UNICORNIO POR ESTO!: Ver más allá

El cuentista Joaquín Filio se atreve a escribir lo insospechado y en el camino se descubre a sí mismo para revelarnos, como un espejo, lo que nos aqueja a los demás.
domingo, 3 de marzo de 2024 · 17:31

Sobre la repisa del comedor descansa mi enredadera. Es una planta a la que sin mayor motivo nombré Teléfona. Mientras recojo el desastre de libros, cigarros y apuntes de cuentos que aún no termino de escribir, la miro en silencio. Tiene una cola larga, frondosa, que desciende a la mitad de la pared, desde donde retoñan numerosas hojas similares a corazones verdes. Está enfrascada en un contenedor de vidrio, utilizado antes para guardar el whisky. Y cuando digo “antes” me refiero a los años en que mi abuela Margarita todavía recordaba el nombre de las cosas. Ahora el frasco resguarda agua potable para procurar sus raíces y mi abuela, lamentablemente, está muriendo de un Alzheimer furioso.

La madre de papá también fue víctima del olvido. A la abuela Hortensia la recuerdo sonriente tras abrazarme contra su pecho, a pesar de mis rabietas. Esa imagen se inmortalizó gracias a una fotografía que todavía conservo en el librero principal, a un costado de Teléfona.

Sin apartar el lápiz de la libreta pienso en la similitud entre plantas y memoria: ambas crecen con el tiempo y se deshacen solas de sus andrajos (pronto podré podar por completo la imagen de mis abuelas tartamudas, cansadas de un presente perpetuo, desprovistas de pasado e ingenuas del futuro. Y en lugar de ello solo prevalecerán sus abrazos petricor y el aroma de sus guisos).

Especial

A Teléfona la encontré durante un recorrido por trabajo en un pueblo cercano a la ciudad, exhibida en un patio, en compañía de otras especies. La mujer que me la vendió se llamaba Penélope, como la del mito. Y ella también tejía, sin descanso, el entramado de su propio mundo: un humilde jardín habitado por girasoles, suculentas y teléfonas.

Durante la transacción, Penélope sostuvo unas flores con las manos curtidas por el trabajo de campo, y pude observar las cicatrices marchitas de sus brazos, partidas a causa del Sol y la “mala vida”. Su esposo murió meses atrás, confesó cuando le pregunté por el negocio. Él era un hombre de parcela, bebía mucho, la cirrosis lo mató. Después Penélope dejó escapar un suspiró y permaneció callada, imitando la quietud de sus inquilinas vegetales.

Las plantas son como el silencio: no sirven para nada más que para mantenernos vivos.

Entonces Teléfona permaneció arrumbada en el escritorio de la oficina. Por aquellos días a mí no me importaban las plantas. Pasaba las horas del trabajo fumando un cigarro tras otro como un sonámbulo. Me miraba al espejo obsesivamente. Mi barba quedó desprolija: desarrollé una costumbre nerviosa que me hacía arrancarme los pelos con la enjundia de un loco. Fui al psicólogo y al psiquiatra. Consumí antidepresivos. Después metí mis pertenencias en una cajita y cerré la puerta de la oficina sin decir adiós.

Las enredaderas se parecen a las despedidas. Están por todas partes, es difícil ignorarlas, se te meten en las manos y en los sueños. Cuando menos lo esperas te hacen tropezar.

En ocasiones salía a dar un paseo. Me gustaba caminar por el parque para hablar solo. Con precaución ensayaba discursos hipotéticos. Lloraba a veces, en compañía de los árboles sempiternos, cansados de escuchar las peroratas de un ególatra. Incluso llegué a imaginarme sus respuestas. ¿Cuál es el lenguaje de las plantas? Las advierto chismosas. Mejor ni anticiparse a las historias de borrachera, de amores ilusorios, de raíces podridas. Después me iba del parque, ensimismado, dejando a mis espaldas el grito de las podadoras.

