El mismo silencio, una novela de sobre el poder, el amor y el erotismo

Tres plumas nos hablan de la obra de Adolfo Calderón Sabido, ganadora del Premio Estatal de Novela Corta “Tiempos de Escritura”
domingo, 3 de abril de 2022 · 16:46

Una novela sobre el poder, la dualidad, las epístolas, el amor, la muerte, el erotismo. Y sobre cómo la literatura -por un momento- vence a las balas. Tres plumas nos hablan de la obra de Adolfo Calderón Sabido, ganadora del Premio Estatal de Novela Corta “Tiempos de Escritura”.

La historia desde la ficción

Salvador Alvarado fue un general que gobernó Yucatán dos años durante la Revolución. Tres escritores, desde sus distintas miradas, nos reseñan hoy El mismo silencio, de Adolfo Calderón Sabido y nos presentan al autor, cuya obra demuestra que cuando una novela histórica se escribe con pasión creativa y no por encargo editorial, el resultado puede ser muy poderoso.

El sabor de lo irrepetible

Verónica Rodríguez

Especial

Los estudiosos de los géneros literarios y los chefs que tienen en su poder varias estrellas Michelín, aducen que, tanto para escribir una novela como para cocinar un buen platillo, es necesaria la aportación de ingredientes imprescindibles.

En la novela, por ejemplo: la historia, el argumento, el tema, los personajes, el ambiente y el objetivo, son algunos de los componentes que los escritores echan de mano para la receta, y, sin embargo, el plato necesita para resultar en gourmet, del toque secreto que pocos artistas poseen: una historia que, quizá, no haya sido contada (muy difícil), y el talento, para que el lector no sólo la devore, sino también, enamore a su paladar.

Eso es El mismo silencio, Premio Estatal de Novela Corta, “Tiempos de Escritura” 2020; un plato de suprema cocina que, según su autor, Adolfo Calderón Sabido, se basa en hechos reales (un buen corte de carne), y de ficción (como las especias que las cocineras aún cosechan en sus solares). Todos sabores conectados entre sí, como los hechos que se narran.

Por lo menos fueron tres años los que vi a Fito cocinando los primeros bocetos de su libro. Debo confesar, que al principio la idea de una novela sobre Salvador Alvarado, no me sedujo. Quizá porque he odiado siempre la política, y las versiones de no pocos escritores para limpiar la imagen de estos especímenes hijos del Señor, que crecen como hongos en el devenir social de cualquier país. Da igual a qué partido pertenezcan, lo mismo se pudren con la humedad, hediendo el aroma original de cualquier plato fuerte. No es el caso de El mismo silencio, porque es la mezcla de sabores intensos como intensos son sus personajes.

Salvador, Mateo, Olegario, Encarnación, el Negro Timbilla, Cristino, Laureana, Raquel, Hilario, Elisa, Emilio… existieron, o existen, pero también inspiraron los hechos imaginarios que Adolfo entrelazó con su historia de vida. Por qué no decirlo, algo tiene de autobiográfica esta novela en la que el escritor, conoce íntimamente y a la perfección a sus personajes; sus reacciones ante las situaciones que los ponen al límite cuando se sienten abandonados, por ejemplo.

Adolfo es el titiritero que dota a sus marionetas de amor, de odio o desprecio; de la ira y de la sed de venganza que marchan juntas a lo largo de este libro. Enreda y desenmaraña los hilos del argumento al cambiar las conductas de sus títeres a dulces, amables o tímidas, o corta sus cabezas de un solo tajo. Fito nos arranca el corazón a los lectores que vivimos tragedias semejantes al sufrimiento de Mateo:

…Vomité ahí mismo.

Alcé la cabeza y asomaron los ojos de Emilio por encima de la sábana de su catre. En sus pupilas vi reflejada mi estupidez. Elisa permanecía Allí. Le dije que pararía. Escuché mis palabras y casi me las creí.  Se acercó. Después de posar mis manos en sus hombros, acarició mis cabellos y dijo: “me das pena, Mateo”. Tengo clara la imagen de otra noche: Elisa preparando las cajas con sus cosas, negándose a escuchar que no se fuera. Quería decirle tantas cosas. Esa frustración me recordó a mi padre. Miré la cara de mi hijo Emilio. “Papá, tengo el hocico estornudado, dijo mientras se limpiaba con la camisa la nariz enrojecida. Él no entendía nada. Sus pasos desaparecieron mientras abandonaba el cuarto.  

