Juan Miguel Castro Martín, benemérito de Yucatán: BIBLIOGRAFÍA

Juan Miguel Castro Martín nació en el pueblo de Hecelchakán, cabecera del Partido del Camino Real Alto, de la Capitanía general de la Provincia de Yucatán
domingo, 7 de agosto de 2022 · 14:27

El Yucatán actual, con toda la modernidad y dinamismo de su industria, la belleza del Paseo de Montejo, la majestuosidad de sus casas porfirianas o la actividad de su orgulloso puerto de Progreso, sólo pueden entenderse por las acciones y la inteligencia de un hombre delgado, bajo de estatura, pero gigante en todo aquello que logró para el Estado sin ningún interés personal; el hombre que en el siglo XIX, sentó las bases de un Yucatán próspero. Su muerte enlutó a toda la península: las casas comerciales cerraron en señal de duelo, las banderas se izaron a media asta, el Congreso suspendió sesiones y lo declaró Benemérito del Estado de Yucatán, un nombramiento que en aquel entonces estaba reservado para los altos políticos, los militares o intelectuales, sin embargo, a este ciudadano sencillo se le honró en la inmortalidad como el más grande Patricio de esta tierra, comparado con los más grandes que ha dado la humanidad.

Juan Miguel Castro Martín nació en el pueblo de Hecelchakán, cabecera del Partido del Camino Real Alto, de la Capitanía general de la Provincia de Yucatán, perteneciente todavía en aquellos años, al Imperio español. Su nacimiento fue la noche del 29 de septiembre de 1803, en una modesta casa rodeada de árboles que revelaba la mediana posición social de sus padres, Manuel José Castro Rendón y María Antonia Martín Turión. En su pueblo natal estudió las primeras letras y las enseñanzas de la religión católica hasta los once años de edad, cuando sus padres lo enviaron a la ciudad de Mérida, con la esperanza de labrarse una vida mejor, pero de valores humanos y civiles.

Especial

En la ciudad de Mérida, capital de la Provincia, obtuvo a su escasa edad, el empleo de dependiente en la casa comercial del señor Juan de Dios Lara, quien pronto estimó al joven Juan Miguel, por sus aptitudes para el comercio, dejándole a cargo sus negocios, que con el tiempo y a base de esfuerzo fueron de su propiedad. A tal grado de aprecio fue la relación del joven Castro con el señor Lara, que tomó por esposa a su hija, María de Jesús Lara, con quien procreó cinco hijos.

La honestidad y buenos principios que el joven Juan Miguel demostró en los negocios, pronto le valieron la confianza de la sociedad emeritense, llegando a ocupar importantes cargos dentro del H. Ayuntamiento de Mérida. Las gestiones del incansable funcionario pronto rindieron frutos, y gracias a él, las calles de la capital se mejoraron y se le construyeron escarpas para los transeúntes, las anticuadas lámparas de velas fueron sustituidas por las de aceite, se embellecieron los parques. En una época en que la mujer estaba al margen de la educación, fundó en 1843, el primer Liceo de Niñas bajo la dirección de la Sra. Marín, así como las escuelas del centro y San Cristóbal bajo el novedoso método lancasteriano. También fomentó, en 1846, la apertura de una escuela de Artes y Oficios para dar la oportunidad a muchos jóvenes de formarse un futuro laborioso y honesto. Como presidente de la Junta de Caminos, su labor fue la más grande que hasta entonces se hubiera hecho en Yucatán, de tal magnitud, que se decía que no había una vereda vecinal que no hubiese sido trazada, abierta o aconsejada por el señor Castro. Es muy importante resaltar, que en todos los cargos que ocupó Juan Miguel Castro, nunca cobró un centavo, por el contrario, en muchas ocasiones tuvo que poner de sus propios recursos para poder ver concluidos sus proyectos, ya que era una época de crisis económica para el país; pero en aquellos años, la fortuna lograda en los negocios por el señor Castro, le permitían devolver un poco a la ciudad que lo había acogido desde muy joven.

