La mirada en el constructo erótico de Juan García Ponce

Juan García Ponce destacó, particularmente, por su manera de instaurar una propuesta novedosa para la narrativa erótica mexicana, situación que es plasmada en esta edición de Unicornio
domingo, 23 de octubre de 2022 · 17:16

Juan García Ponce (Mérida, 1932 – Ciudad de México, 2003) fue traductor y antologista, escritor de cuento, ensayo, guión, poesía y, asimismo, uno de los miembros sustanciales de la nombrada Generación de Medio Siglo -grupo de intelectuales que compartió una fase singular en la construcción y constitución del canon literario mexicano-. Juan destacó, particularmente, por su manera de instaurar una propuesta novedosa para la narrativa erótica mexicana; propuesta que, hasta hoy, sigue siendo objeto de estudio y análisis.

De acuerdo con Pereira (1995), la Generación de Medio Siglo surgió y se mantuvo en un periodo de desarrollo intelectual y cultural mexicano que va, aproximadamente, de 1940 a 1968. Su tendencia cultural fue la disminución de carga nacionalista, así como la apertura hacia influencias extranjeras y aquellas relacionadas con el choque que produjo el paso de un México rural a uno urbano y cosmopolita. Influenciada por Los Contemporáneos, la Generación creó sus propias características distintivas: entre ellas la mencionada perspectiva cosmopolita, así como la creación de una literatura fundamentalmente urbana, discursos contrarios al nacionalismo y la postulación de una actitud crítica hacia la cultura.

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Juan García Ponce fue de los pioneros en la publicación de literatura que brindó temas insólitos para la época, donde las variantes del erotismo, el ejercicio pleno de los sentidos y las imprevistas reacciones de la naturaleza humana ponían en crisis los límites del pudor. El incesto, el cuestionamiento de la institución matrimonial, los secretos rituales de la sensualidad, la inestabilidad de la pareja, la soledad y locura fueron, en síntesis, los contenidos de páginas notables e intensas que anticipaban el ocaso de un pensamiento y el advenimiento de otro con tendencia liberal.

Evidencia de ello es la publicación de cuentos como Rito (Figuraciones, 1982), donde el autor yucateco describe la relación de una pareja: Arturo y Liliana. Ella, como naturalmente sucede en las historias del autor, es una mujer bella de figura esbelta y ojos azules. De Arturo no se conoce el físico, pero sí mucho de sus emociones hacia Liliana. El relato expone el rito de voyerismo que la pareja solía sostener de manera constante. Ya desde el inicio se predispone al lector con el siguiente epígrafe de Pierre Klossowski: “la necesidad de semejantes leyes no se comprende bien y la triste referencia al voyeur no muestra para nada sus misteriosos recursos”.

Georges Bataille asegura que lo erotizante es aquello que desequilibra al ser y fomenta que se cuestione a sí mismo de manera consciente. A continuación, la frase que inaugura su libro El erotismo (1957, p. 20): “El erotismo, aspecto inmediato de la experiencia interior, tal como se opone a la sexualidad animal”.

 Como parece indicarlo esa primera afirmación, a lo largo del libro, Bataille se encarga de demostrar la distinción entre la sexualidad humana y la del animal partiendo de la idea de que el erotismo es un aspecto de la vida interior del hombre y el primer error es tratar de buscar al objeto del deseo en lo externo, pues ese objeto correspondería directamente a la interioridad del deseo. Esto último quiere decir que la elección del objeto se construye a partir de los gustos personales del sujeto y que el sentir “deseo” radica del interior de cada sujeto.

“La elección de un objeto depende siempre de los gustos personales del sujeto; […] una palabra, hasta cuando se conforma con la mayoritaria, la elección humana difiere de la elección del animal: apela a esa movilidad interior, infinitamente compleja, que es propia del hombre. El animal tiene en sí mismo una vida subjetiva, pero, al parecer, esa vida le es dada tal como lo son los objetos inertes: de una vez por todas. El erotismo del hombre difiere de la sexualidad animal precisamente en que moviliza la vida interior”. (Bataille, 1957, 20)

Esa dinámica de elección erótica es justo lo que vemos en Rito: el invitado se vuelve el objeto elegido por Liliana, ella busca la interacción sensual para ser el objeto de deseo de Arturo, acción que al mismo tiempo crea una reacción inversa. Podría decirse que entre Arturo y el invitado hay la misma conexión, aunque ellos no se toquen y eviten mirarse, los dos comparten el objeto del deseo (Liliana) y cuando uno de ellos lo posee, se vuelve el deseo del otro que mira. De esa forma, Juan García Ponce nos muestra en su relato la manera en que la mirada juega un papel principal dentro del erotismo porque permite la acción de elegir e interactuar con el otro.

