Burgerpunk

domingo, 22 de agosto de 2021 · 10:49

Llegué con Mariana al Aeropuerto Internacional de San Antonio el 12 de julio a medio día. Mientras esperábamos a que aparecieran nuestras maletas en la banda giratoria, noté qué en una pared de la sala de espera había una bandera de los Estados Unidos dentro de un nicho de cristal. Me acerqué a observarla; las rayas blancas y las estrellas se veían un poco amarillentas. A un lado una placa explicaba que esa bandera fue traída desde Afganistán junto con una tropa estadounidense en 2013; el texto también agradecía a los soldados que lucharon contra El Talibán y Al-Qaeda. Siempre me ha fascinado el apego que los estadounidenses le tienen a la libertad.

A mí, la libertad me parece algo aterrador si tomamos en cuenta el poder destructivo que puede llegar a tener, sobre todo cuando esta se convierte en libertinaje. “Libertinaje”, estoy sonando como un viejito moralista, ¿qué sé yo de estos temas? Aún así, mi hermana y yo hicimos uso de nuestra libertad para viajar a San Antonio, recibir nuestras vacunas contra el COVID-19 y seguir siendo libres en centros comerciales. A Mariana le pusieron la primera dosis de la vacuna Moderna hace un mes en esta misma ciudad. En esa ocasión viajó con una amiga, pero no pudo ir para la segunda dosis, así que me pidió que la acompañara. A mí me pondrían la Johnson and Johnson, la cual es solo una dosis. Esto lo sabía, porque la esposa de Rodrigo, amigos de papá que viven en San Antonio, trabajó facilitando la logística de la vacunación y sabía en donde podía recibir la de Johnson and Johnson. Mientras tanto, en Yucatán ya se habían abierto los registros de vacunación para las personas de dieciocho a veintinueve años, mi grupo de edad. Algunos amigos me preguntaron por qué no me esperaba un par de semanas más. Por un lado, mi hermana no quería viajar sola, pero también pensaba que un pequeño viaje no estaría mal, después de haber pasado tanto tiempo encerrado en casa.

Tomamos nuestras maletas de la banda giratoria y Rodrigo llegó a buscarnos en su camioneta al aeropuerto. Nos llevó hasta el Downtown, donde estaba el Hampton Inn & Suites San Antonio Riverwalk, en donde nos hospedamos. Rodrigo nos recordó que pasaría por nosotros a la nueve y media de la mañana siguiente para ponernos la vacuna en un Walmart. Conseguimos las llaves en la recepción, después de que mi hermana dejó un depósito de mil dólares, el cual me pareció excesivo. Me sorprendió que mi hermana no me dijera nada al respecto, ya que cuando hicimos la reservación nunca nos mencionaron nada acerca de ese depósito. Subimos a la habitación 524.

Pudimos habernos quedado en la casa de Rodrigo, pero mi hermana me advirtió de sus discusiones con su esposa, las cuales presenció cuando se puso la primera dosis, así que preferimos ahorrarnos los momentos incómodos. El cuarto me pareció agradable, era fresco y olía a limpio. Tenía un closet, un baño, dos camas, una televisión sobre un mueble, un escritorio y una ventana. Las paredes estaban pintadas de blanco y la única decoración eran unos cuantos cuadros colgados; eran de botas, vaqueros y cosas por el estilo, pero incluso esos adornos no alteraban la atmósfera austera. Lo que más me gustó fue lavista a través de la ventana. No sólo me sentía emocionado por la vacuna, sino que también tenía ganas de ver el paisaje y la vida gringa con mis propios ojos, una vez más. A través de la ventana pude ver el patio trasero de un edifi cio amarillo abandonado; tenía una pendiente de tierra con unos arbustos que conecta con lo que parecía ser un estacionamiento subterráneo; a la izquierda, un edifi cio neoclásico con una bandera izada, y un poco rasgada, de los Estados Unidos. Este interés por visitar este país de nuevo despertó por un concepto que había leído en el tablero de literatura en 4chan: Burgerpunk.

Es un género literario popular en internet, en donde se satiriza el estilo de vida norteamericano, ya que trata de basar su identidad cultural a través del consumo de productos y servicios. Es como un cyberpunk sin la tecnología altamente avanzada, sólo corporaciones haciéndose más poderosas a costa de la deshumanización de individuos. Incluso lo puedo ver con mi propia identidad: soy una persona con un iPhone 7 y una Macbook Pro, me gusta ver películas de David Lynch, también leo a Haruki Murakami, Etgar Keret, le voy a León F.C., me gusta pedir en Konsushi… ¿Quién sería yo sin todoesto? ¿Seguiría siendo “yo”?

