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Opinión

Jorge Gómez Barata hace una comparación de las repercusiones que, en su momento, tuvo el colapso de la Unión Soviética con lo que hoy representa la guerra en Ucrania

El principal evento geopolítico de la contemporaneidad fue el colapso de la Unión Soviética y el cambio de régimen que afectó a países de Europa Oriental, los Balcanes, Asia Central, a Mongolia, condujo a la restauración del capitalismo y la democracia liberal. La guerra en Ucrania es una réplica de aquel terremoto cuyas implicaciones planetarias se revelan en eventos de diferente naturaleza y alcance.

En el 1989, quince países contaban con sistemas socialistas y dos años después se habían reducido a cuatro (China, Vietnam, Corea del Norte y Cuba). De la disolución de la Unión Soviética surgieron 16 nuevos Estados, seis de la fractura de Yugoslavia y dos de la liquidación de Checoslovaquia, mientras la reunificación hizo desaparecer a Alemania Oriental.

En total, el proceso involucró a unos 40 países y a estructuras supranacionales como el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) y el Tratado de Varsovia. Igualmente, desaparecieron o se ningunearon alrededor de 100 partidos comunistas de todo el mundo, algunos de ellos como el de la Unión Soviética, con 20 millones de militantes. También cesaron decenas de grandes organizaciones, algunas como los sindicatos soviéticos con 100 millones de afiliados. También salieron de circulación decenas de periódicos y revistas con tiradas millonarias y cerraron academias y centros de investigaciones sociales.

En aspectos que pudieran llamarse cualitativos aparecieron países afectados por profundas heridas nacionales infligidas por el Imperio Ruso del cual formaron parte y que los oprimió y discriminó al límite durante siglos como fueron los casos de Polonia, Ucrania, Estonia, Lituania y Letonia, y otros que incubaron sentimientos profundamente antirrusos y luego antisoviéticos, asumiendo la desaparición de la URSS como una especie de liberación, y a los cuales, con diferentes grados de reserva, se sumaron naciones exsocialistas de Europa Oriental.

Jamás la humanidad, especialmente Europa había experimentado un ajuste político, económico ideológico y cultural de tal naturaleza y en semejante escala y que explica algunos alineamientos. Los países exsocialistas de Europa Oriental y los surgidos en territorios exsoviéticos que se apresuraron a aliarse con Occidente que asumió la rivalidad con Rusia como un legado de la Guerra Fría, todavía suplican a la OTAN y la Unión Europea para que les permita ingresar en sus filas o los trate como iguales.

De aquel proceso, debilitada por la pérdida de territorios y de unos 25 millones de habitantes que, de la noche a la mañana, pasaron a ser ciudadanos de otros países, sin aliados y con la economía profundamente afectada; surgió Rusia, a la que la desastrosa administración de Boris Yeltsin sumió en el caos aunque, al usufructuar la herencia soviética, incluida una poderosa economía productiva, capital humano, infraestructura científicas y educacionales, inmensos territorios, el arsenal nuclear y el asiento como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, contó con bases que, bajo la dirección de Vladimir Putin, logró reponerse y volver a ser un actor en la política mundial.

Al vacío político creado por la repentina ausencia de la Unión Soviética, el cambio de régimen en los países exsocialistas y en Estados recién surgidos, que para las poblaciones y las élites nacionales fueron fuente de incertidumbre e inseguridad, obligaron a reajustes en los proyectos y los estilos de vida, implicó adaptarse a nuevas políticas y discursos diferentes y para los Gobiernos al establecimiento de nuevas alianzas se sumó la reaparición de Rusia.

La Rusia renacida tras 70 años siendo el núcleo de la URSS y en considerable medida su sostén, cargó con la herencia nefasta que, para varios países antiguamente oprimidos, significó el Imperio Ruso y el desempeño de la Unión Soviética, no exento de contradicciones, a lo cual se sumaron los prejuicios anticomunistas, vigentes no sólo en Occidente.

Consta que, en la presente crisis, algunos de los países que cierran filas al lado de la OTAN, no lo hacen por simpatías con Ucrania, hacia la cual algunos tienen importantes reservas, sino como parte del ajuste de cuentas con Rusia a la cual literalmente quisieran despedazar. Tampoco algunos que se alían con Rusia lo hacen por amor a lo eslavo, sino porque la confrontación ofrece la oportunidad de contender con Occidente y confrontar a Estados Unidos, cosa que en solitario les resulta cuesta arriba.

A todo ello se suman las aspiraciones de las potencias Occidentales que estimulan a Ucrania y exacerban sus contradicciones nacionales para empujarlas contra Rusia que, por su parte, aprovecha para saldar antiguas cuentas, realizar algunas aspiraciones e incurre en inaceptables ganancias territoriales.

En conjunto se trata de elementos que contaminan la política mundial con aspiraciones ilegítimas y fermentos revanchistas que hacen difíciles las gestiones de paz realizadas de buena fe como las emprendidas por China, Brasil, México y otros países que practican una neutralidad constructiva.

En momentos de lucidez que extraño, el presidente Vladímir Putin que brilló en la recuperación de su país del desastre a que fue llevado tras el colapso soviético, sentenció: “Quien se alegre del fin de la Unión Soviética no tiene corazón y quien pretenda su regreso no tiene cerebro”.

De eso se trata ahora, de un sacudón del cual la humanidad aún no se ha recuperado y de enormes fuerzas políticas que, tal como ocurre con las placas tectónicas, al acomodarse rediseñan la geografía a costa de enormes sufrimientos. Lo que se necesita ahora son estadistas con altura suficiente para atalayar más allá de los estrechos horizontes condicionados por aspiraciones políticas mezquinas y absurdas pretensiones de gobernar allende sus fronteras, lo cual es una pretensión obviamente imperial.

Lo primero, como proponen China, Brasil y México, países ajenos al conflicto, es lograr un alto al fuego y luego negociar la paz. “La paz -sentenció Nelson Mandela- no es un camino, es el único camino.