Especial

En 1848, cuando los indígenas rebeldes estaban a las puertas de la ciudad de Mérida, el gobernador propuso desalojarla en su totalidad, a lo que Juan Miguel Castro, como Síndico Procurador, se opuso con determinación, poniendo todos sus recursos financieros y humanos para salvarla, organizando a los civiles para defenderla en caso necesario. Fue precisamente durante esta triste conflagración entre hermanos yucatecos, cuando el señor Castro dio sus mayores muestras de compromiso y filantropía con sus semejantes: aquellos pobres desamparados que llegaban a Mérida huyendo de los pueblos arrasados, con no más pertenencias que lo que escasamente llevaban puesto sobre sus cuerpos cansados, desnutridos, llenos de desesperanza, sin un lugar dónde pasar la noche; pronto fueron socorridos por el noble ciudadano Castro, quien organizó Juntas de Caridad en la ciudad, hospedó en sus propiedades a cuantos pudo o les consiguió alojamiento, los vistió y alimentó con lo que tenía en sus propios almacenes; distribuyó a sus empleados y agentes por todas las entradas de la ciudad para recibir a todos aquellos que llegaban buscando el refugio anhelado. Aquel sólo acto de humanidad le hubieran valido la gloria, pero él fue más allá…

En 1853 la funesta sombra de otra desgracia, cubrió de muerte a la ciudad de Mérida, con la llegada del cólera asiático que diezmó a la población de una manera expedita y arrolladora. De nuevo el señor Castro, con una vocación de verdadero santo, prestó sus auxilios por las calles y casas a los que padecían este mal, aun exponiendo su propia vida. Por si fuera poco, puso a disposición de las autoridades, una fuerte cantidad de dinero que ayudara a combatir la enfermedad.

Cuando todas estas desgracias aminoraron, la península de Yucatán se encontraba en una ruina total; el poco desarrollo que se había logrado en su agroindustria, fue completamente devastado. Fue entonces cuando Juan Miguel Castro aportó su inteligencia y su esfuerzo, para que Yucatán se levantara entre las cenizas y alcanzara su mayor época de esplendor. Un ciudadano yucateco, establecido en Nueva York escribió en aquella época:

“En tales circunstancias tristísimas, el señor don Juan Miguel Castro, ideó sacar partido de una planta, producto natural de aquel árido suelo. El henequén, esa planta parecida a nuestro maguey, para nada servía creciendo silvestre y mostrándose con profusión en distintos terrenos, los más áridos del Departamento. No fue la solución estudiar la planta y observar que sus propias hojas estaban compuestas de filamentos que sostenían la pulpa, sino encontrar mercados en que pudieran consumir esos hilos, empleándolos en algunas fabricaciones. Sin elementos mecánicos para extraer el filamento, se dio, sin embargo, el primer paso práctico, raspando la hoja a mano y sacando unas 500 arrobas, que bien empacadas, fueron embarcadas y enviadas como muestras  a varias ciudades de Europa y los Estados Unidos. La mayor parte de lo que esto vieron dudaban del éxito, pero el autor de la idea no perdió la fe ni un instante. Las muestras fueron consignadas y recomendadas a varios agentes especiales, entre los cuales se encontraba nuestro estimable y actual cónsul general en Nueva York, el doctor Juan Navarro. Con todo empeño trabajaron esos agentes y resolvieron que el medio más eficaz para para dar a conocer esa nueva materia textil, era poner en exposición permanente aquellas muestras, escogiendo Nueva York como primer punto, por su febril actividad y multiplicidad de negocios. Las muestras que comenzaron a ser admiradas por curiosidad, fueron poco a poco haciéndose populares entre los fabricantes e industriales, los que, tomando interés por el nuevo textil, pidieron algunas cantidades del filamento para hacer ensayos. De ahí a poco, los resultados que obtuvieron les fueron tan ventajosos, que establecieron grandes talleres y comenzaron a solicitar mayores cantidades del textil. A los trabajos del señor Castro, se debe casi exclusivamente, la entrada triunfal del henequén al torbellino de la industria norteamericana que ha llegado a producir millones de libras de cordelería, que son exportados por todas partes del mundo […] y al letargo en que vivían, una actividad prodigiosa sucedió, con tal vigor que por centenares se han levantado fincas de henequén, allí, donde hace unos cuantos años la soledad y la aridez reinaban como en el desierto”.

