Tratado parcial del alma (su crimen y su castigo)

domingo, 31 de enero de 2021 · 12:19

El presente ensayo –fórmula introductoria a la que he tenido un cuidadoso repudio hasta ahora– trataría sobre las razones por las cuales Crimen y castigo es la novela que inaugura y representa la humanidad en su periodo de posmodernidad.

La misión de definir el concepto de la época que repudia las conceptualizaciones y vive afrontando las consecuencias del drama de su libertad abarcaría la mitad de las páginas; me basaría en Vattimo y en Baudrillard (si acaso, en Nietzsche como antecedente).

El otro hemisferio del papel tendría citas de la obra de Dostoievski que ilustraran mi punto. Esto sería así de no ser por Vladimir Nabokov y su espantoso ingenio de crítico literario. Pasa que Nabokov, en su Curso de literatura rusa, arremete contra Crimen y castigo con el objetivo de ‘desmitificar’, dice, a Dostoievski como gran novelista.

Empieza diciendo sobre Raskólnikov: “Vemos a un hombre que va desde el asesinato premeditado hasta la promesa de una cierta armonía con el mundo exterior, pero todo esto sucede desde fuera: interiormente ni siquiera Raskólnikov experimenta un verdadero desarrollo de la personalidad, y aún menos los  restantes protagonistas de Dostoievski” (Nabokov, 2016, p. 214)

Continúa, y reconoce que el fuerte del autor es el cuidado de la trama. Eso se dice durante el breve comentario introductorio a la obra de Dostoievski. Ya en el terreno particular de Crimen y castigo, digresión que le toma apenas unas ocho páginas –3000 palabras a lo mucho–, nos topamos con el protagonismo de lo que Nabokov llama un “gran fallo” en la obra. Esta “grieta”, como él le llama, “hace que el edificio entero se desmorone ética y estéticamente”, aludiendo al libro que, detectado el error, describe como “terriblemente sentimental y mal escrito” (2016, p. 215).

Pero su pronunciado desencanto no es la noticia. Lo es que pueda resumir todo esto en una frase localizable en el capítulo IV de la cuarta parte, que cita textualmente en su comentario: “La vela se estaba consumiendo, alumbrando vagamente en aquella
mísera habitación al asesino y la prostituta que habían estado leyendo el Libro Eterno” (Nabokov, 2016, p. 218).

Le parece especialmente chocante el estilo. Le abruma también que “de un plumazo” se junten elementos tan disímiles entre sí, o sea, un asesino, una prostituta, y el libro eterno, que no es otro sino la Biblia. La escena es el primer encuentro en privado entre Raskólnikov y Sonia. A Nabokov le parece poco “desarrollada” la manera en que la redención del asesino se construye a la par del relato bíblico de Lázaro. Por demás, dice él, “la situación es un cliché engrandecido”, refiriéndose, creo yo, a la reunión de personajes tipifi cados como figuras abyectas en la tradición literaria hasta la Modernidad en torno a un objeto contrastante
en valor, como un sepulcro, la naturaleza o, en este caso, las sagradas escrituras.

Todo esto apunta a una denuncia de cierto romanticismo en la novela: “El asesino y la prostituta leyendo el libro eterno; ¡qué majadería! No puede haber ningún vínculo retórico entre un asqueroso asesino y esa mujer desgraciada. No hay sino el vínculo convencional de la novela gótica y la novela sentimental” (Ibíd.).

El presente ensayo –presentísimo, diría yo– trata ahora de responder a un Nabokov que quisiera yo estuviera vivo y hablara
español. Para empezar, me limitaré a subrayar dos cosas: 1) Nabokov está juzgando la obra entera a partir de una frase que
ni siquiera es conclusiva ni para el relato ni para los personajes. Es un momento importante, sí, pero tampoco se trata de la última visita que Raskólnikov hace a Sonia; ni siquiera creo que sea la indicada por Nabokov la más relevante de todas. 2) El comentador rabioso ha dicho que el vínculo que tanto le molesta obedece a una cuestión de retórica cliché, vinculada con la tradición de la novela gótica y sentimental. Me parece triste y desatinada la lectura de Nabokov porque hace parecer que la retórica de Dostoievski es, en efecto, superficial, descuidada y melosa hasta cierto punto. Es molesto que resuma de manera tan grosera la trama y que pase por alto incluso el posible sentido del título de la obra, un caso parecido al de El Proceso de Kafka, donde no importa la condena fi niquitada, sino el doloroso trayecto hasta él.

