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En 1983, al reseñar la presentación de Ellis Marsalis en el Carnegie Hall, el crítico de The New York Times, Stephen Holden, escribió: “Las interpretaciones de Marsalis fueron impresionantes en su economía y estabilidad. Manteniéndose principalmente en el registro medio, el pianista ofreció arreglos armoniosamente concebidos, en los que la sofisticación fue mínima y la invención melódica estudiada, en lugar de patrones de bajos pronunciados, determinó las estructuras y el tempo”.

Cuatro años más tarde, las páginas del diario The Washington Post publicaron una crónica del novelista James McBride, inspirada tras asistir a un concierto del trompetista Wallace Roney: “Se sienta solo, silencioso y delgado con una chaqueta gris oscuro, su mano derecha en el instrumento. Su cabeza está ligeramente inclinada, dándole una mirada nerviosa, pensativa y tímida. “Sin embargo, cuando se levanta para caminar hacia el escenario, moviéndose como una sombra, los otros trompetistas y los saxofonistas alineados contra la pared esperando a que todo comience, se separan respetuosamente para dejarlo pasar. Saben quién es él. Saben lo que puede hacer”.

Apelo a estos testimonios de gente muy entendida en la materia, para dar cierta medida de la huella de Ellis Marsalis y Wallace Roney en la historia contemporánea del jazz en la cuna del género. Lo ideal, claro está, será escuchar sus grabaciones, meternos en el pozo de sus improvisaciones, dejarnos sorprender por la maestría destilada en cada interpretación. Es algo que tendremos que seguir haciendo, luego de enterarnos del fallecimiento del pianista y el trompetista, apenas unas horas antes con poco tiempo de diferencia entre ambos, víctimas de la pandemia de Covid 19. Ellis había cumplido 85 años y Wallace 59.

Comencé con una valoración del pianista, de su capacidad para ir de la corrección a la sorpresa y regresar como si todo hubiera pasado sobre las ochenta y ocho teclas, porque en verdad merece destaque. Al frente de un cuarteto grabó por primera vez en 1963 un álbum sencillamente delicioso, Monkey Puzzle, pero en solitario también legó un disco que muchos aficionados y jóvenes aspirantes a jazzistas deben escuchar, Piano reflections (1978).

Varios músicos lo solicitaron para sesiones de estudio. En primer lugar, su hijo Wynton, que pensó en él antes que en nadie a la hora de plasmar en 1990 el tercer volumen de Standard time: la resolución del romance. Obviamente su condición de patriarca de una de las familias de músicos más prominentes de Nueva Orleans, Estados Unidos y la historia del jazz siempre se puso de manifiesto en conciertos y grabaciones. Entre estas últimas guardo con celo una copia de Music redeems (2010) en el que reunió a sus hijos Wynton, al no menos célebre saxofonista Branford, al trombonista Delfeayo, al baterista Jason y, por si fuera poco, al poeta Ellis III. A Wynton, fundador del programa de jazz del Lincoln Center, le había dicho: “Si quieres ser diferente, haz algo diferente”.

En los obituarios de la hora actual, el Ellis más ponderado es el pedagogo y mentor y padrino musical de algunos de los máximos exponentes del jazz salidos de Nueva Orleans en las dos últimas décadas del pasado siglo, como Terence Blanchard, Donald Harrison, Nicholas Payton, Irvin Mayfield, Harry Connick Jr, los hermanos Marlon y Kent Jordan, Reginal Veal y Victor Goines. Más insisto, hay que prestar atención al intérprete.

En cuanto a Wallace Roney también habrá que situarlo en el pedestal que ocupa por sí mismo. Una noción acerca de su desempeño se ha convertido en un estereotipo: admirar y ser discípulo de Miles Davis, como en verdad fue, no da razones para colocarlo como una especie de epígono del excepcional compositor y trompetista.

Realmente Davis quedó impresionado por las habilidades musicales de Roney tras escucharlo en un concierto en el neoyorquino Radio City Music Hall en 1983 y se ofreció como guía. También se hizo notar su contribución al Grammy de 1994 por el álbum A tribute to Miles. Pero el más puro genio de Wallace alcanzó altura e independencia en sus registros de comienzos de siglo, No room for argument y Prototype.

Al saludar la salida de este último álbum, el crítico John Kelman apuntó: “Los enlaces de Roney con Miles Davis han sido exagerados. No hay duda de que el juego y el concepto de apertura de Roney se derivan de Miles y de una época a fines de los años 80 cuando Roney estaba con el Príncipe de las Tinieblas. Pero mientras Miles cambió de dirección innumerables veces durante su carrera, Roney eligió un punto de partida para su música, el período de transición de Miles de Nefertiti a Filles de Kilimanjaro, y desarrolló firmemente la idea, incorporando tecnologías y ritmos contemporáneos, pintando una imagen de donde Miles podría haber ido si hubiera sido más evolucionista que revolucionario”.

Antes de enfermar, Wallace se hallaba en plena ebullición haciendo planes para promover internacionalmente su más reciente disco, Blue Dawn - Blue Nights (2019), en el que fiel a su credo, aglutinó a jóvenes y talentosos músicos, sin prescindir de su amigo Lenny White, baterista de lujo. Dio entrada a Emilio Modeste (saxofón), Oscar Williams II (piano), Paul Cuffari (contrabajo) y Kojo Odu Roney (batería) y los incitó a poner temas frescos. Para él se reservó Why should there be stars, una vieja canción de Kaye Dunham y Bryce Rohde, transida de melancolía.