Unicornio Por Esto!: El centauro de los géneros

La escritora Pamela Castro Amaya presenta dos breves ensayos en los que explora un mundo desconocido de reflexión y percepción de lo que ocurre en su cotidianidad
domingo, 18 de febrero de 2024 · 17:43

Soy nueva en este mundo del ensayo literario. Hace un par de años tuve que escribir uno por primera vez; no tenía ni idea por dónde empezar. Al preguntarle a una compañera de clase cómo hacerlo, me contestó: elige una postura y redacta algo defendiéndola. La respuesta fue más confusa que resolutiva. Bueno, me dije, haré eso y veré cómo queda. Fue complicado, las palabras no me venían a la mente. Tardé varios días para hacer ese enclenque ensayo de dos cuartillas el cual, estoy casi segura, no quedó bien.

Un año después tuve que escribir otro, pero ahora reflexionando sobre un hecho de mi infancia que me haya marcado. Tan difícil que me resultaba defender por escrito mi postura para que además tuviera que combinarla con mi infancia. Hice lo que pude con el nulo conocimiento que tenía acerca de este género. No tiene reflexiones, me comentaron cuando lo expuse en clase. Y sí, era una simple narración. Llevaba dos intentos fallidos y, en este caso, no aplicaba el famoso dicho de los errores se aprende, porque que seguía sin entender cómo escribirlo.

Unicornio Por Esto!

Empecé a leer ensayos para ver si así aprendía algo. Durante las lecturas sentía que los autores me hablaban directamente, como si estuviera sosteniendo una conversación con ellos; incluso podía percibir su voz. Tenían un carácter íntimo y personal. Partían de experiencias vividas en carne propia y de un contexto social e histórico. Además, la elección de palabras, el humor y la nostalgia denotaron la personalidad de los autores. Esta intimidad me pareció maravillosa e hizo que el ensayo sea de mi agrado.

Con estas lecturas descifré el tipo de contenido que debe tener un ensayo, pero me faltaba aprender a construirlo. Porque, no es únicamente narrar acontecimientos o experiencias, sino que en el trasfondo debe de dar a conocer un punto de vista de manera clara y puntual, y defenderlo. Al menos, ya había avanzado en mi descubrimiento y me sentía más próxima a poder escribir algo que, por lo menos, podría llamarse ensayo.

A manera de práctica decidí escribir ensayos sobre experiencias personales. No fue fácil; los primeros intentos parecían crónicas porque carecían de ese aspecto reflexivo. El problema era mío: me costaba dejar que mis opiniones se materializaron en palabras; tenía miedo de que mi voz saliera de su zona de confort. Tuve que enseñarle poco a poco que vivir en el papel no es riesgoso, y que ahí también tiene un lugar donde puede ser apreciada. Con la práctica pasó de ser sutil, guardada en la narración, a estar firme en mis oraciones. Nada más me quedaba darle forma y que tuviera coherencia; afortunadamente, en mi caso, eso no resultó un problema.

Me valí de mis años de práctica como abogada y utilicé la fórmula para construir silogismos jurídicos: premisa mayor, premisa menor y conclusión; la idea a desarrollar, los argumentos en los que se expone y la conclusión de por qué es lógica. Había pasado tantos años argumentando para defender los intereses de otros y nunca me había tomado la molestia de defender los míos.

Los ensayos empezaron a fluir, ahora ya no quería quedarme callada. Encontré algo terapéutico en ellos. Me permiten realizar un ejercicio de introspección y desahogo a través de las palabras; esto, por ser una narración directa y cruda. Algunas veces me doy mis tintes literarios e incluyo una que otra figura retórica en ellos. No soy buena para escribir poemas, cuentos o novelas, pero de vez en cuando redacto uno que otro ensayo decente.

Escribir un ensayo literario es permitirme ser vulnerable; es hablar de aquel suceso que me ha marcado, reflexionar en torno a él y exponerlo de la manera en la que lo percibo. Es hablar de lo que me pesa o me satisface. Descubrí que aquí únicamente puedo hablar desde lo más profundo de mi ser para que funcione; de otra forma no podría llamarlo ensayo.

Buena mano

Unicornio Por Esto!