Mientras me asomaba por la ventana, mi hermana me preguntó que veía, noté algo de preocupación o molestia en su tono, tal vez porque le parecí una especie de loquito. Una hora después salimos a buscar un lugar en donde almorzar. Caminamos a lo largode la E. Commerce Street, una amplia calle rodeada de negocios a los lados; de vez en cuando el agua verde del Río San Antonio se asomaba bajo los puentes. Mi hermana sugirió que comiéramos en un restaurante llamado Yard House, un tipo T.G.I. Friday´s. Mientras esperábamos la comida, platicamos de como durante la caminata vimos a muchas familias paseando sin cubrebocas. Seguramente la mayoría de esas personas ya están vacunadas; desde mediados de marzo Texas se convirtió en el primer gran estado de Estados Unidos que eliminó la obligación de llevar cubrebocas. También nos llamó la atención la cantidad de vagabundos que vimos a lo largo de la calle, ni siquiera en la Ciudad de México o en Mérida recuerdo haber visto tantos. No platicamos de nada más durante el resto de la comida, seguíamos cansados por los vuelos. Comimos dos ensaladas, estuvieron buenas; planeábamos comer comida chatarra durante los días restantes.

De regreso al hotel, pasamos a una farmacia para comprar agua y unos chocolates. Ahora que lo pienso, ¿no pudimos haber pedido que nos vacunen en esa farmacia? Regresamos al cuarto y Mariana tomó un baño. Yo me quedé viendo el edifi cio abandonado a un lado del hotel; no sé que es lo que me atraía más: la escalera de incendios completamente oxidada, un par de graffi tis que decían “Pher” (¿de Fernando?), las manchas de moho y la hierba crecida, o las reconstrucciones imaginarias de cómo habría sido ese lugar antes de ser abandonado. Cuando llegamos al hotel, vi que en la fachada del edificio abandonado había un letrero que anunciaba un nuevo hotel. Leí que este tipo de desarrollos no era un buen augurio para los residentes, debido al alza de los precios de las viviendas. En San Antonio el ingreso promedio al año por persona es menos de 14 mil dólares al año. Después de bañarme, nos metimos en nuestras camas, yo elegí la más cercana a la ventana, para apreciar el paisaje, y vimos un especial de The Offi ce en Comedy Central. Nos reímos por un rato, pero había comerciales, sobre todo de Subway y aseguradoras. Además, ver The Offi ce me pone melancólico, nostálgico, me recuerda a cuando tenía quince o dieciséis años y tenía menos preocupaciones. Le sugerí a Mariana que saliéramos a caminar, para conocer los alrededores antes de que anocheciera.

Al principio mi propuesta no le encantó, no estaba muy interesada en conocer la ciudad, pero luego aceptó. Primero fuimos a la Plaza de Las Islas Canarias, un pequeño parque con árboles bajos, unas cuantas bancas bajo unas pérgolas y unas fuentes de agua al nivel del piso; había un par de familias, los niños corrían de un lado a otro. Enfrente se alzaba la Catedral de San Fernando, de estilo gótico, con un rosetón en medio y dos torres a los lados. Cruzamos la Dolorosa Street para ver más de cerca el Bexar County District Courts, un edifi cio que nos pareció llamativo por sus ladrillos rojos, ya que no estamos acostumbrados a verlos en Mérida. Rodeamos el edifi cio y caminamos por la calle S. Flores Street, ahí nos percatamos de que casi no había gente en las calles. Vimos varias ofi cinas con las luces encendidas, pero nadie en su interior. Tampoco se escuchaba el trajín típico de cualquier zona urbana. Seguimos por la S. Flores hasta que nos encontramos con un 7-Eleven a lo lejos. Antes de salir habíamos acordado pasar a una tienda y comprar algo para cenar, ya que el hotel solo incluía desayunos. Pero tardamos en animarnos a cruzar porque había un hombre con un brazo vendado en la esquina, gritaba y hacia ademanes como si estuviera predicando algo, así que sugerí que camináramos por el estacionamiento del ayuntamiento de la ciudad. Salimos de nuevo a la Dolorosa Street (¿quién escogió el nombre de esa calle?). Durante todo ese tiempo seguíamos sin ver a nadie más caminando. Del otro lado de la avenida vimos.

