Guadalupe, de la fe al marxismo

La devoción de todo un pueblo va más allá de la religión o la dialéctica: es la génesis de la cultura popular de México
lunes, 13 de diciembre de 2021 · 21:33

Génesis guadalupana: de la rebelión vs. España hasta la cultura popular

En el 490 aniversario de lo que se considera “el milagro del Tepeyac”, reflexionamos sobre el papel de la Virgen de Guadalupe en la construcción de la identidad nacional. La investigadora italiana Angela Di Matteo analiza una pieza de Rodolfo Usigli, donde expone que la autonomía religiosa de la Nueva España derivó en dar al país la unidad de que carecía. Un cuento del autor Jonás Irigoyen, publicado hace 25 años en ciudad de México, y un repaso a las otras irrupciones culturales de lo guadalupano, en la música y la literatura, completan esta entrega.

La Guadalupana entre imagen e imaginario: la Virgen popular de Rodolfo Usigli

Angela Di Matteo  / Fragmento. Publicado originalmente en la revista CONFLUENZE Vol. 7, No. 1, año 2015 (pp. 137-160) de la Universidad de Boloña

La Virgen de Guadalupe no es tema de reflexión en México por cuanto es elemento de respiración. No se piensa en ella objetivamente, como no se piensa en la sangre que circula por nuestro cuerpo: sencillamente se sabe que está allí (Usigli, 1965, p. 17).

Con estas palabras contenidas en el primer prólogo de Corona de luz (1963), el dramaturgo Rodolfo Usigli (Ciudad de México, 1905 - 1979) sintetiza lo que para él representa la Virgen de Guadalupe en los mexicanos: cuna en que se funden el catolicismo y la antigua tradición indígena, la virgencita encarna el milagro más grande de la historia de México y gracias a su gran devoción se convierte en el mayor símbolo nacional.

Este trabajo pretende estudiar como en la obra de Usigli se replantea el imaginario guadalupano reescribiendo el relato del Nican Mopohua para desmitificar, a partir de un texto ambiguo y contradictorio, el emblema de la religión y, por ende, el de la identidad cultural mexicana.

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Es así que el dramaturgo traza en su comedia antihistórica –como él mismo la define– un nuevo camino crítico para acercarnos a unos de los iconos más discutidos por hombres de Iglesia y hombres de ciencia. Mezclando la tradición católica de las apariciones del Tepeyac y las teorías racionalistas de los anti-aparicionistas, Usigli arma un texto de ficción que, a pesar de sus varias imprecisiones historiográficas, no se aleja de la verdad de la identidad del pueblo mexicano.

La Virgen de Guadalupe y Corona de luz

La obra que aquí tratamos es la última de una trilogía dramática que revisa de manera crítica e innovadora tres de los mayores momentos de la historia nacional mexicana: el imperio de Maximiliano de Habsburgo en Corona de sombra (1943), la caída de Tenochtitlan en Corona de fuego (1960) y el nacimiento del culto a la Virgen de Guadalupe en Corona de Luz (1963).

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En el caso de Corona de luz el autor toma la Historia y los documentos de la tradición guadalupana como punto de partida para llegar a la reescritura y a la teatralización de la identidad del México moderno. Autocitando lo que había escrito en el “Prólogo después de la obra” en su primera Corona veinte años antes, Usigli retoma sus palabras en el segundo prólogo a Corona de luz. Leemos en la sección titulada “Ante la historia”: Si no se escribe un libro de historia, si se lleva un tema histórico al terreno del arte dramático, el primer elemento que debe regir es la imaginación, no la historia.

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Corona de luz se divide en tres actos y en cada uno de ellos el autor desgrana, con ironía y agudeza, los puntos más críticos del caso guadalupano, logrando, para decirlo con las palabras de Roberto Rodríguez, “un equilibrio entre lo histórico y lo ficticio armando en el escenario un conflicto entre la realidad y la lógica en contraste con lo sobrenatural” (Rodríguez, 1977, p. 42).

En el primer acto, ubicado en el monasterio de San Jerónimo de Yuste, en Extremadura, Carlos V, Isabel de Portugal y unos representantes del poder político y religioso (un prior, un fraile, un soldado y un ministro de Estado) discuten sobre el problema de los indios en Nueva España y de “la catástrofe mística” (Usigli, 1965, p. 39) causada por la conquista. El ministro del rey defiende una postura utilitarista: para él la cuestión americana es política y su alegato es “salvar los cuerpos”, es decir, la mano de obra para construir palacios y cavar minas. En tanto la preocupación del cardenal es “salvar las almas” de los infieles y expandir el poder de la Iglesia. Después de haber contratado la que podía ser la solución para que todos los naturales permanecieran vivos y se convirtieran a la Iglesia de Cristo, llega finalmente la iluminación que los pone a todos de acuerdo: la creación de un milagro a través de la aparición de la Virgen María de Guadalupe.