La planta sólo se mudó de un olvido a otro. Antes en el escritorio frío, luego encima del viejo ropero de la habitación, junto a los recibos domésticos y tus cartas. La abandoné a la merced de la falta de luz y agua, condenándola a una muerte lenta bajo la penumbra del desorden. Cada vez que yo entraba a la pieza para dormir o para leer o para hacer el amor podía sentir la culpa de su presencia marchita. Su mirada sin ojos, ausente, traía consigo el murmullo de un incendio. Y todo se llenaba de voces empolvadas que descendían hasta los azulejos del piso, entremezclándose con la ropa sucia y la basura. No me quedó más que bajar las cortinas y encerrarme.

Así pasaron los días, las fiestas y los amigos. Incluso dejamos de ser amigos. Pasaron también las tormentas, el calor y dos estaciones.

Mi abuelo se llamaba Ramón Roble Romero. Murió de fibrosis pulmonar un veintitrés de diciembre. Su espíritu voló alrededor del Hospital Santa Rosa para la sorpresa de mis tías, y se fue hacia otra parte. Yo escribí un cuento al que titulé “Vegetal” inspirado en Teléfona. Hablé de situaciones obscenas, de rencores y testamentos. Oficialmente me desterraron de la familia. Me inmuté y decidí iniciarme en el oficio de la jardinería interior. Coloqué en la meseta nardos imposibles, diminutos, que a mi gusto hacían juego con las frutas artificiales. Vacié el armario de camisas pomposas (nunca usadas, mentira) y zapatos rotos, para sustituirlos por orsas blancas, agapantos y bugambilias. Destiné los muebles y la mesita de café de la sala para la presencia elegante de las orquídeas, tan pronto sus formas orientales sobre las cosas asemejaban a un grupo de señoras sin escrúpulos, con las ramas verticales, sosteniendo una conversacion dolorosa acerca de la vejez y los implantes. Inundé el baño para la comodidad de los nenúfares que después se desprendieron en lirios que después se desprendieron en azucenas y quedaron como jardínes colgantes por el techo musgoso de un espacio que ya no servía ni para cagar. Cortaron la luz eléctrica y florecieron crisantemos de entre los trastes y la tarja. Florecieron amapolas desde las ranuras de las paredes no impermeabilizadas, y dominando gran parte de la casa, asistieron a los libros ahora regados por la cocina cochambrosa, por los estantes sin recuerdos, por las puertas oxidadas donde también se agolparon los nidos de insectos y golondrinas.

Es una exageración, una tontería, pero los cuentos se parecen a las plantas: llenan el vacío. 

Tengo pétalos en el corazón y raíces en los pies. Aquí se ven, mira, aseguró el radiólogo mientras sostuvo una lámina contra la luz cegadora del consultorio. Yo me concentré en sus pies, inquietos, que se rascaban como preguntándose ¿qué es esto? ¿duermes con tus gatos? Qué caray, dijo, deberías visitar otros hospitales. Nunca viene mal una segunda opinión, aunque en mi experiencia no hay mucho que hacer.

Mentira, esto no pasó.

No de esta manera. No eran pétalos. No eran raíces en los pulmones. El aire se pasea de pronto, es una serpiente que me acompaña de camino a la casa. La enfermedad me la contagió la enredadera. Es un trastorno de ansiedad generalizado. Se propaga a veces con la inactividad. Genera mitomanía. Provoca estrés. Naúseas y depresión. No tiene cura.

Sección Unicornio

Sobre la repisa del comedor descansa mi enredadera.  A veces mientras recojo el desastre de libros, cigarros y apuntes de cuentos que aún no termino de escribir, la miro en silencio. Fue a causa de esa observación que decidí escribir un nuevo proyecto. Por nombre lleva “Autobiografía de una planta”. Es un texto en donde se transcriben las pasiones de un espécimen de interior. Aspiraciones y deseos. Nada más.

Ataúd

Esta parte de la historia se escribe por lealtad a un fantasma

Juan Carlos Onetti

El día que los padres colgaron al menor de sus hijos la luz del Sol, engreída, idiota, se filtró por los vidrios de la puerta principal generando un efecto lívido y caprichoso, capaz de subirse hacia la fotografía franca del estudio de la Colonia Obreros —En la escena el padre viste una camisa azul bien fajada y pantalones caquis, mismas prendas que hubo de utilizar en los últimos acontecimientos: el padre de perfil, estrechando las manos sudorosas del ingeniero Ramírez, encargado de construir la casa en donde ahora vivían; el padre de frente, dando la espalda al atardecer durante el entierro de dos compañeros de oficina; el padre con los ojos hinchados y una sonrisa artificial y el rostro ligeramente salpicado de sangre, minutos después del rasgamiento a las venas de su primo José Alfonso —tiempos en que la muerte era encabezado entre los periódicos obscenos y los cadáveres aparecían poco a poco.