En Crimen y castigo la tensión es omnipresente en múltiples niveles, no sólo en el transcurrir de los hechos, sino también entre
los personajes y en la mente del propio protagonista. El crimen es uno. El castigo está en todas partes, y no es precisamente una
condena intercedida por las leyes.

Mucho menos es una demostración de autocompasión por parte de Dostoievski. Nabokov peca de un reduccionismo atroz que mira de soslayo un rasgo tan valioso y tan profundo en la poética de Dostoievski, cuestión epónima del libro bajtiniano donde se
apunta, al respecto de todo esto: “En oposición a tantos investigadores que ven en todas las obras de Dostoievski una sola alma,
la del autor mismo, Kirpotin subraya la capacidad especial de Dostoievski para ver precisamente las almas ajenas” (Bajtín, 2003, p. 61) “Almas”, apunta Bajtín mentando a Kirpotin.

Esta palabra es también parte de la tradición retórica que Nabokov acusa. El alma es donde reside el sufrimiento, es donde se ama, donde se sufre el terror. En suma, el alma (como palabra, como concepto) para la narrativa gótica/ sentimental/romántica es algo así como la rosa en la tradición poética occidental a partir del siglo XIX. El alma es también un cliché. ¿A qué se refi ere entonces Bajtín cuando habla de Dostoievski y esa habilidad de ver las almas ajenas? Eso es, me parece, lo que Nabokov prefiere ignorar para acotar su comentario de una obra tan compleja.

Crimen y castigo, adelanto el punto que he de desarrollar, se construye a partir de constantes situaciones límite que dialogan con escenarios comunes en la literatura moderna occidental. Nabokov reconoce la tensión en la trama, pero nubla la posibilidad por la que esos escenarios vertiginosos abruman a los personajes que, en todo caso, lidian con lo hostil, con el caldo de cultivo de múltiples y continuas diatribas. Raskólnikov tiene la tentación de revelar su crimen en repetidas ocasiones, un delito del cual desconoce las verdaderas causas. Petróvich intenta acceder a esto mediante la psicología, esa arma de doble fi lo que es, fi nalmente, inefectiva para develar una cuestión tan profunda como el pensamiento conflictuado de Raskólnikov.

Apunta Bajtín: “Dostoievski tenía una actitud negativa frente a la psicología que le era contemporánea, tanto en los libros científi cos y en las obras literarias como en la práctica judicial. Veía en aquella psicología una humillante codifi cación del alma humana que no tomaba en cuenta su libertad, su carácter inconcluso y su especial indefi nición (su falta de solución) que llega a ser el principal objeto de representación en la obra del propio Dostoievski: él siempre muestra al hombre sobre el umbral de una última decisión, en su momento de crisis y de un cambio inconcluso (y no predeterminado) en su alma” (2003, p. 94).

No creo que a Dostoievski le haya interesado plantear una línea del punto A al punto B, iniciando por el crimen y terminando con el castigo. Eso es lo que creo que esperaba Nabokov en una quinta lectura de la obra, pero que no encontraría leyéndola otras cien veces más. Pienso, por mi parte, que lo que se desea resaltar es la turbulenta existencia que indescriptible en términos psicológicos o por medio de cualquier tipo de disciplina cientificista, lo que hace la novela incompatible también con el naturalismo. Raskólnikov no mata porque sí, porque así lo  determina “el medio ambiente”, como dice Porfiri (Dostoievski, 2011, p. 361).

Esa trabazón de la conciencia fundamenta el infortunio de la moral que para nada es gratuito, sino que dialoga incluso con un nihilismo que adviene para todo Occidente, de la mano del ateísmo. Un guiño discreto a esta situación es el fi nal de la carta que Puljeria Raskólnikova escribe a su hijo: “Sentiría en el alma que te hubieras contaminado de esa enfermedad de moda que se llama ateísmo. Si es así, piensa que ruego por ti. Acuérdate, querido, de cuando eras niño; entonces, en presencia de tu padre, que aún vivía, tú balbuceabas tus oraciones sentado en mis rodillas. Y todos éramos felices” (2006, p. 24).

Dostoievski es consciente del contexto que empieza a desvelarse, pero creo que lo es más en el uso de sus palabras. Sea alma o corazón (variaciones presentes dependiendo de la traducción), un cierto componente de irracionalidad parece fundamental para la construcción de una subjetividad que no posee pleno control de sus circunstancias, pero que, a la vez, reconoce esta situación y continúa su camino, incluso cuando otro tipo de pensamiento recomendaría la rendición.