En el segundo acto, ubicado en la capital de la Nueva España, Fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, convoca un cónclave con todos los frailes misioneros españoles de relieve –entre los cuales figuran Motolinía, Bartolomé de Las Casas y Fray Bernardino de Sahagún– para compartir con ellos la desconcertante orden del rey: escenificar una aparición simulada delante de los ojos de un pobre indio inocente. Tras una larga consultación, los frailes acaban por apoyar el proyecto real: preocupados por la amenaza de la Reforma luterana coinciden, como explica Juan de Zumárraga, en “dar al indio un poco de pan y un poco de circo”(ivi, p. 170) para la salvación de las almas.

El fraude ya está listo y organizado para subir al escenario el 31 de diciembre hasta que, en el tercer acto, una sorpresa mucho más milagrosa asombra a Zumárraga y a su compañía: el 12 de diciembre, con diecinueve días de antemano, la Virgen María aparece efectivamente, dejando a los frailes en la total incredulidad. El milagro se realiza antes del tiempo establecido y desconcierta a todos los presentes, dentro y fuera de la escena. El andamio del fraude político cae delante de las rosas que desvelan el rostro de la Morenita, imagen que además –y aquí está la paradoja– no viene reconocida como el símbolo del poder de la madre patria sino que se convierte repentinamente y espontáneamente en el emblema de un protonacionalismo revolucionario.

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La adulteración de los hechos históricos de Corona de luz no sirve tanto para desarmar el milagro de las apariciones, sino más bien para demostrar que, más allá de la Historia y de sus falsificaciones, el pueblo mexicano –según Usigli– ha sido marcado por un milagro mucho más grande: la fe. Según esta perspectiva, no importa que la fe cristiana en su declinación guadalupana haya nacido en México gracias a un engaño o una teofanía, porque a pesar de las diatribas entre aparicionistas y anti-aparicionistas que desde hace casi cinco siglos inflaman el debate científico-religioso, lo que no se puede negar en absoluto es la completa e incondicional devoción del pueblo mexicano a su virgencita.

Aclara Beardsell: La pregunta –¿fraude religioso o milagro?– queda sin resolverse como una poderosa instancia de su tema recurrente de que la verdad es difícil de percibir y que las realidades no son fácilmente separables del trabajo de la imaginación. No es ambiguo, sin embargo, sobre la cuestión del impacto de las apariciones sobre el pueblo indio. Su fe está sin disputa (es decir, es “verdadera”). El medio por el cual fue originada puede ser milagroso o no, pero el resultado es precisamente el que se condisera necesario (Beardsell, 2002, p. 214).

El milagro de la fe

Resulta claro, entonces, que el expediente sobrenatural del texto de Usigli se manifiesta como algo más que simplemente un medio útil a la representación escénica: el milagro de la aparición guadalupana es un evento indispensable e inevitable, cualquiera que sea su origen, para la unificación de una población tan heterogénea. Desde el punto de vista sociorreligioso es sorprendente que durante cuatro siglos y medio el acontecimiento guadalupano haya definido de una manera tan decisiva la cultura del pueblo mexicano, y que durante todo ese tiempo haya sido siempre una fuente de energía para la adhesión del pueblo a la fe católica, y un vínculo de unidad nacional (Nebel, 1995, p. 267). Gracias a este hecho extraordinario, el pueblo mexicano va alimentando en su conciencia el orgullo de haber sido la nación elegida por la Madre de Dios y puede lograr su autonomía religiosa que “transforma la identidad ambigua e indeterminada de una sociedad en una sociedad determinada.

Guadalupe ayuda a configurar, a encontrar un estilo propio, una originalidad, favoreciendo la integración de las diferentes herencias” (ivi, p. 337). El milagro revela la excepcionalidad del pueblo mexicano y se convierte en el estandarte cultural que define y representa la identidad nacional. El auténtico milagro es que la imagen guadalupana ha dotado a México de una unidad que se extiende como red por todo el territorio nacional conciliando aspectos paganos, identidades tribales, prácticas corporativas, esperanzas y consuelos, y que constituye el núcleo de la identidad nacional (Swansey, 2009, p. 186).

Paradójicamente, si al principio Usigli teoriza la implantación del culto guadalupano como una acción colonizadora por parte de los conquistadores de la Nueva España, al final de Corona de luz el culto resulta transformado en una arma de reivindicación religiosa hasta convertirse en el símbolo de una nueva conciencia política.

Contacto Divino

Este cuento, publicado en 1996 en la revista independiente Pósteros, esfuerzo de alumnos de Comunicación de la UNAM, explora una faceta inusual en la literatura de terror.