Son personajes que el autor nos presenta como seres humanos comunes y corrientes porque, quién es el antagonista ¿Salvador Alvarado? ¿Olegario Molina? ¿El antagonista siempre es el malo de la novela y el bueno es el héroe?  En “El mismo silencio”, NO.

Las historias de estos personajes se repiten en la vida del escritor y también en la del lector, en la cotidianidad de cualquier pueblo de México o país del mundo… en nuestras familias. Podemos reconocerlas, bien sea porque las hayamos vivido como protagonistas o por haberlas atestiguado, y por ello nos deja mancha la tinta vertida en El mismo silencio.

En su ensayo, El arte de la novela, Milan Kundera reflexiona sobre el futuro de este género en una actualidad, en la que los medios de comunicación favorecen el acceso a la información desmedida. Según el escritor checo, el género puede sucumbir ante la falta de tiempo y reflexión impuesta por la velocidad de una sociedad hiperconectada y globalizada. Para la novela de Fito este argumento no es válido. Seguramente cuando se traduzca en otros idiomas mantendrá su alma, no compuesta por los hechos históricos, sociales y políticos narrados, sino por su continuidad, pues como escribe Kundera: “cada obra es la respuesta a las obras precedentes, cada obra contiene toda la experiencia anterior de la novela.” Así, El mismo silencio, es un libro salpicado con escenas de las historias anteriores contadas por Fito; de sus cuentos, de sus poemas, de sus ensayos. 

Trascenderá la historia de amor entre Alvarado y Raquel, aunque en China o Rusia jamás se haya escuchado hablar de Yucatán, y será quizá, que, a través de ese amor, los lectores de países lejanos conozcan sobre los antiguos Whitexicans peninsulares como Olegario Molina, del oro verde, de la pobreza perene de los indios mayas, o de la clase política sirviéndose de las mejores viandas, como este libro que me ha dejado en el paladar, el sabor de lo irrepetible.

Sobrevivimos la misma pandemia, pero no al mismo silencio

Ricardo Guerra de la Peña

Especial

Sobrevivimos a una pandemia, pero no a nosotros mismos. El ruido que generó el COVID-19 nos hizo creer que teníamos un enemigo en común y olvidar que existe un mal que nunca dejó de acompañarnos, hablo de nuestro silencio. Mientras releía la novela de Adolfo Calderón Sabido, mejor conocido como Fito, apunté casi veinte veces la palabra silencio entre las páginas. Silencios con los que sus personajes permitieron injusticias que, de haber levantado la voz, pudieron ser prevenidas.

El mismo silencio, como se titula la novela, es el silencio que siguió apenas una semana después del trágico accidente de la volcadura de un tráiler en Chiapas, donde murieron 57 migrantes. El silencio que permite que Encarnación, personaje de la novela, sea abusada por su patrón, es el mismo silencio que mantiene impune la violación y asesinato del joven José Eduardo Ravelo. El mismo silencio que mantuvo la casta divina en Yucatán ante la explotación de los trabajadores y el derecho de pernada. Nuestro silencio sobrevivirá a más pandemias, hasta extinguirnos. Somos cobardes por naturaleza, lo sé porque ayer escuché decir a un anciano adinerado “Es feo porque es prieto”, y yo preferí guardar silencio que confrontarlo.

Recuerdo con precisión la noche que conocí a Fito durante un taller de cuento. Nunca se lo dije, pero me pareció que, a lo mucho, escribir no pasaría a ser más allá de un hobby. ¿Qué tendría que decir ahora si no había escrito nada antes? Además, las becas y la mayoría de los premios tienen límite de edad. ¿Cuál era el punto? Fito continúo llevando cuentos cada vez mejores. Su mejoría no era ninguna casualidad, escribía con la constancia que siempre he soñado y leía todo lo que le recomendaban. Si algo he aprendido de Fito es que la escritura no es un oficio solitario y que haciendo comunidad se aprende a escribir cada vez mejor.