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Inquieto y visionario, Juan Miguel Castro siempre estaba en busca de mejorar las condiciones de Yucatán, ya fuera en su ornato, industria o comunicaciones; en esta última área, su mayor logro fue la visión de tener un mejor puerto para el Estado, en sustitución de Sisal. En 1840, Juan Miguel Castro, Pedro Cámara Vergara y Simón Peón, salieron de Sisal en una canoa, para recorrer la costa; al llegar a cierto lugar:

 “[…] Juan Miguel Castro interrogó al Sr. Cámara, que observaba la línea que traían en la navegación, qué diferencia de distancia calculaba de aquel punto a Mérida, respecto de la de ésta a Sisal. El Sr. Cámara contestó, en vista de la declinación que traían, que en su concepto, era de aquel punto a Mérida, una tercera parte menor que la distancia de Mérida a Sisal, ofreciendo como prueba, que abriendo un picado desde Mérida directamente al Norte, practicaría él la medición y rectificaría en todo caso el cálculo de dicha distancia. El señor Castro replicó que de ser así, allí debería estar el puerto habilitado de Yucatán y trasladarse la aduana de Sisal, a lo que don Simón Peón contestó que era del mismo parecer. Verificose la medición, la que dio por resultado que, partiendo de la Catedral de Mérida hasta Progreso, hay cuarenta mil seiscientas varas, al paso que de la misma Catedral a Sisal, existen sesenta y tres mil setecientas varas, habiendo, por consiguiente, una diferencia de veinte y tres mil cien varas. El señor Castro regresó entonces de Sisal a Mérida con aquella idea, y llevó a cabo, con algunos de sus amigos, una incursión a caballo al punto de la playa que acababa de visitar, pasando por la hacienda San Ignacio, que era propiedad de don Simón Peón, quien esta vez los acompañaba igualmente y los dirigía. Todos abrazaron el proyecto de los señores Peón y Castro, y desde luego se acordó dar a aquel lugar el nombre de Progreso y poner los medios de abrir un camino carretero”.

Aquel terreno baldío fue adquirido en 1844 por los señores Juan Miguel Castro, Simón Peón, Darío Galera, Rejón e hijos, para posteriormente renunciar a sus derechos en 1846, cediendo las dos leguas que comprendía, para la proyectada población. Desde que Juan Miguel Castro tuvo aquella visión de crear una próspera población en aquel lugar de la costa yucateca, que sirviera como puerto principal de la península, puso toda su inteligencia, dinero y empeño para lograr tan benéfico proyecto. Se inició la construcción del camino, sin embargo se detuvo por la sublevación indígena en 1847; en enero de 1853, el señor Juan Miguel Castro retomó el proyecto del camino, el cual quedó concluido hasta Boca Ciénaga en septiembre de 1854. Posteriormente se construyó una calzada de piedras sobre el estero, así como un puente que se concluyó en marzo de 1857. En febrero de 1856, Ignacio Comonfort, presidente sustituto de México, concedió el permiso para levantar una nueva población en el punto denominado “Progreso”. Ese mismo año, Juan Miguel Castro publicó un proyecto con el propósito de colonizar la nueva población, sin embargo, las difíciles circunstancias locales y nacionales impidieron verlo realizado en aquel momento.

Durante algunos años estuvo detenido el mencionado proyecto del señor Castro, sin embargo nunca cesó en su esfuerzo por alcanzar la obra que no era para su beneficio, sino para bienestar del pueblo yucateco. A pesar de las adversidades, dedicó su tiempo y su fortuna para llevar a cabo estudios, análisis técnicos y la publicación de dichos artículos para convencer a aquellos que todavía no podían visualizar, como él, los beneficios que traería consigo la habilitación de Progreso. En mayo de 1866 escribió el “Informe razonado y comparativo sobre las ventajas que hacen preferible el punto litoral llamado Progreso, a la villa de Sisal, así para la construcción de una vía férrea que comunique esta capital con el mar, como para puerto habilitado para el comercio de altura y cabotaje […]”. En este informe de Juan Miguel Castro, que hace énfasis en las mejores condiciones de Progreso para establecer ahí la Aduana marítima, se puede notar un hombre enérgico, apasionado y amante de su tierra, cuyo único interés fue el bien común; un hombre que “viajó” al futuro para revelar a los ojos de sus conciudadanos los beneficios de su proyecto:

“Debemos a nuestros antepasados la habilitación de una Aduana marítima para el comercio de altura y cabotaje [Sisal]. Esto basta para disimular su falta de pericia en inquirir y examinar un lugar más favorecido de la naturaleza y más próximo a la capital. Pero ese lugar privilegiado lo hemos hallado, y es el punto de Progreso. Este lugar preferente en todo sentido, y en contraposición con el de Sisal, por sus peculiares cualidades  nos llama desde luego a iniciar su porvenir, que adelantando en mayor escala debe elevarse un día, quizá no muy remoto, en que forme un gran pueblo de vida y acción”. El debate originó acalorados escritos en la prensa de quienes veían afectados sus intereses y de quienes comprendían el proyecto del señor Castro; en parte de su informe, dirigió una palabras a los retrógradas: “¿Hasta cuándo los intereses particulares habrán de anteponerse a los generales de un país? […] Si los gobiernos, si el mundo se hubiese detenido en consideraciones de tan poca o ninguna, la vía del progreso y la perfectibilidad estuviera cerrada para todo el género humano. Esas maravillas de la invención, de la inteligencia, no hubieran sido aceptadas y este es el momento en que estuviéramos viajando en cabalgaduras y en carros tirados por bueyes”.

La ilusión, el sueño acariciado de Juan Miguel Castro, empezó a ver la luz el 6 de octubre de 1870, cuando el Lic. Benito Juárez, presidente de México, emitió el decreto en el que se establecía que desde el 1° de julio de 1871, debía de quedar abierto al comercio de altura y cabotaje el puerto de Progreso, cerrando en la misma fecha el de Sisal. El día 16 de septiembre de 1870, aniversario de la Independencia de México, se llevó a cabo la colocación de la primera piedra de la Aduana Marítima de Progreso, acto encabezado por el gobernador del estado, Manuel Cicerol, quien cedió al señor Castro el honor de dicho acontecimiento, como un sincero y humilde reconocimiento a quien supo llevar a buen término aquella mejora. El 1° de abril de 1875, Juan Miguel Castro fue invitado para apadrinar la colocación del primer riel de Mérida a Progreso, viendo realizado así, su sueño.

