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Aproximadamente 84 millones de mexicanas y mexicanos son usuarios de alguna o varias redes sociales, RRSS, (Statista). De hecho, los análisis revelan que 9 de cada 10 personas con acceso a internet en México ocupan alguno de estos espacios digitales (Comscore). Una alta proporción de los internautas consume noticias vía RRSS (70%), un porcentaje mucho mayor que mediante la televisión (48%) o los medios impresos (26%) (Digital News Report 2020).

Estas cifras cobran enorme relevancia en medio del debate que se ha generado, a nivel mundial, sobre la tensión que existe entre la libertad de expresión y la necesidad de tener mecanismos para enfrentar problemas como la desinformación, el acoso selectivo o la promoción de discursos de odio, que en última instancia pueden tener consecuencias violentas tanto online como offline.

En este debate hay dos posiciones extremas. Por un lado, hay quienes señalan que las RRSS son compañías privadas, cuyos servicios son aceptados voluntariamente por los usuarios; por lo cual, tienen el derecho de autorregularse de acuerdo con sus propios criterios, sin ningún tipo de intromisión externa. Por el otro lado, hay quienes argumentan que las RRSS son parte del espacio público, pues a través de ellas se incide en la creación de opinión; por lo cual, piden una intervención estatal agresiva para normarlas. En México, ya hemos visto cómo desde el Ejecutivo se ha atacado a estas empresas, argumentando supuestos sesgos, con el fin de intentar someterlas.

Las alternativas apuntan a los mismos problemas: la posibilidad de la censura discrecional; y, sobre todo, la acumulación excesiva del poder en pocas manos, desde donde es posible vetar o tolerar diversas voces con base en interpretaciones poco claras, o basadas en animadversiones y favoritismos particulares.

El primer paso para escapar de ambos extremos es celebrar un amplio debate al respecto, en el que participen representantes de las empresas; legisladores; gobiernos; expertos y organizaciones de la sociedad civil especializadas en derechos digitales.

Un primer resultado de este diálogo podría ser que las compañías transparenten los procesos de toma de decisión y clarifiquen con mayor detalle en sus contratos de servicio —necesariamente de adhesión— los criterios que las llevan a eliminar contenidos o suspender cuentas. Hacia adelante podemos pensar en un marco regulatorio eficaz, pero poco intrusivo, que por ejemplo especifique en la ley, como sucede en diversos países de Europa, lo que constituye un discurso de odio.

En Brasil, pionero en legislación sobre derechos digitales, la participación de la sociedad civil organizada en la creación del Marco Civil permitió eliminar las disposiciones que hubieran restringido las libertades o afectado la privacidad personal. Habría que estudiar este caso y hacer a nuestra sociedad civil parte de este debate, tendiente a una propuesta que tenga en el centro los derechos de los usuarios.

Al final, la regulación no implica necesariamente censura ni la desregulación garantiza la libertad de expresión. Lejos de los extremos, debemos apostar por un punto de equilibrio que, anteponiendo los derechos de las personas y su valoración integral, permita establecer reglas claras para la conversación pública en las RRSS, una realidad que únicamente irá en crecimiento durante los próximos años, y que tendrá una cada vez mayor influencia en la forma como nos informamos, interactuamos como comunidad o hacemos política.

Estamos frente a un tema que no admite fórmulas generales ni respuestas únicas. El primer paso para una discusión seria es abandonar los falsos dilemas.

Por: Claudia Ruiz Massieu

SY