invitados de las instrucciones que acababa de darle el novio.

Los músicos comenzaron a entonar “Carta jugada”. Varios hombres fueron por más troncos para mantener encendidas las fogatas donde colocarían las ollas de barbacoa. Las mujeres bajaron los enseres que había en la carreta para calentar las tortillas de harina y hacer la salsa de chiltepín. A los más pequeños los mandaron a buscar un lugar adecuado donde poner los tendidos para dormir más tarde. Después de cenar, algunas parejas se atrevieron a bailar alrededor de los músicos cuando empezó la tanda de los corridos. Así transcurrió la noche. Ni los animales del monte -que decidieron no acercarse al lugar ni los invitados a la boda, supieron el momento exacto en que Lucio tomó su yegua y se alejó despacio de la fiesta que duró los dos días programados.

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