Hombre activo toda su vida, Juan Miguel Castro no dio fin a sus gestiones con la apertura de Progreso; por el contrario, dedicó los últimos años de su vida al servicio de la patria. Cuando el henequén ya era una importante fuente de ingresos para Yucatán y él una persona en la recta final de su vida, surgió el problema del monopolio norteamericano en el control de los precios de esta fibra; Juan Miguel Castro, aún con las dificultades de su avanzada edad, viajó a Europa en busca de nuevos mercados que mejorasen los precios de ese producto. Miembro y presidente en varias ocasiones de la cámara de comercio de Yucatán, escribió artículos como “La Asociación Agrícola”, en el que argumentó los beneficios de formar asociaciones agrícolas que coadyuvasen al desarrollo de Yucatán; Juan Miguel Castro, consideraba primordial la unión de la sociedad como el motor del bien común: “Si nos pertenecemos a nosotros mismos para nuestra propia conservación, nos debemos pertenecer también mutuamente para con nuestros semejantes. Este es el orden natural y divino de la gran familia de la sociedad. El indiferentismo destruye este principio social y sagrado. No debemos pues, atender sólo a nuestros intereses, debemos también considerar los de nuestros semejantes. El espíritu de asociación consulta los intereses del bien general. Con el espíritu de asociación todo bien se consigue, todo puede obtenerse favorablemente”. El último artículo que escribió fue “El Indiferentismo”, en donde hizo un llamado de atención a la sociedad yucateca para sacudirse el grave mal de permanecer inertes ante los problemas de la comunidad, ya que éstos recaen finalmente en nuestras propias personas y familias: “Mucho quisiera hablar para destruir desde sus cimientos, el indiferentismo que se tiene aún sobre las cosas más importantes de la vida social. Siento que la vida me abandona y desde mi triste lecho he reflexionado lo suficiente, adquiriendo la firme convicción de que, sin el trabajo del espíritu, no hay posibilidad de prosperar. Aún hay personas que, por no perder algo de sus intereses, de su tiempo o de sus luces, o bien, por negarse a alternar con sus compatriotas, dejan que las cosas vengan por sí solas, sin importarles que estas estén cubiertas con el odioso ropaje de la más ruin injusticia, de la falsía y excesiva codicia, naciendo de esta debilidad una doctrina perniciosa que mata todo pensamiento noble y levantado […] El indiferentismo y el egoísmo, son en la sociedad como el carcoma en el árbol, que se extiende en él, lo aniquila y lo destruye. El indiferentismo, prohíbe a la sociedad de la respetable representación que debiera tener. Le ocasiona estacionarse en un cuerpo inerte, inoficioso al interés moral […] En todo interés social, se hace evidente la representación respetable de la sociedad o esa representación no existente. Aventurando en este segundo caso el interés común de la sociedad. Y así se compromete y se pierde en un caos un pueblo, todo un país, una nación […] Del indiferentismo nace la desunión, de la desunión la falta de garantías sociales. De ahí la pérdida de la paz; porque, lo repetimos, el indiferentismo abandona el terreno del interés social a bajas pasiones”. Con estos breves extractos de los artículos del señor Juan Miguel Castro, podemos comprender que era un hombre que fue predestinado para servir a sus semejantes.

En los años finales de su vida, Juan Miguel Castro recibió la gratitud del pueblo yucateco, que supo valorar los nobles esfuerzos de este ciudadano, como se dijo en la prensa de aquellos años, “Los que se desviven por servir desinteresadamente a la Patria  y a sus semejantes, son dignos en todos conceptos de los aplausos de la posteridad”, ya que “un pueblo agradecido es un pueblo que está destinado a triunfar”. En Progreso, que instaló su primer Ayuntamiento en febrero de 1875 y se elevó a la categoría de ciudad el 30 de septiembre de ese mismo año, los regidores propusieron el 4 de septiembre de 1881, que aquella ciudad se nombrase “Progreso de Castro” pues “Justo es no olvidar a quienes a fuerza de perseverancia y abnegación consiguen una mejora importante. Y ya que vivimos ajenos de que la calumnia, la envidia y la murmuración ejerzan su maléfica influencia, el indiferentismo no será quien corra un velo a las acciones grandes, mucho más cuando las acompañan rasgos de filantropía como los del señor Castro”. Dicha propuesta fue aprobada para causar efecto desde el 16 de septiembre de 1881. Juan Miguel Castro fue notificado de aquel acuerdo, mostrándose muy agradecido, aunque aclaró que “no me considero acreedor a una distinción tan notable, pues en todo lo que hice sólo cumplí con mis deberes de ciudadano amante del engrandecimiento de mi país…”

Finalmente, el hombre que levantó a Yucatán de las cenizas, fue devuelto a la madre tierra el día 16 de agosto de 1884, a la 1: 00 am, en su domicilio de Mérida, víctima de “fiebre cerebral”; según se hace constar en acta número 1080, del Registro Civil del estado de Yucatán. La funesta noticia por la muerte del patricio de Yucatán, fue motivo de duelo en toda la sociedad yucateca; la prensa no tuvo más que elogios para él, haciendo ver que Yucatán perdía a uno de sus miembros más distinguidos, el comercio a uno de sus representantes más ilustres y la patria a uno de sus hijos más distinguidos. Su muerte fue llorada por ricos y pobres; por poderosos líderes y por sencillos ciudadanos. La Cámara de Diputados local, lo nombró Benemérito del Estado de Yucatán “por sus eminentes servicios prestados a la patria”, suspendió sesiones por tres días y envió una comisión para representar a dicho cuerpo legislativo en los funerales del señor Castro, además de colocar crespones de duelo en la tribuna del recinto. El H. Ayuntamiento de Mérida lo declaró “Vecino patriota y benefactor”, además de acordar ponerle su nombre a algún lugar público de la ciudad. El H. Ayuntamiento de Progreso de Castro, decretó duelo general y se izaron banderas a media asta. Los comercios de Mérida cerraron sus puertas.