La madre retiró los platos sucios de la mesa y fue por un peine y el frasco de gel para darle los últimos retoques al cabello de Carlitos. Los otros dos hermanos permanecieron en la sala en silencio, esperando el momento de subir al automóvil, atravesar la avenida cincuenta y cinco, cada vez más libre, más solitaria, y llegar de una vez por todas al parque en donde se encontraba el árbol al que muchos señalaban con los dedos aún bajo el hechizo del morbo, un árbol de las consagraciones dijo alguno de los testigos presentes.

Entre su frente y los doce pisos el mundo se manifiesta. Caen sus dientes al igual que en la infancia. Caen sus pies cansados, orgullosos, sin ceder ante los embates del viento. Caen sus manos torpes bajo el recuerdo de las cicatrices y más abajo aún, edificio abajo aún, el tamaño de su odio. Caen los billetes y las esperanzas, el calor inconfundible de sus sentimientos; la sangre de sus días, un reloj de oro. Caen los recuerdos como globos de agua, imitando a las monedas blandengues, dispuestas ahora y siempre al oficio de precipitarse. Ahí van los muros imposibles, las nubes cabizbajas, el tiempo extraño que le tocó vivir. Este no es el simulacro de su despedida. El día es gris y el cielo amarillo cuando cae al caer en la cuenta de sus últimos instantes: la tarde del lunes es un espectáculo aéreo. El mundo al revés se manifiesta. Es un abrazo de concreto, una mejilla kárstica, la noche vuelta suelo, el suelo sin fondo y luego nada.

La primera vez que Flavio, el hermano mayor, asistió a un “colgamiento” todavía era un niño. Aquella tarde, para evitar que apretara los pies descompuestos de los cadáveres, sus padres lo enviaron a jugar al promontorio de zapatos. Flavio habría de recordar durante las próximas décadas, el miedo punzante al enumerar las distintas marcas, colores y modelos apilados, sin disciplina, sobre la hierba incipiente que crecía hasta lo remoto. Recordaría, por ejemplo, los mocasines desgastados, los tenis de talla inimaginable para el uso de los recién nacidos o incluso las sandalias de cuero, ardientes por el verano abrasador y los miles de pares solitarios, que naufragaban en busca del gemelo perdido. “Es que eran tantos·se repetiría a sí mismo, que, para su memoria, ahora desvencijada por el tiempo y la amargura, sería imposible catalogarlos… Pero los pies “esos son todos iguales”.

Sección Unicornio

En el pulso de la madre viaja un río caudaloso de finitud incierta: una colección de monedas antiguas, el vestido de la primera comunión, la cara de su primer hijo y su prematuro entierro. En el pulso de la madre galopa un tigre hambriento, va en busca de su tristeza, piel afuera, desgarrando lo que por naturaleza le pertenece. En el pulso de la madre viaja una armónica oxidada, la música de mil caballos negros que no relinchan y suenan desde lejos a un furioso enjambre. El pulso de la madre deambula como los sonámbulos, se dirige sin forma a las tuberías de un baño oscuro y pretende salir invicto. En el pulso de la madre no galopa nada, no se escucha nada, nada más que un cuerpo vacío de sentido. Está frío y es noviembre.

Carlitos era una persona pequeña. Con tan sólo seis años parecía entender el funcionamiento de la vida. Pero la vida no era el conflicto, sino acabar con ella. Cuando había problemas para pagar los recibos de la luz o agua, y su madre entraba en un pantano de incertidumbre, era él quien llegaba con papel higiénico envuelto en el antebrazo y le decía “no llores, haz algo”. Entendía muy bien la palabra recesión y se las ingeniaba para utilizar de vez en cuando, entre sus breves oraciones, la palabra crisis.

Es por eso que nadie alegó nada en contra cuando pidió morirse.