Sentado en una mesita de café en el Sanborn’s de Montevideo y Politécnico, en ciudad de México, entre el bullicio de los automóviles y meseras eternamente retrasadas, recibió el maletín con la mitad de la paga el Güero.

El emisario que hacía la entrega era un tipo extraño, con gabardina y sombrero de gángster de los 30’s. Usaba guantas de piel negros y tenía un aire de pasividad en la mirada. Una ligera inclinación de la cabeza en señal de saludo sirve para que el Güero lo reconozca. En realidad, no conoce a nadie y nadie le saludaría de no ser el contacto con los católicos. El trabajo, según le explicaba por teléfono alguien la semana anterior, sería sencillo para él.

¿Güero?.. no se preocupe, sabemos quién es usted, puede hablar libremente.

¿Quién es?

Seguida la fría duda, sonríe el contacto del Güero, fuera de tiempo, y continúa:

Tenemos un trabajo para usted que, de seguro, le interesa.

¿Quién dice que me interesa?

Cinco millones. De dólares… y la posibilidad de saldar una vendetta.

Por un momento se detuvo. Pensó en una trampa burda, y aún así continuó hablando.

¿A quién?

A quién no, amigo. No tiene que matar a nadie. Tiene que robárselo.

Nunca he raptado.

No. Se lo roba, ¡y ya!

Entonces, le explicaría que pertenece a un grupo católico alternativo al Episcopado Mexicano. Este grupo paracatólico quería mandar a Europa una pieza única en su especie. Un excéntrico coleccionista quería el ayate de pintura indeleble de la Basílica de Guadalupe. Aquel del milagro del Tepeyac. El ayate de Juan Diego.

El Güero nunca sabría que aquel coleccionista era un polaco. “Dos y medio ahora y el resto a la entrega”, fue lo único que interrumpió en el silencioso examinar del Güero en el café, antes de marcharse con el paquete.

Lo había planeado ya para esa noche. Se dirigió al cuarto que rentaba en el 315 de la calle de Buentono. Levantó un tablón del desvencijado piso de madera y guardó ahí el maletín de piel, después de haber contado lo billetes. Se miró en el espejo por última vez el rostro marcado por aquella rencorosa cicatriz que le partía en dos la cara desde la frente, pasando por uno de los ojos azules, hasta la barbilla.

“Después de esto, me cambio toda la cara, me vale”, pensó, como si así pudiera olvidar su ascendencia ilegítima: hijo de india sureña y patrón de una casona. Fusión de tradiciones sacras y pragmatismo novohispano. Salió en un Mustang negro, que estacionó en una zapatería que está frente al domicilio de la guadalupana, en Calzada Misterios. Se acercó a hurtadillas al primer enrejado, por el costado Este de la Basílica, cubierto por el manto nocturno sin estrellas. Sabía que nadie, ni los veladores, recordaba aquel acceso a la sacristía principal, clausurado desde el suicidio de un padre reformista.

Con segueta gruesa cortó lo candados. Forzó la pesada puerta, carcomida por el comején y del otro lado chillaron bisagras y ratas. Encendió su lámpara y vio polvoso, arruinado, el antiguo cubo donde se confesó por primera vez.

El cuarto era casi el mismo que aquel desde donde le ayudó al Obispo Raquel a oficiar una misa en la Basílica, haciendo de acólito por instrucciones de su madre. Cuando abrió la puerta del otro lado de la habitación, se halló un lado del altar, en frente de la nueva sacristía y miró en tinieblas, las interminables hileras de bancas acojinadas, en donde antes se había arrodillado con la madre india, encontrando descanso para las rodillas ensangrentadas. No se detuvo más.

Caminó de inmediato con la habilidad de un gato sin encender la lámpara, para no ser visto, hacia la banda mecánica que pasea a los fieles creyentes por en frente de la Madre de México, estampada eterna e imborrable en el ayate del indio, como en las vidas de aquellos que la visitan.

“¿Pero cómo sabrán que yo conozco esta jaula de oro?”, se preguntó, sin objeto de responderse. “No hay mucho tiempo, seguramente me están siguiendo y están en el carro”.

A unos metros del cuadro hacían una remodelación, así que ya sabía que podría trepar por el andamiaje. La alarma no sonaría si presionaba y hacía palanca en el sensor que está del cuadro. Debería empujar con la misma presión que la de la imagen. O tal vez no sería necesario si lograba retirar el cristal de las orillas, firmemente, lo que no variaría la tolerancia del sensor de la alarma. Intentó quitar la vitrina. Todos aquellos secretos que se le revelaron al niño alguna vez hoy le rendirían frutos.