La tensión se encuentra en que nos topamos con representaciones de vidas trágicas que no están encausadas a un fi nal inminente. ¿Qué pasa, por ejemplo, cuando Raskólnikov contempla el suicidio de Afrosinia? Veamos: “Bien, es una salida –pensaba mientras caminaba lenta y desmadejadamente por el malecón del canal–. Al fi n y al cabo, le pongo término a todo porque quiero. Pero ¿de verdad es una salida?” (2011, p. 261). No faltan las desgracias en el mundo de Crimen y castigo. El suicidio aparece como un tópico que para nada deja de ser complejo y que, como hemos visto, tiene aparición explícita en la novela.

La retórica sentimental que Nabokov acusa en el pasaje de la vela y la Biblia no aparece aquí por ningún lado. Por el contrario,
la consciencia de Raskólnikov se detiene y cuestiona sin asumir tampoco un trágico sentimiento de temor a la muerte. Otra situación similar por desesperanzadora es la vida misma de Marmeládov, que se nos presenta en una taberna. Lo conocemos desgraciado y lo despedimos en un accidente. Raskólnikov, el asesino que Nabokov tan erróneamente tipifi ca, acude inmediatamente al auxilio de su compañero de charla. La postal es triste. El perdón no existe en boca de Katerina, la
esposa del funcionario alcohólico.

El amigo muere. ¿Y qué? ¿Carga Raskólnikov con el pesar? No. Su reacción es distinta a lo que podría esperarse. Conoce a Pólenka, una de las hijas de Marméladov. Sostiene una corta conversación que le llena de brío. Nuestro protagonista
dice para sí: “Lo que falta es fuerza, fuerza: sin fuerza, no se va a ninguna parte. Y la fuerza hay que conseguirla también con la
fuerza. Eso es lo que ellos no saben” (2011, p. 282).

Por un lado, una incesante fuerza, un hombre hecho voluntad, muy a la Schopenhauer, que incluso escribió un artículo
mencionando al superhombre. Más tarde dirá a Sonia, en complemento de esta personalidad fortísima: “Entonces, Sonia […]
descubrí que el poder sólo cae en manos de quien tiene la osadía de agacharse para tomarlo. Con una condición, una sola: tener esa osadía” (2011, p. 547). Por otro lado, polarizando las cosas, está la congoja incesante, la duda, ese quebrantamiento que se revela previo a la voluntad irrefrenable, la otra parte de la relación dialéctica que permite la tensión perenne a lo largo de todo el relato.

Raskólnikov reprocha a Dunia, su hermana, por una actitud dadivosa de esta manera: “Llegarás hasta un límite que, si no lo traspasas, serás desgraciada; pero, si lo traspasas, quizá seas más desgraciada aún” (2011, p. 327). La frase es bastante ambigua, por lo que se presta a confi gurarse como un cintillo que puede cuadrar varias cinturas.

¿Qué limite ha traspasado el alma de Raskólnikov? Nuestro protagonista comete su crimen muy temprano en la novela, al fi nal de la primera parte. Si no se desarrolla el personaje, como dice Nabokov, ¿qué cosa sí crece y se desenvuelve y cambia?

Yo pienso que es el alma misma, si la entendemos como ese ente abstracto que habita algún lugar en nosotros y que, como marca la romántica tradición, es el lugar donde se sufren las penas, se pagan los enamoramientos y se inunda al llegar la muerte. La cuestión con las almas que retrata Dostoievski es que están dotadas de consciencia, y no, no creo que sea contradictorio. Crimen
y castigo no es una novela del naturalismo, como tampoco lo es del romanticismo.

El héroe no es del todo trágico, pero sí que sufre. Lo hace diferente la resistencia ante ese sufrimiento, lo que anula la tragedia mecánica. Miremos el fi nal. Raskólnikov no es el tipifi cado protagonista trágico, sino que tiene la posibilidad de reformarse. La historia no culmina con la muerte, efecto último de cualquier causa humana.

Dostoievski hace que sus personajes se confronten con situaciones aparentemente predestinadas por su grado de complejidad, cuyo máximo ejemplo es el asesinato de Lizaveta, totalmente circunstancial, además de ser el único por el cual Raskólnikov siente culpa genuina.