No tuvo miedo cuando su padre lo cargó de las axilas y le miró con seriedad, con orgullo. No tuvo miedo cuando la cuerda de tres centímetros de grosor arropó su cuello delgado. Tampoco palideció un solo segundo tras dejar caer sus quince kilos sobre las piernas endebles y escuchó el sonido de algo parecido a una rama de agosto quebrándose o como una ventana embestida por una pelota de futbol callejero, sin saber que era su tráquea toda rota, fragmentada. Cerró los ojos y aceptó la muerte que terminó por graduarlo de golpe. Sólo entonces le pareció a los padres confundidos y a un Flavio rabioso y a su hermana hipócrita y al Sol del Poniente y a los zopilotes incautos que no había nada más pendejo que el cadáver de un niño colgando de un árbol a las seis de la tarde.

La primera pastilla llegó con puntualidad al esófago. El ducto no le impidió el tránsito a propósito de las contracciones. La segunda pastilla descendió sin ritmo hacia la ternura de sus jugos gástricos. Después un oleaje de vodka continuó con la intervención. Apenas dos intentos previos de asir el oxígeno se hicieron presentes. Tres o cuatro pastillas más adelante arribaron las memorias. Siete pastillas devolvieron la noción del tiempo. La mano con la que estrechó a sus padrinos la noche de sus quince años. La mano con las diez, once, doce píldoras por encima de la receta médica.  Su garganta era una sala de fiestas, un centro de convenciones, en donde se albergaron los antidepresivos, ansiolíticos, calmantes. Y así el vaivén de las olas y el ácido estomacal detenido en una efervescencia, una espuma similar a la que erosiona el mar.

“Ve por un ataúd para tu hermano” ordenó la madre y Flavio arrebató los tres mil pesos de sus manos artríticas solo para evocar las ocasiones incontables en que una cachetada había acudido a su rostro ante el mismo reproche “¿No vas a morirte nunca?” gritaba después de los velorios sabáticos, llena de vergüenza. “Yo a tu edad ya lo había intentado varias veces” y cuando Flavio, posterior a las horas de los platos sucios y algunos golpes sobre la mesa, ya no podía aguantar más, decía no entender y tomaba la postura de idiota que tanto le funcionó al inicio, cuando los suicidios eran noticia reciente. “Muérete y ya, con una chingada” dijo su padre para terminar la discusión. Entonces Flavio accedió a irse cuadras y cuadras sobre el centro de una ciudad sin normas para comprarle un féretro a su hermano, que a esas alturas del día comenzaba a descomponerse.

Tuvo que esperar treinta años para aprender a respirar. Quedarse completamente solo en un planeta inhumano, salvaje, fue la excusa. Ahora bajo el enredo de las plantas y el polvo todo parece la escena de un sueño. El verdor entre los protectores de las ventanas devora las paredes en compañía de un profundo silencio, un angustiante silencio similar al que se enrolla en su deseo. Flavio abre la perilla del gas butano como quien inaugura una consciencia. Intenta admirar las partículas del aire sombrío, recuerda una novela de Onetti. “Esta parte de la historia se escribe por lealtad a un fantasma” parece descifrar en el baldío de su destierro. En la corriente de sus pulmones se advierte un hechizo. La cafetera continúa caliente, la lluvia no cae. Las carreteras sin oficio descansan bajo la compañía del verano, los edificios marchitos extrañan el paso incierto de los aviones. Los aromas de las flores se entremezclan con el amonio, bailan un vals. Ahí va la bocanada última pero se confunde con suspiros.

Semblanza 3

Joaquín Filio (1991, Mérida, Yucatán) Escribe cuentos. Cursó estudios de Literatura Latinoamericana por la Universidad Autónoma de Yucatán. Fue mención honorífi ca del Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo en su edición 2016. Textos suyos aparecen en páginas digitales como Tierra adentro, Punto en línea y Marabunta. Fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Yucatán en la categoría de cuento. Autor del libro Mediocre (Acequia Casa Editorial, 2019) y Escafandra (Acequia Casa Editorial, 2020). Recientemente fue incluido en las antologías El Espejo de Beatriz vol. II (Editorial Ficticia) y Liminales II (Casa Futura Ediciones)