El día que me independicé, de camino a mi nueva casa, paré en el vivero. Allá, compré una ipomea de hojas color morado, mi color favorito, para celebrar mi autonomía. Hasta ese momento, no había desarrollado ningún interés por las plantas; a duras penas sabía sus nombres, si son de sol o de sombra, o si son de riego constante. Fue instintivo el deseo de incorporarlas a mi vida como símbolo de que, a partir de ese momento, me valdría por mí misma. Representan mi poder de cuidado y mi capacidad para resolver problemas.

A la semana siguiente fui de visita a casa de mis padres y, aprovechando que ellos tienen un jardín grande, les pedí algunas plantas. Mi madre me dio unos tallos de chaya y albahaca, y me explicó que pegarían con sólo sembrarlos. Resultó fácil reproducirlas, en un par de días echaron raíz y así, sin más, se establecieron en el patio. No sé si fue gracias a mí o todo el crédito corre por su cuenta.

Mi abuela decía que, para que las plantas no se te mueran, debes tener buena mano. También lo he escuchado de mis padres cuando trabajan en su jardín. Es confuso saber qué mano tienen ellos. Mi padre es quien cuida el pasto, que está verde y tupido, y de la mata de grosella que nunca da fruto; y a mamá siempre se le mueren la ruda y la lavanda, pero tiene un anturio abarrotado de flores blancas.  

Una semana después, a todas las plantas que había sembrado les brotaron hojas nuevas. Interpreté que se sentían a gusto conmigo y que estaba lista para tener más. Compré menta, hierbabuena, lavanda y un chile habanero; las sembré junto la chaya y la albahaca para que se hicieran amigas.

Luego, insatisfecha, me atiborré de plantas de interior. Decoré la sala con varias especies de calatea, teléfono y una oreja de elefante de un metro de altura. En ese entonces, vivía en una casa rentada a la que no podía hacerle muchas modificaciones para dejarla a mi gusto, pero la decoré con plantas con hojas de diferentes formas y colores, depositadas en macetas que pinté con patrones festivos. Mi personalidad estaba distribuida desde el garaje hasta el patio. Sentí que pertenecía a un espacio que no era mío.

Empecé a dedicar parte de mi quincena para comprar plantas, a pesar de que ya no tenía dónde ponerlas, y además no me alcanzaba el tiempo para regarlas constantemente, lo que se reflejaba en sus hojas decaídas o secas. Una tarde me percaté de que algunos crotos tenían las hojas tristes; estaban chorreadas hacia abajo y lo atribuí a la falta de agua. Los empapé pensando que esa sería la solución, pero al día siguiente estaban igual. Observé sus hojas y me percaté de que por debajo tenían una pelusa blanca que, al quitarla con mis dedos, dejaba unos puntitos negros. Le eché insecticida, como si fuera un químico todo poderoso que acaba con todos los males biológicos no deseados. Las hojas pasaron de tristes a deprimidas; poco a poco se cayeron hasta que el tallo quedó pelón y seco.

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El siguiente que entró en estado de melancolía fue el chile habanero. En un intento desesperado, le quité las hojas enfermas y lo rocié con insecticida y vinagre; no quería que se muriera, puesto ya había dado sus primeros frutos y me daba emoción cosecharlos. Fue inútil.

La plaga se propagó; le tomó un par de días instalarse en más de la mitad de mis plantas. Me urgía encontrar un remedio; hasta probé tallar sus hojas con jabón para platos. Mi casa se estaba convirtiendo en un cementerio con lápidas de macetas vacías. Por más que lo intentaba, mis plantas agonizaban y morían, y sólo podía ser testigo de ello.

Tras encontrarme limitada de conocimientos y opciones, recurrí a la última opción que me quedaba: el Facebook. Entré a un grupo de plantas y publiqué fotos de las enfermas; recibí varias respuestas. Algunos me sugirieron lo que ya había intentado, y otros hablaron de químicos más agresivos que, asumí, eran demasiado tóxicos porque debía aplicarlos con protección en las manos y los ojos; lo que menos quería era contaminar el suelo o quedar ciega.

Ya me estaba dando por vencida, cuando me topé con el comentario de los dueños de un vivero recomendándome el aceite de neem; también, de paso, me dijeron que lo venden por $100.00. Solo esa cantidad tenía en la cartera y faltaba más de una semana para que me pagaran de nuevo, pero por salvar mis plantas estaba dispuesta a gastar hasta mi último peso (no es como que me quedara mucho).

