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Entre los purgatorios de la tierra están las salas de urgencia de los hospitales públicos, narró Ricardo Méndez, el sobreviviente a la picadura del pez más venenoso del mundo

Quienes hayan experimentado la atención médica en un hospital público, en Cancún, saben que es un calvario. Hay indolencia, maltrato, burocracia y envidias. Es una auténtica cueva de lobos. 

Enfermeras vs. enfermeras, pacientes, doctores, el mundo... Las enfermeras son personajes especiales. Quizás las horas, o vivir bajo estrés, tal vez sólo porque pueden, pero se enojan por todo.

Ese día, los malos humores afloraron porque alguien osó preguntar por la hora de la comida, porque alguien necesitaba una respuesta, o porque a otra la llamaron “hermosa”, cualquier cosa era suficiente para hacerlas estallar. Una de ellas incluso dijo en voz alta, “parezco grosera, pero así hablo”, sí, y aguántense los enfermos.

Como en la botica, hay de todo: agradables, amables, groseras e indolentes. ¡Ah!, y los aprendices. Nosotros somos los conejillos de indias.

Las cosas como son: mientras mi mano seguía remojada en las escotillas de la recuperación, jóvenes pasantes eran instruidos para practicar cateterismos en tiempo real con gente real.

El paciente llevaba las de perder: un piquete, dos piquetes, tres… los que sean necesarios para que el estudiante aprenda. Aunque eso se entiende, no hay de otra, ¿o sí?

Pero no todo es malo, al final saben lo que hacen y eso es lo que importa: que resuelvan, que sean efectivas y profesionales, que arreglen el desperfecto con el menor dolor posible y, si lo hacen, aunque sean “caraduras” se agradece.

La sala

Los minutos se hacían largos. Permanecer en la sala de urgencias es como entrar a otra dimensión.

Esta vez la prevalencia no eran los accidentes, los politraumatismos o heridas de armas; lo que amenazaba la vida de las casi 30 personas que estábamos hacinadas en la habitación era el dengue.

La mujer sentada a mi lado izquierdo tenía dengue clásico, y la persona de mi derecha, dengue hemorrágico.

Otros tres sentados detrás de nosotros también tenían esta enfermedad, así como los de adelante; y ellos, los moscos, sobrevolaban a nuestro alrededor.

Era un corredero de atenciones, un sinnúmero de rostros de dolor, sueros por todos lados y las caraduras de las enfermeras.

Noté que el agua hirviendo ya se había helado. Pedí ayuda, pero la respuesta fue “no tenemos”. “¿Entonces que me lleve el carajo?, pregunté. “Pues no hay, déjenos ver qué podemos hacer”, me dijeron.

Estamos rodeadas de dengue y hay muchísimos moscos, nos vamos a terminar enfermando”, expresó una de ellas. “Diablos, si no me mata el pez, me mata el dengue”, pensé; pero aunque intenté cuidarme de los moscos, la realidad es que el sueño me venció.

Me despertó el “¿cómo se encuentra?” del médico en turno. Sin esperar respuesta, tocó mi agua y la retiró. Pidió más agua caliente, pero recibió un no rotundo.

Mi esperanza desapareció, porque si al mismo doctor encargado del piso se la negaban, ¿qué podía esperar yo?.

“Ya me tienen harto”, dijo y salió apresurado de la sala. Cinco minutos más tarde volvió con una jarra de 4 litros llena a medias con agua hirviendo.

Ningún superhéroe resultó ser el único con la sensibilidad de un ser humano en todo el hospital. Además, se encargó personalmente de revisar la temperatura del agua y la cambió continuamente. Un profesional.

Luego caí noqueado completamente. “Hijo”, dijo mi mujer, al despertarme. Eran las 11 de la mañana, hora de la visita. Abrí los ojos, pero seguía inconsciente. El peligro había pasado, pero me sentía como debió sentirse Manny Pacquiao cuando se topó con Márquez, en diciembre del 2016. Quizás peor.

Cuando los seres humanos nos topamos con situaciones extremas que nos ponen en riesgo, tenemos poco tiempo para reaccionar. De esa respuesta depende la posibilidad de seguir vivo y con una nueva experiencia. Esas pocas horas son suficientes para recapitular la vida y —al menos eso sentí— percibir lo que amamos de estar vivos: familia, pareja, hijos, nietos, sobrinos y la pesca.

En la vorágine de emociones no dejas a nadie fuera y te repites “no voy a morir de esta manera”, y te aferras a la idea y luchas por conseguir este objetivo. Pero lo cierto es que no todos sobrevivirán para contarlo.

La experiencia relatada es totalmente verídica, sin matices de cuento o relatos fantasiosos. Ojalá les sirva a quienes tengan la mala suerte de toparse de frente con este gran pez, que por cierto fue liberado con vida.