¿Qué significa, por ejemplo, que el protagonista abandone los objetos robados? ¿Qué aportan las digresiones como esta?:
“Si, en efecto, tenía una meta firme y determinada, ¿cómo se explica que no haya abierto hasta ahora la bolsa ni sepa lo que me ha reportado algo que me ha atormentado tanto y me ha llevado a cometer deliberadamente una acción tan vil, odiosa y miserable?” (2011, p. 191).

Eso por un lado. Por otro, cuestión que no podemos pasar por alto, es el cuestionamiento por el valor del asesinato justo, lo que implica una refl exión en torno a los juicios morales y en qué circunstancias quedan ellos inhabilitados o justifi cados. Raskólnikov
escucha que dos ofi ciales charlan al respecto mientras comparten una partida de juego.

Se desprende lo siguiente: A la naturaleza se la corrige y se la orienta. De lo contrario, nos ahogaríamos en un mar de prejuicios.
De lo contrario, no habría existido ningún gran hombre. Se habla del “deber” de la “conciencia” (yo no quiero decir nada en contra del deber ni de la conciencia); pero ¿qué entendemos por estas palabras?

Dostoievski conforma el alma de su protagonista, siempre condenado por sí mismo, por el propio uso de su consciencia incluso antes de cometer el crimen, mediante su relación con otras voces que refl ejan a su vez un modo de pensamiento. Las historias de Marméladov y la de la propia familia Raskólnikov son complejísimas urdimbres de sucesos, pero cada una revela circunstancias y posibilidades distintas. El funcionario muere mientras el estudiante se hace  asesino. Tampoco existe una retórica que marque su método y haga exquisita la relación entre los sucesos. No hay un método de conformación de tipos, pero sí de identidades. Que se desarrollen después es otra historia.

Marméladov sí tiene una muerte trágica, pero las consecuencias de ella no son cliché. El alma de Raskólnikov, esa partícula que se debate entre la voluntad y la limitación, adquiere volumen cada vez que interactúa con otras. Esa construcción habilidosa que suma tensión es un factor que posibilita la comunión entre un asesino y una prostituta.

Cuando él confiesa a Sonia su crimen, sucede esto, que es interesantísimo: “A Sonia le pasó por la mente la idea de si no estaría loco, pero la rechazó enseguida:no, aquello era otra cosa” (Dostoievski, 2011, p. 542). ¿Cómo pudo Sonia reconocer algo que no fuese locura, sino “otra cosa”, frase tan ambigua que nos turba y nos traslada a la posibilidad de cualquier otra cosa? Raskólnikov también tiene un momento de realización, una punzada que no sentía desde que el asesinato era todavía un plan: “Un sentimiento desconocido desde hacía ya mucho tiempo inundó el alma de Raskólnikov y la ablandó de golpe con su oleada. No le opuso resistencia: dos lágrimas brotaron de sus ojos y se quedaron prendidas en las pestañas” (2011, p. 541).

Finalicemos contestando directamente a Nabokov: ¿por qué aparecen juntos un asesino y una prostituta reunidos en la lectura
de la Biblia? Responderé con una cita más que es, también, una pregunta: “¿Y si no hay a quién acudir, ni adónde acudir? Porque
es preciso que toda persona tenga algún sitio dónde acudir. Hay ocasiones en que es imprescindible acudir a alguna parte” (2011,
p. 80). Las palabras del borracho funcionario Marméladov no deben tomarse a la ligera, porque parece que es la cuestión que se asoma ante la humanidad que está próxima a ver el funeral de Dios. ¿Qué trae consigo el nihilismo ateísta que Dostoievski observa tan cercano?

La necesidad de aferrarse, de encontrar dónde encallar la voluntad que nos ha traído hasta aquí. La Biblia es el símbolo del
asidero del alma desgraciada de Sonia; ella, el de Raskólnikov. ¿Por qué, en otras palabras, Raskólnikov acude a Sonia? Que lo
diga él mismo: “Pues bien, con un solo propósito vine y con un  único propósito te pedí que me acompañaras: para que no me
dejaras solo. No me abandonarás, ¿verdad, Sonia?” (2011, p. 543). Al parecer, he terminado hablando del alma posmoderna
encarnada en Raskólnikov. Ojalá lo nuestro, nuestra contemporaneidad, fuera sólo cosa de una retórica repetida hasta el hartazgo
sentimental (¿o será que, en efecto, lo es?). Acordémonos de esas memorias ajenas, donde éramos felices yendo por ahí con la consciencia deshojada.

 

Por: David S. Mayoral Bonilla