Quiero detenerme un poco más en la generosidad de Fito para con sus personajes. Sobre todo, con los personajes de Salvador Alvarado y Olegario Molina. El mayor reto de una novela histórica es lograr derretir el bronce que mantiene ocultos a los protagonistas de la historia. Ya sean héroes, villanos o ambas cosas, como en este caso, los personajes que pasan a la historia dejan de ser humanos para convertirse en instituciones. La historia los deshumaniza. Son presas de la invisibilidad más trágica: están a la vista de todos, pero ocultos bajo las máscaras de bronce que los libros de historia les han construido. En esos casos lo único que puede hacerlos volver a la vida es la ficción.

¿Cómo lograr conocer a una estatua como Salvador Alvarado? Allí es donde considero que Fito tuvo su mayor acierto. “Todas las noches, después de poner la traba a la puerta, en cueros, calzo mis botas y escribo. Las ideas fluyen en cuanto dejo de ser Salvador para convertirme en un simple hombre desnudo que narra”. Fito narra sin pretensiones, probablemente desnudo, y esa imagen se las dejo a su imaginación… Tuvo el acierto de desnudar a Alvarado frente a la hoja en blanco, porque frente a la hoja en blanco uno se despoja de sus nombres y cargos, nos convertimos en nuestra versión más honesta.

A un libro honesto le debemos, al menos, presentarlo con la mayor honestidad posible. Salvador Alvarado desnudo, frente a su escritorio, le escribe durante años a su ex esposa recluida en un hospital psiquiátrico. En la ficción de estas cartas, tanto las de Alvarado como las de Olegario Molina, las estatuas de bronce se derriten para develar la carne que quizá algún día fueron o pudieron ser. Para mí esa es mayor justicia que la que puede alcanzar cualquier texto histórico.

Puede ser polémico, pero creo que en la ficción de Fito hay más verdad que en los libros de historia. Y no me refiero a las decenas de horas que pasó consultando documentos históricos, que me consta. La verdad que a mí me interesa es la de la intuición, la que me permite empatizar con un idealista y mercenario como lo fue Salvador Alvarado y con la decrepitud de Olegario Molina. Sus personajes se humanizan porque terminan convirtiéndose en lo que nunca quisieron ser, ¿acaso hay algo más humano que eso?

Desnudar a sus personajes y enfrentarlos a la hoja en blanco no fue el único acierto de Fito al escribir El mismo silencio. Hay una anécdota que, para mí, como escritor en formación, es una hazaña mítica. Fito ya tenía su novela terminada, pero según las bases de la convocatoria del Premio Estatal de Novela Corta “Tiempo de escritura”, se pasaba por muchas cuartillas. Cuando me enteré que eliminaría casi la mitad de la novela para concursar, me pareció una misión imprudente, masoquista y hasta suicida, pero funcionó. La novela se sostiene de principio a fin. Fito sabe que para escribir y salir victorioso hay que ser generoso, desnudarse y, algunas veces, tomar decisiones kamikazes.

El Fito que conocí en un taller, a quien desde antes de leerlo mis prejuicios creyeron que no llegaría a mucho, me demostró que no tener edad para algunas becas y premios es lo que menos importa. Quizá lo más profundo que comparto con él, que hasta ahora me permito confesarle, es que ambos escribimos para no destruirnos. Crear o destruirse, no hay más. Las publicaciones, los concursos y todo lo demás viene por añadidura. Entendí que para los valientes, generosos y honestos nunca es tarde para comenzar a escribir, que desde esa primera noche en el taller Fito ya era un escritor.

Repito, nuestro silencio sobrevivirá a más pandemias, hasta extinguirnos. Somos cobardes por naturaleza. Pero algunos valientes lograrán romper con el silencio, y sostener el ruido vital en más de cien cuartillas. Fito eligió construir en vez de destruirse, y lo más bonito de todo es que esta novela, como el taller en su casa y el bar Macondo, la construyó pensando en nosotros, sus amigos y lectores.