Ahora, a pesar de todo, tengo otra cita con el Mar Caribe: la pesca me llama. 

Inexorable

No hay vida sin muerte. Es así. No hay manera de evitarla. Llegará en algún momento y no hay fecha ni tiempo adecuado para recibirla. Es inexorable. Todos la viviremos y sufriremos. Veremos —inevitablemente— partir a quienes amamos y también moriremos. Los vacíos llegarán.

¿Es ahora?

El silencio era estridente. Se había adueñado de todo el espacio. Cuando un ser querido se encuentra en peligro de muerte se toma con seriedad. Son momentos en que la frontera entre pensamientos y sentimientos se desdibuja. Ese instante de tiempo que no queremos, para el cual nunca estamos lo suficientemente preparados, había llegado para mi familia.

Todos, mi hija Chris, mi hijo Gabriel y mi esposa Blanca, sentían un nudo en el estómago. Una especie de aire que les oprimía el pecho: dolor, angustia y preocupación entremezclados.

Y es que la muerte y mi nombre se habían echado un guiño. Esto hacía que mi esposa sintiera un escalofrío que le recorría el cuerpo.

Luego de mi llamada y que confirmara que yo podría morir por la picadura del pez más letal del mundo, tuvo una sensación extraña.

¿Es el momento? ¿Así van a ser las cosas?

Mientras marcaba el número de mi hija pensaba en mil situaciones: la irresponsabilidad de arriesgarme siempre, esa “necedad” de ir a pescar, en que debí quedarme con ella.

“Papá sufrió una picadura, tienes dos horas para llegar, pasa por mí”, le dijo mi esposa a Gabriel. La frase se replicó en una segunda llamada, pero con mi pequeña.

Mis “pequeños” —que ya hicieron su vida— sintieron un vuelco en el pecho. Mamá había sido bien directa. La dureza y brevedad de la llamada les hizo saber que papá se estaba peleando en ese momento con la muerte.

¿Qué se hace, cómo se actúa? No hay dudas, tengo que ir. Alcanzarlo con vida.

Mientras se vestían con lo primero que encontraron, mis hijos no pudieron evitar pensar en mi deceso. Ambos —como yo espero que ocurra en el momento definitivo— dirigieron sus pensamientos hacia su madre.

“El golpe será devastador. Ellos están demasiado unidos”, pensaron casi simultáneamente.

“Me la voy a llevar a vivir conmigo”, pensó mi hija. “Mamá no puede quedarse sola, debe contar con sus nietos, los va a necesitar”, dijo mi hijo.

Chris tomó su Ford Focus del 2001— el mismo que nos llevó a recorrer Chiapas alguna vez— y se dirigió a casa de su madre, en la 516, y luego fue por su hermano. Gabriel ya los esperaba en la Av. Nichupté. “Dale el volante a tu hermano”, comentó Blanca Margarita, mientras Chris literalmente saltaba del asiento. Luego condujeron en silencio.

El trayecto se sintió interminable, aunque en realidad lo hicieron en un lapso muy corto de tiempo.

La sala de espera de Urgencias —de cualquier hospital público— es deprimente. Ahí se juntan todos los sentimientos: incertidumbre, ansiedad, tristeza, alegría, desesperación, dolor. Sufres y te encabronas.

Es un golpeteo constante en el corazón, porque nadie dice nada, porque a nadie le importa calmar esa ansiedad, porque no hay nadie en el IMSS que se interese por derribar tu incertidumbre.

Decir que la atención de salud pública en México es mala, sería como redundar. Eso se sabe aquí, en el extranjero, en todo el mundo y quizás en algún otro planeta.

Pero sería bueno abundar que la raíz de ello es mucha gente que ahí trabaja. Aunque no se debe generalizar, es común encontrar a personas que fueron perdiendo su humanidad, que son indolentes, insensibles e incluso crueles. Quizás presenciar tantas tragedias, muerte y dolor.

No es posible imaginar siquiera cómo es esto, pasar una sola noche en este lugar es difícil, pasar la vida entera ahí, debe ser un infierno.

Mi familia lo estaba viviendo. La única que tuvo acceso fue mi mujer. Mis hijos y amigos sólo esperaron. Los segundos se volvieron minutos y luego horas. La madre de mis hijos finalmente volvió con las noticias. Y como siempre fue directa: “Está mal, hay que esperar, ya está en tratamiento, hay que esperar”.

La rápida intervención provocó una avalancha de cuestionamientos: “¿Cómo se siente?, ¿qué te dijo?, ¿cómo lo ves?, ¿le duele mucho?, ¿está consiente?”.

Luego la espera: estar pendiente de la ventanita de información y de la pantalla, donde colocan la lista de quienes entran en shock. Las noticias llegaron a las 11 de la mañana, a la hora de visita, en la que se confirmó que el peligro de muerte ya había pasado.,

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JG