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Más adelante, Bataille hace ver lo siguiente:

“La imagen de la mujer deseable, la primera en aparecer, sería insulsa —no provocaría el deseo— si no anunciase, o no revelase, al mismo tiempo, un aspecto animal secreto, más gravemente sugestivo. La belleza de la mujer deseable anuncia sus vergüenzas; justamente, sus partes pilosas, sus partes animales. El instinto inscribe en nosotros el deseo de esas partes. Pero, más allá del instinto sexual, el deseo erótico responde a otros componentes. La belleza negadora de la animalidad, que despierta el deseo, lleva, en la exasperación del deseo, a la exaltación de las partes animales”. (Bataille, 1957, 21)

En Rito se narra que previo a la entrada de Liliana a la habitación el invitado y Arturo intercambian un breve diálogo a modo de consenso sobre la presencia de ambos durante el momento sexual. Arturo le hace saber al invitado que, al encontrarse desnudo con Liliana, su participación inserta en el acto sería únicamente mirar a la mujer:

“A ella. Verla como si yo no existiera y encontrarla siempre desde un nuevo principio. […] Ella solo puede querer estar contigo. Es también una de sus maneras de estar conmigo”. (García Ponce, 1982: 7)

Cuando Liliana se hace presente, surgen descripciones que hacen visible la belleza con la que el autor recrea espacios parecidos a cuadros pictóricos. Además, dentro de tales descripciones surge también un momento relevante para la historia, puesto que se hace visible la forma en que los personajes forman parte de un acuerdo erótico que surge a través de las miradas:

“Entonces, por la puerta de la sala, aparece Liliana, sobrepasándose a sí misma, gozando de antemano con el carácter inesperado de su aparición y se queda de pie en el marco de la puerta, con los ojos azules animados por una irreprimible alegría que transforma la severa perfección de sus facciones dentro del preciso óvalo de la cara enmarcado por el pelo negro que ella misma se ha echado hacia arriba, feliz ante la sorpresa del invitado, ajena a Arturo y segura de su complicidad.

La luz de la habitación continua la ilumina por detrás, recortando su silueta en el espacio creado por el marco de la puerta, deteniéndola en el umbral de la semioscuridad de la sala. Instante perpetuo desde donde la miran y la admiran Arturo y el invitado. Por un momento en ese preciso instante, el tiempo tiene la inmovilidad y la vida que se unen y se contradicen en un cuadro”. (García Ponce, 1982: 8)

El juego de las miradas entre los personajes influye en la lejanía o cercanía en la que el lector puede conocer la historia, esto es debido a la elección del narrador. Todo relato es siempre una redescripción del mundo mediada por un punto de vista sobre el mundo, ese sujeto de mediación es el narrador, el cual podemos distinguir en diferentes focalizaciones. Luz Aurora Pimentel en su trabajo El relato en perspectiva: estudio de teoría narrativa (1998) explica que toda focalización (el punto de vista que adopta el narrador y desde el cual se cuenta una historia) es un filtro, “una especie de tamiz de conciencia por donde se hace pasar la información” (Pimentel,1998: 98).

Por ello podemos decir que lo focalizado es el relato y quien focaliza en primera instancia es el narrador. La investigadora demuestra que, desde la perspectiva del narrador, la focalización cero (tradicionalmente llamada narrador omnisciente), es la postura desde donde el narrador no solo tiene conciencia pura de todo lo que acontece, sino que también puede ir al pasado para dar algún tipo de información.