Como dije antes, para Fito la literatura es una fiesta, un bar insostenible en el que a todos nos invita compartir y celebrar.

Silentum

María Elena González

Especial

Porque es bien sabido que la historia no es fácil de escribir, es que El Mismo Silencio nos atrapa desde el principio. Adolfo Calderón, no nos llena de fechas. Nos va llevando a través de cada uno de los personajes por el camino que recorren sus ojos. Las querencias y miedos tan individuales nos ofrecen la versión de los hechos según sus nociones. Cada uno tiene su mirada, su verdad, pero la pluma de Adolfo, nos hace cómplices. Podemos sentir, padecemos junto con ellos las carencias y deseos del ser humano, que busca dejar incrustado en su camino esa huella que lo cubra de gloria, o lo deje en el olvido.

 Adolfo mama el lenguaje. Viste a los protagonistas de su historia con él, con lo poético, lo racional. La narración de Adolfo nos persigue, nos cubre con esa atmosfera ruda, real, que nos disipa y doblega ante su óptica sensible.

 Silencio; Según la Rae, viene del latín Silentum.

Abstención de hablar, falta de omisión de algo por escrito, pausa musical, no protestar, hacer callar a otra persona.

 El mismo Silencio nos revela en cada página el camino que recorre la afonía para ser rota, para ser transformada por los personajes.

 En su comienzo contundente Mateo grita.  - ¡Dispárame! A la cabeza-. Una desesperada petición que lo envuelve de culpa. El mutismo, es roto. 

En Salvador Alvarado, personaje principal, su voz suena, no calla, hace ruido, nos envuelve con su carácter, con su amor iracundo por Raquel, con sus encrucijadas por obtenerlo todo.

En Encarnación, el silencio es roto por el conformismo, por la obediencia impuesta. Cito: La primera vez, me puse a llorar. Al patrón no le importó. Dijo: “¡Menéate, niña! Esto es mejor que el trabajo en la milpa”. Ahora sé que tiene razón. Aún recuerdo el “xooj, cállate y vístete” de esa primera tarde con él.

Olegario Molina. cito: Por último, querido amigo, ¿sabes algo de la india Encarnación? Pregunta que repite inagotable, en cada una de las cartas que envía a Cristino.

En cada uno de ellos se extiende un grito, que hace resonar con silente contundencia, su mirada de la historia hecha de instantes. Una serie de destellos que encabezan un hecho. El tiempo es un instante, y Adolfo, nos muestra cada uno de estos en sus personajes, que van hilando la trama. Salvador Alvarado, Olegario Molina; Mateo. Palpan el tiempo, lo devoran y retrasan, convirtiéndolo en un pasaje que toma vida ante nuestros ojos.

 Esto, es lo que logra Adolfo con su escritura fuerte, con su línea del tiempo razonada y trazada con pasiones humanas, no le interesan las fechas de memoria, le interesa hacernos sentir; regalarnos las carencias, debilidades y fuerzas, que conforman al ser humano y lo convierten en héroe o en cobarde. En cada una de las líneas nos invita incluso a juzgar.

Recuerdo muy bien el día que Adolfo me llamó y me preguntó qué título me gustaba más de acuerdo con la imagen de la portada. Cuando vi la fotografía me impactó. Un hombre que lucha por ser escuchado, un hombre sometido que quiere romper los eslabones que se tejen alrededor de su grito y lo hacen callar. Puede ser un pueblo, una mujer, una nación. Título y fotografía logran una sincronía perfecta que resuella. Como resuella cada palabra, cada pasaje que confirman un pasado.

 “Habremos perdido hasta la memoria de nuestro encuentro… y sin embargo, nos reuniremos, para separarnos y reunirnos de nuevo, allí donde se reúnen los hombres muertos: en los labios de los vivos”. Samuel Butler.

 Gracias Adolfo porque tu escritura habla, somete y transforma la historia en algo para redimir y establecer vínculos entre el tiempo, el instante y el pasado.

