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El desastre natural ocurrido en el Puerto de Acapulco ha generado diversos problemas, así como reacciones por parte de las personas

Como miembro del Ejército mexicano a lo largo de 45 años de servicio, he tenido la oportunidad de atender situaciones catastróficas en diversas partes de nuestro país y en el extranjero, como Guatemala en los sismos de 1976; el huracán Mitch en 1998, en Nicaragua; lluvias torrenciales en la costa del Atlántico en Venezuela en 1999, en nuestro país como responsable del plan DN-III en 1998, lluvias torrenciales en la faja costera de Chiapas, México, del mismo año; sismos en Puerto Escondido, Oaxaca, inundaciones en el Norte del Estado de Veracruz, entre el Pánuco y Martínez de la Torre, así como el huracán Isidoro, que impactó la península de Yucatán en 2002, uno de los desastres naturales más costosos, pues los daños se estiman en unos 425 millones de dólares, donde afortunadamente no hubo víctimas mortales. He podido observar la actitud de las personas ante la tragedia, donde algunos han perdido familiares y todo su patrimonio, sus casas, sus enseres, se han quedado sin nada de nada, solo conservan el ánimo y la esperanza.

Ahora que veo lo ocurrido en el Puerto de Acapulco, donde los destrozos de la ciudad y la actitud de las personas que cínica, descarada y cobardemente se ocultan en el anonimato para robar a manos llenas todo tipo de artículos, en pleno vandalismo, me da mucha vergüenza que estas imágenes se difundan a través de los medios de comunicación masivos y las redes sociales reflejen la gran descomposición social, donde aflora el odio y el rencor alimentado diariamente desde el mismo Palacio Nacional.

Qué diferencia tan grande en valores existe en nuestro país, cuando el huracán Isidoro, en octubre del 2002, entró a la península de Yucatán, se mantuvo durante más de 24 horas en tierra, granjeros y agricultores perdieron cosechas y la producción de aves y ganado, la ciudad y la mayor parte del Estado quedaron sin energía eléctrica ni agua potable, techumbres de almacenes, puertas y ventanas volaron por las calles llenas de árboles caídos y lo más notable en medio de aquella catástrofe fue que no se registraron actos de pillaje. Desde entonces, cada día mi admiración y respeto crece por la sociedad yucateca. La honradez, su calidad moral, su alto grado de identidad regional, el orgullo de ser yucateco no solo por su música, sus poetas, su pasado histórico, su comida, su alegría los hace únicos. Mi más sincero reconocimiento a los yucatecos, que me recibieron con los brazos abiertos y a quienes pude servir durante casi cuatro años.