 El domingo 17 de agosto a temprana hora, se llevaron a cabo los funerales del benemérito Juan Miguel Castro. A la Catedral de Mérida acudieron el gobernador y los representantes de todas las instituciones del estado, comerciantes y pueblo en general, para despedir al ilustre personaje; junto al féretro se colocó el retrato del señor Castro. Las ceremonias religiosas terminaron a las 8 de la mañana, siendo después depositado el féretro en el atrio del templo, frente a la puerta mayor; en aquel lugar el Lic. Serapio Baqueiro, gran amigo del difunto y diputado local, pronunció un breve y sentido discurso en representación de la Legislatura. La banda de música ejecutó sentidas piezas, desde la catedral hasta la plaza de San Juan, a la que seguía el imponente cortejo fúnebre que acompañó el cadáver hasta el panteón general de la ciudad.

La prensa y la sociedad yucateca, amantes y agradecidos de sus personajes ilustres, exaltaron las virtudes de Juan Miguel Castro por muchos aniversarios luctuosos; exigieron a sus autoridades que no se dejasen de recordar sus méritos y vida ejemplar, como agradecimiento y estímulo a las generaciones venideras: “¡La gratitud! He aquí uno de los más nobles y sagrados sentimientos que dan respetabilidad a los pueblos […] La gratitud ha escrito con el lenguaje de la inmortalidad en las páginas de la historia, los nombres de los eminentes patricios que se han distinguido en el servicio a sus semejantes, ya en el terreno de las ciencias y de las artes, ya en defensa de la autonomía de su patria, ya en ejercicio de los impulsos generosos de su corazón […] Entre los pueblos antiguos, como Grecia y Roma, que fueron los que alcanzaron mayor civilización, se erigieron estatuas a sus sabios y a sus héroes, y no es natural que dejáramos de imitar tan saludables prácticas, que estimulan a los hombres a marchar en el preciado sendero de las virtudes humanas […] Entendemos que el gobierno y la sociedad están obligados a perpetuar la memoria de este insigne yucateco, como un estímulo a las generaciones futuras, y esto es tanto más posible, cuanto que nos es conocida la ilustración y recto proceder de nuestro actual gobernante […] Duerma tranquilo el benefactor yucateco, el ilustre fundador de la ciudad y puerto de Progreso, el amigo del pueblo: mientras que la virtud sea virtud, su recuerdo vivirá profundamente grabado en el corazón de todos los que saben rendir culto al nobilísimo sentimiento de gratitud”.

La generación que conoció a don Juan Miguel Castro, conscientes de que las nobles acciones de las personas ilustres deben preservarse para las futuras generaciones, para no cometer la grave injusticia de olvidarlos, publicó en 1899, el libro “Homenaje al distinguido yucateco Juan Miguel Castro, fundador de Progreso y Benemérito del estado”; un volumen de 310 páginas, en donde se compilan los artículos de la prensa relativos a la vida y obra de Juan Miguel Castro, proyectos y artículos del señor Castro, decretos de las autoridades, notas luctuosas y peticiones de la sociedad para reconocer la vida y obra del ilustre personaje. Hoy, en la ciudad y puerto de Progreso de Castro, en la base de una estatua colocada en las confluencias del malecón y la entrada al muelle fiscal más largo del mundo, se lee la inscripción “Juan Miguel Castro. Fundador de Progreso y Benemérito de Yucatán”; la augusta figura mira al vasto horizonte peninsular, entre transeúntes de todas partes del mundo que caminan a su alrededor, en una ciudad dinámica y próspera, que ha sido durante muchas décadas el punto de salida de los productos de Yucatán hacia todo el orbe, como un día lo vislumbró su fundador en aquel punto de la costa.