Vio intacta por última vez la imagen. Se sorprendió de que alguien pagara tanto pro ella. Retiró el cristal y se enfrentó, sin mediaciones, al milagro eterno, imborrable, indeleble, de la aparición plasmada en el ayate de un hombre, que le llevaba rosas al cerro. Entonces su rostro se iluminó de una luz brillante que no le dejaba ver. Y así, creyó apreciar cómo la Virgen abría los ojos y los brazos, sonriéndole.

Éste fue el encabezado de los diarios del día siguiente, 12 de diciembre: “Frustrado intento de robar la imagen de la guadalupana en la Basílica”.

“El ladrón que intentó anoche llevarse el ayate de la Basílica fue identificado por el Ministerio Público como Juan Diego de Jesús, alias ‘el Güero’. En el intento, activó la alarma de movimiento y, en seguida, se prendieron los reflectores que alumbran la imagen, lo que le cegó e hizo caer de un andamio, provocándole la muerte, según peritos del MP.

Lo que ni la nota ni el parte médico aclararon fue la inexplicable forma en la que se desangró el cuerpo sin existir herida alguna: a Juan Diego de Jesús no le quedó una sola gota de sangre en las venas.

“La imagen de la Madre de México”, concluye la nota, “no presenta mutilaciones, por el contrario, los clérigos y especialistas que la han estudiado, y que ahora la revisan, coinciden en decir que se le ve un poco más brillante que antes. Tal vez, explica una primera hipótesis, el contacto con el aire reanimó la pintura y le hace parecer retocada”.

LAS OTRAS APARICIONES

Tepeyac (1917)

La tradición de fílmica de la Virgen de Guadalupe se ha extendido a lo largo de los años en el país; como parte de su identidad, logrando hospedarse en el imaginario-religioso de los pobladores y, por ende, de los artistas. De tal forma, podemos hablar de producciones como es el caso de Tepeyac, de 64 minutos, dirigido por los directores José Manuel Ramos, Carlos E. Gonzáles y Fernando Sáyago en el año de 1917,  la película muda describe la vida de Lupita Flores  y Carlos Fernández, este último, quien siendo funcionario tras partir a una misión por encargo del presidente, es reportado como desparecido después de que su barco se hundiera a raíz de un ataque por un buque alemán; Lupita pide la intervención de la Virgen de Guadalupe generando un final cuya resolución tendrá como marca la benevolencia y un corte reflexivo en torno a la fe católica. La película Tepeyac (1917) fue rescatada por el historiador Aurelio Reyes y restaurada por la Filmoteca de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) a partir de los negativos y positivos originales de nitrato de celulosa. El escritor Monsiváis diría del film: “uno, por cinéfilo, evoca La Virgen del Tepeyac, película inolvidable por razones extra-artísticas”.

Tonantzin, Guadalupe (2022)

En un poco más de un siglo, se presentará el documental Tonantzin, Guadalupe (2022) filmada por Jesús Muñoz, en medio de la pandemia, el proyecto busca recrear los acontecimientos de la aparición catártica de la Virgen frente a Juan Diego; sin embargo, en aras de su corte documental, yuxtapondrá los valores críticos y culturales de la figura de Guadalupe, cuyos antecedentes derivan de la deidad Tonantzin, la cual era venerada en la Mesoamérica en la época prehispánica. En esta apuesta fílmica, se contará con la participación de Gisela von Wobester, Rodrigo Martínez Baracs y Rafael Tena, así como de la antropóloga Liliana Vargas, la teóloga Ruth Casas y el activista y traductor nahua Yohualli López.

El documental seguirá los archivos históricos tomados del texto nahual Nican Mopua, cuyo contenido versaría “Huei tlamahuizoltica omonexiti in ilhuícac tlatohcacihuapilli Santa María Totlazonantzin Guadalupe in nican huei altepenáhuac México itocayocan Tepeyácac”, que en su transliteración al español versaría “por un gran milagro apareció la reina celestial, nuestra preciosa madre Santa María de Guadalupe, cerca del gran altépetl de México, ahí donde llaman Tepeyacac”.

El laberinto de la Soledad, Octavio Paz (1950)

Paz, uno de los máximos referentes de la escritura mexicana, entre su acervo, escribió El laberinto de Soledad donde se retoman múltiples facetas de la identidad mexicana, en los que se ensayan la risa, los insultos y las tradiciones desde una crítica antropológica al viejo estilo del siglo XX; en ese libro en el capítulo IV cuyo título es Los hijos de la malinche el poeta puntualiza las relaciones entre los mexicanos y las intervenciones extranjeras, resaltando la imagen de la malinche, quien históricamente fue una mujer entregada a Hernán Cortés, la cual, por la heteronormatividad, es mirada como una traidora a la nación. La virgen de Guadalupe, por el contrario, es quien salva, pues reafirma que existe una sombra de orfandad en cada uno de nosotros como mexicanos, tras la ausencia de un padre.

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MG