Capítulo 36. Olegario Molina

(fragmento)

Adolfo Calderón Sabido

 

Te tiembla el párpado al ver en el espejo la telaraña de venas en tu piel traslúcida y los alambres blancos en tu miembro flácido, al que la vejez ha vuelto un entresijo de piel que cuelga entre tus piernas. Silente, luchas con tus pensamientos que intentan viajar al recuerdo para revolverte los intestinos. La nostalgia hace que lo tengas todo claro y que entiendas de una vez por todas que de nada sirve arrepentirte.

Pensaste que la vida era una obra de teatro en la que tú eras el director y en la que todos debían actuar de acuerdo con el guion que dictabas. El presente se te cae de las manos. No puedes frenar la jugarreta infame de tus emociones ni el febril temblor de tus manos. Tu cabeza está llena de las llagas que tú mismo te infligiste al arrancarte las costras de seborrea. Eres la colección de achaques de un misántropo mezquino y esmirriado. Presión en el pecho, cuerpo cansado, pesado, irritable, hastío, tiroides, diabetes. Crees ser únicamente el escarnio de cuantos te conocieron. Lo que más duele, Olegario, es que eres la decepción de ti mismo.

¿Ya ves que no todo es cuestión de dinero? Ahora dime, ¿cómo vas a resolver el hedor de la vejez, que apesta como un cadáver abandonado?

El calor de la habitación te hace retroceder al mes de febrero de 1906. Recuerdas el arribo de don Porfirio al puerto de Progreso, la caterva de lambiscones, la legión de besamanos, la fila de huelepedos que te llenaban de parabienes.

El recorrido en el Adelantado de Montejo en carruajes elegantes, la llegada a Mérida en una estación improvisada, la opulencia de las casas, el lujo de las mujeres en traje sastre de anchas enaguas, los coloridos hipiles bordados, la blancura de la ropa de los indios, que pulcramente ordenaste vestir para guardar las apariencias. El momento en el que el presidente y su séquito pasaron por aquella interminable serie de arcos magníficos. Los coches que seguían al visitante poderoso y distinguido. El carruaje elegante jalado por caballos negros pura sangre donde tú y el visitante distinguido, poderoso, Porfirio Díaz, en traje negro y ambos con sombreros del mismo color, saludaban levantando la mano al mar de gente que parecía infinito. ¿No te acuerdas que hasta les confeccionaste ropa nueva a los peones que conocerían y pusiste a un grupo de ellos en viviendas decorosas alejadas de la verdadera realidad que vivían todos los días? Pero lo que no pudiste maquillar fue la tristeza y la explotación fijadas en el rostro y las pieles quemadas y humilladas por las horas de sol.

¡Viejo! Odias esa palabra que antes sentías tan ajena. La vida para ti era ansiedad sádica, acelerada por el poder. Mírate ahora: lento, la epidermis llena de manchas y la tos flemosa. Pero fuiste más allá, te empeñaste en acumular más y más. ¿Recuerdas cuando esa ansiedad te hacía salir del baño, incluso cuando todavía la espuma del jabón resbalaba por tu cuerpo? Tu mirada, que antes hacía temblar a cualquiera, hoy se ha vuelto opaca y timorata. Tú, que no parpadeabas al tomar una decisión ni en los momentos difíciles. Tienes pelo en el bigote pero tu cabeza está calva. ¿Qué puedes hacer ante el millar de grietas en tu cuerpo? Por supuesto que nada, sólo aceptar la vejez con resignación. ¿Pero qué resignación puede tener Olegario Molina, quien llegó a ser el titiritero mayor de Yucatán?

Odias cuanto te rodea en la casa, lo que lees en la prensa. De poco ha servido tu posición que puso todo a tu alcance. Hoy estás convertido en un guiñapo. Giras en la cama con los ojos cerrados. La habitación se retuerce en el calor de la tarde. Fallaste en lo más elemental. Hay algo peor que ser viejo, porque el tiempo es una trampa para tramposos como tú, Olegario. Lo que te asfixia es saber que, a pesar tuyo, nada ni nadie te extrañará y que, aunque siempre trataste de ganar en todo, en esta partida que está por terminar, perdiste.

El mismo silencio. Adolfo Calderón Sabido, Nitro Press, 2020.