La “autonomía” que caracteriza a esta focalización le confiere a la particularidad de ser una perspectiva de fácil identificación, “tanto para los juicios y opiniones que emite en su propia voz, como por la libertad que tiene para dar la información narrativa que él considere pertinente, en el momento que él juzgue como adecuado”. (Pimentel, 1998: 98)

Tal es la forma de fluir del narrador de Rito, pues puede inmiscuirse en los pensamientos y deseos de cada personaje y moverse hacia el pasado para dar la información necesaria. Del pasado conocemos que Liliana estudió en una escuela de monjas y los inicios de la práctica voyerista frecuente en la relación entre ella y Arturo. Sin embargo, el autor utiliza con cautela esta capacidad narrativa de información amplia como un método indicador de que lo más importante dentro de la narración de Rito es el acto de contemplar.

Los ojos que han dejado de ser suyos, que solo hacen posible la radiante pureza de la oscura visión, miran a Liliana como no pueden verla cuando el deseo los pierde uno del otro; pero entonces la pareja solo es posible en su negación como pareja, en el reconocimiento de una separación y una diferencia que debe mantenerse para que se imponga su voluntad de ser una pareja en esa pureza de la visión en la que uno es el objeto y otro el sujeto pero que absorbe todas las diferencias para unirlos más allá de sí mismos. […] Lo que ocurre a la vista de Arturo no puede describirse, está más allá de las posibilidades del lenguaje común porque solo es producto del lenguaje privado de los cuerpos donde se realiza lo que no puede sustituirse por palabras cuyo significado está fijo.

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El único testigo es la mirada de Arturo y su signo en el silencio. Si cerrara los ojos, Liliana y el invitado desaparecerían, pero aún a través de sus ojos cerrados él sabría que los cuerpos de ellos seguirían existiendo y la mirada, en cambio, le permite participar de esa ceremonia en la que los oficiantes ignoran al espectador pero lo han aceptado antes de iniciar el rito dentro del que se pierden. (García Ponce, 1982: 10)

No es azaroso ni el resultado de una casualidad, no se puede esperar eso de un escritor consolidado como Juan García Ponce. Es evidente la inteligencia en su elección narrativa: un elemento fundamental en todo acto erótico y, sobre todo en el voyeur, es el acto de mirar y, la mirada, como ya hemos visto, es el inicio de toda interacción erótica. Con estos principios se desenvuelven los personajes del cuento y se complejizan para conformar una narración compleja y coherente.

No cabe duda de que Juan García Ponce tuvo un dominio completo de su narrativa. Si lo viéramos como un titiritero en acción, los manipulados serían los personajes y lectores generados dentro de una especie de matrioshka que podría observarse de esta forma: Liliana es mirada por el invitado (aunque, como se vio antes, los personajes son constantemente el objeto y a la vez el sujeto de otro), ambos son mirados por Arturo y, el narrador, conocedor de toda la esfericidad del cuento, es la mirada desde la que se asoma el lector.

El lector del cuento forma parte de la intimidad y del permiso de mirar las encrucijadas de cada personaje. Es gracias a las interacciones visuales que unen la actividad de los personajes y el narrador que el lector puede “mirar” la historia. Juan García Ponce, cuidadoso del valor estético, lo dota de la herramienta visual que le permite inmiscuirlo en el fenómeno del erotismo.

Las jerarquizaciones señaladas se viven también dentro de la significación estética que obtienen los espacios representados en elementos como los muebles, la casa, la música y la luz: cuando Liliana está en la cama en espera del invitado que la contempla erguido al borde del mueble, Arturo mira desde otra habitación, mientras que el sonido de la música forma parte desde una locación todavía más lejana.

Esta historia resulta un instante fugaz para el lector, aunque no para la pareja protagonista, quien al final se encuentra interna en un conflicto. Esa problemática ya no compete al lector, pues al mismo tiempo que el invitado sale de la historia también debe hacerlo él porque el momento erótico ha terminado. De esa forma, Juan García Ponce da una relevancia simétrica a cada personaje, pues el invitado, quien quizá es el personaje de apariencia menos relevante por su asignación secundaria, es la oportunidad que el lector tiene de mirar.

Tal es el cuidado de la formación de la historia que incluso su estructura circular corresponde a que la práctica de voyeur es algo repetitivo en la vida de Arturo y Liliana, práctica que los instala de manera continua en el mismo punto de inicio.

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JG