El Merkadito, un lugar con varios puestos decorados a la mexicana; pero no cruzamos porque se veía desierto. En el camellón vi a un tipo sentado tomando fotografías a un edifi - cio con su celular. Por un momento pensé que se colocó ahí para tener un mejor ángulo, pero no tardé en comprender que era otro homeless. Tenía la ropa rota, la cara cubierta de suciedad y parecía hablar solo. “¡Uay! ¿Cómo será que la gente termina así? ¿Será que empiezan drogándose por aburrimiento?”, dijo Marina. No sé si estas preguntas las hizo para agitar mi conciencia por mi consumo de mota, del cual no le he contado, pero sé que sospecha. Le contesté algo relacionado con la pobreza generacional. Sin embargo, hay estudios que revelaron que ese año las personas en situación de calle aumentaron en un 66% en comparación del año pasado.

Cuando fuimos por nuestras vacunas al día siguiente, Rodrigo nos contó que la mayoría de los vagabundos eran veteranos de guerra o personas que se convierten en drogadictas y poresa razón prefieren la calle en vez de los refugios.

Seguimos avanzando hasta una esquina, intentamos doblar, pero nos encontramos con una valla metálica, ya que le estaban dando mantenimiento al alcantarillado y había un gran hueco en donde debería estar la calle. A nuestra izquierda, sobre el camellón de la avenida, caminaba tambaleándose un hombre sin camisa; al principio pensé que era negro, pero se trataba de un latino con el torso manchado con tierra. En ese momento me di cuenta de lo mucho que había oscurecido y comencé a preocuparme. Por un momento pensé en la posibilidad de perdernos en una ciudad desconocida, con calles cerradas y la única compañía de los indigentes. Cruzamos una cuadra más, doblamos a la derecha y caminamos por la W. Travis Street. Mariana me recordó que debíamos pasar a comprar algo para cenar. Después de tres esquinas me asomé por la N. Flores Street y a lo lejos pude ver las luces del 7-Eleven. Nos acercamos y el vago que estaba en la esquina de latienda, ahora se encontraba en la esquina del lado contrario. Aprovechamos que estaba haciendo cálculos en una calculadora imaginaria sobre la pared, para entrar sin que nos notara.

Mientras veíamos que tomar en los refrigeradores, un grupo de personas entró, pero no pudimos verlos hasta que nos los topamos en los pasillos: un anciano usando una camisa y corbata con bermudas y cubierto en polvo; un sujeto rapado con la mirada perdida, temblando en intervalos de unos cuantos segundos; y un wey gordo con una chamarra deportiva, parecía contar algo al aire, pero no lo pude escuchar bien. “Vámonos, ya me estresé”, me dijo Mariana. Le dije que compráramos de una vez, ya estábamos ahí. Agarré un sándwich en bolsa y un jugo, ella agarró un yogurt que le gusta mucho. Nos pusimos detrás de un tipo, que entró antes que nosotros, pagando en la caja. Pasaba su tarjeta de crédito una y otra vez, pero el lector no la detectaba. Mientras tanto, los tipos que acababan de entrar tenían una conversación, por momentos hablaban bajo y en otros gritaban. Uno dijo, en español, que él era de Puerto Rico, pero que vivía en Chicago, el lugar desde donde se controla a la sociedad americana, recuerdo que dijo algo así. El otro respondió, en inglés, que era de París. Por la forma desinteresada en que lo dijo, me parece que hay dos posibilidades: estaba siendo sarcástico con el otro tipo o sí era de Paris, pero de Paris, Texas. Por fin pudo pagar el que estaba en la caja y pasamos nosotros. Cuando nos iban a dar el cambio, le dijimos a la cajera que se lo quedara.

Regresamos a la W. Houston Street. Doblamos en la Soledad Street, donde estaba el hotel. Regresamos al cuarto y nos pusimos a ver Friends mientras cenábamos. No me encanta, pero no había nada mejor. Lo que más me gustó es que tuviera risas grabadas, porque Mariana y yo estábamos cansados y no estábamos de humor para reír. Además, teníamos que despertarnos temprano para ir por nuestras vacunas. José Andrés Machado Soberanis (Mérida, 1996). Participó de 2016 a 2018 en el colectivo de escritura “Letrantes”. Licenciado en Derecho por la Universidad Modelo.