Ellos me explicaron que la plaga se llama cochinilla algodonosa; que se deposita debajo de las hojas e impide que la planta haga la fotosíntesis, provocando su muerte. Compartieron sus vastos conocimientos conmigo, puesto que son ingenieros agrónomos; estuvimos más de una hora platicando. También, pequé de aprovechada y les pedí que me explicaron cómo hacer composta, y ellos, con mucho gusto, me explicaron que el secreto son las capas de residuos orgánicos: una de secos y otra de húmedos. Esta combinación genera un abono con nutrientes que fertilizan el suelo y alimentan las plantas.

Diluí el aceite de neem con agua y lo rocié con un atomizador; fue una labor de más de cuarenta minutos. Lo más tedioso es que tenía que procurar que el remedio cayera debajo de las hojas, porque ahí es donde se guarda la plaga. Al terminar, me dolía la mano de tanto presionar el dosificador y tenía las yemas de los dedos entumidas por el contacto con el aceite de neem. Si bien es natural, no deja de ser venenoso, por algo aniquila las plagas. Temí caer muerta como venganza de la madre naturaleza por mi incompetencia al cuidado de sus hijas.

No tenía idea de que tener plantas era un trabajo extenuante. Pensaba que mantenerlas vivas y bonitas era tarea fácil; desde mi ignorancia, regarlas era suficiente. Mi desesperación por salvarlas, y el tiempo y el dinero que había invertido para cuidarlas, no podía significar otra cosa que no fuera afecto. 

Logré salvar a la mayoría; murieron las que ya tenían avanzada la invasión de la cochinilla algodonosa. Después del trauma que me ocasionó el miedo a perder mi jardín, decidí que lo mejor era que me quedara con las plantas que ya tenía. Ya había desarrollado conciencia sobre sus necesidades; son bonitas y me llena de alegría verlas a mi alrededor, pero sería muy egoísta de mi parte tener todas las que me gustan. Ellas, como todos los seres vivos, tienen necesidades. Requieren que les limpien las hojas muertas, que abone su tierra y, por qué no, que las trate bonito. Básicamente necesitan lo mismo que yo: skin care, comida nutritiva y apapachos. 

Después de esta experiencia, me di cuenta de que mis plantas y yo formamos una relación. No me hablan, pero están conmigo y dependen de mí. En un intento por hacer mi vida lo más orgánica posible, y poder darles el alimento que necesitan para estar sanas, hago un intento de composta. Junto las hojas secas de la chaya, café, cáscaras de huevo y verduras y cualquier otra cosa que se me ocurra, y lo echo en un rincón asignado en el patio para que se homogeneicen. Cuando toma la apariencia de tierra, lo distribuyo entre los comensales.

También he aprendido a identificar las necesidades de mis plantas. Por ejemplo, sonará a cliché, pero el rosal es especial y no le gusta estar cerca de los demás. Antes, estaba junto a una palmera con hojas alborotadas que crecían abiertamente ocupando todo el espacio que deseara; y él, ofendido, empezó a crecer hacia el lado contrario, queriendo evitar cualquier contacto. Tuve que moverlo a un lugar más solitario y podarlo para que volviera a quedar horizontal; ahora, está feliz y me regala dos o tres rosas a la semana.

Una vez le envié a mi papá por WhatsApp fotos de las rosas que acababa de podar; tenían tintes rosados y naranjas, casi fosforescentes. Estaba orgullosa y no pude evitar presumirlas. Me respondió que tenía buena mano, junto con el emoji del pulgar hacia arriba.

SEMBLANZA: Pamela Castro Amaya nació el 13 de junio de 1993 en Mérida, Yucatán. De profesión es abogada. Estudió la Licenciatura en Derecho en la Universidad Autónoma de Yucatán; egresó en julio de 2017. Durante sus estudios universitarios, participó en el intercambio académico por el periodo primavera-verano 2016 en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en Buenos Aires, Argentina.

También escribe. Estudió el Diplomado en Escritura para Jóvenes y Niños y la carrera en Técnica en Creación Literaria, ambos impartidos en el Centro Estatal de Bellas Artes del Estado de Yucatán. Los géneros literarios de su interés son ensayo literario y dramaturgia. Han publicado textos de su autoría en las revistas Enpoli y Lectámbulos.

Actualmente labora en un despacho jurídico especializado en Derecho Fiscal y Administrativo, y es profesora de la asignatura de Derecho Fiscal.