Ideas políticas de cuatro príncipes renacentistas (I)

Los políticos renacentistas debían garantizar estabilidad para los nuevos estados nacionales
domingo, 23 de mayo de 2021 · 13:55

Ya hiede a política. Una nueva historia de elecciones comienza a decantarse en México. Será inédita, la más grande, nunca antes vista. Pero, muy en el fondo, las ideas en torno a cómo gobernar la ciudad tienen aspecto añejo. La chapa de oro cruel le viene del Renacimiento (y desde antes, quizá).

Las naciones del sol

El desarrollo de una teoría política dentro del Renacimiento fue posibilitado -o mejor dicho, requerido- por distintos factores, entre los cuales destacan la novedosa visión basada en el monetarismo y la necesidad de centralizar el nuevo poder que el dinero trajo a Europa. El rey se convertiría entonces en la figura por antonomasia del nuevo orden político, surgido del deseo de monopolizar territorios que fueran convenientes para el desarrollo del novedoso modelo de Estado-Nación. Al ser la Corona la nueva protagonista del ordenamiento social, era menester cuidar el carácter de la figura de autoridad para asegurar la permanencia del reino. Distintos pensadores elaboraron una teoría política “tanto para justificar el absolutismo como para exaltar las virtudes de la libertad y la vida guiada por la justicia”, según Gerardo Escobar en su libro El arte de la política en el Renacimiento.

 No obstante, las premisas para la manutención del poder variaban de un pensador a  otro. Entre los representantes de la teorización política del periodo renacentista destacan Nicolás Maquiavelo y su realismo político; Francesco Guicciardini, quien puntualiza el valor de la “discreción” para la conquista del presente; Erasmo de Rotterdam, defensor de la paz en el gobierno y la necesaria educación para los mandatarios; y Martín Lutero, promotor de la Reforma de la Iglesia católicos. Las perspectivas políticas de estos pensadores, como se verá, contienen distinciones claras entre sí, aunque todas corresponden a la misma utilidad: determinar el correcto comportamiento que debe tener aquél que esté en la cúspide del poder, con el objetivo de garantizar estabilidad para los nuevos Estados nacionales. Esta heterogeneidad de métodos para llegar a un mismo fin se debe a la consideración variable de la realidad, circunferida a las delimitaciones de la nueva medida del mundo, es decir, el humano.

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El Renacimiento no fue oro

Aunque hoy en día las ciencias políticas se desarrollan dentro de un margen específico, varias teorías renacentistas sobre la misma materia enfrentaron distintas dificultades. En primer lugar, los pensadores del Renacimiento se encontraban inmersos en un ambiente de disparidades y cambios drásticos. Fue, ante todo, una época de transición, una especie de bisagra entre la apertura del medioevo y la Modernidad. Empero, declarar la autonomía de ciertos factores ideológicos del Renacimiento, en oposición rigurosa a los concernientes a la Edad Media,  representa una falacia común. Suele entenderse el primero de dichos periodos de la historia europea como un acaecimiento cuasi mítico, un paradigma de hombres-dioses, iluminadísimas manufacturas capaces de nombrar y descubrir toda cosa en el mundo existente, empezando por América; he allí el vivo retrato del proverbio de Protágoras, reformulado y modernizado por Nicolás de Cusa, donde el humano ya no es parte de un todo, sino que se trata de un todo en sí. Diversos historiadores han apoyado esta concepción optimista del Renacimiento, especialmente Jacob Burckhardt, quien se ha encargado de homogeneizar y reducir el ethos renacentista a tres facultades generales: individualismo, realismo y modernidad .

Debe exponerse, en posición contraria al reduccionismo teórico mencionado anteriormente, la heterogeneidad del Renacimiento. Es insensato concebir el Renacimiento como una suspensión de las problemáticas sociales, religiosas, e intelectuales, donde el barbarismo “propio” del medioevo ha  sido erradicado. De haber sido así, las teorías políticas hubiesen sido objeto de ocio, y no intentos de directrices concebidas para depositar en el monarca el anhelo del orden, la paz y la unidad. Aunque si bien es cierto que la última de las Cruzadas tuvo lugar a finales del siglo XIII, y que existió, durante el llamado “inicio de la Modernidad”, una intensa labor de secularización de la cual el estandarte por antonomasia es el Giro Copernicano, no deben pasarse por alto las problemáticas sociales por las cuales fue necesaria una reacción intelectual durante el Renacimiento.  Sus precedentes medievales no le permiten definirse en oposición a ellos, como se cree regularmente.

Por el contrario: el pensamiento renacentista acerca de la política, tópico de interés para el presente trabajo, surge, como ya se propuso, por la necesitada regulación de un ambiente socio-económico bastante turbulento. Lo conflictivo en esa sociedad provenía, principalmente, de la yuxtaposición de distintos elementos: la progresiva imposición de un pensamiento religioso fragmentado, el auge del mercantilismo y su potencial de movilizar a la sociedad, y el inicio de procesos de secularización.  Dos fuerzas contradictorias -los dogmas de la Iglesia y la justificación racional de los componentes de la realidad- se ven intercedidas por el factor novedoso, en cuanto a organización social se refiere: las nuevas posibilidades de comercio.

El primero de los elementos aquí apreciados, la Iglesia, ya había decaído en distintas ocasiones rumbo al siglo XVI. El Edicto de Milán, suceso clave para la consolidación del cristianismo en Europa, se encontraba a más de un milenio de distancia, y la religión de Cristo perdía la confianza entre la población renacentista por el legado corrupto de la institución eclesiástica. Por el otro lado, el mercantilismo, potenciado por el movimiento secularizador, exploró ámbitos jamás antes cuestionados, y no debe entenderse aquí únicamente al aspecto científico, sino también las exploraciones que tendrían como consecuencia la aparición del colonialismo; se viajaba por el mundo con el fin de reconocerlo, a la par de un interés comercial que ya estaba ligado directamente con el poder político. Alfred Von-Martin, concibiendo esto como el nacimiento del “espíritu de empresa”, lo describe así en su Sociología del Renacimiento:

“Se trataba de empresas guerreras, animadas por un espíritu bélico primario, pero lo que en la Edad Media aparece en las formas desorganizadas del puro afán de botín (…) a tono con el sentido de la vida feudal de los ‘bárbaros’ germanos, se muestra ahora en forma metódica, ordenada según los puntos de vista de la ratio económica”.

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Así, el pensamiento burgués termina por establecerse firme dentro del marco social, yendo a la par con la nobleza e incluso estableciendo relaciones de poder con ella, despojándola en primera instancia “de la base de su existencia señorial -o sea, el monopolio de la fuerza militar y del valor de la tierra como fuente de todos los derechos y de todas las riquezas-”, según el mismo autor. La preponderancia social sería asequible para la burguesía con el paso del tiempo, al grado de superar incluso a la Iglesia misma. En el texto ya citado, se expone:

“El vínculo social no está ya constituido por un sentimiento orgánico de comunidad (de sangre, de vecindad o de servicio), sino por una organización artificial y mecánica, desligada de las antiguas fuerzas de la moral y de la religión, y que, con la ratio status, proclama el laicismo y la autonomía del Estado”. 

Quizá podría excusarse al historiador Jacob Burckhardt si su noción de individualismo se refiere a la autonomía del Estado, condición novedosa introducida en la organización social renacentista. La liberación económica permitió -o, mejor dicho, demandó- secularizar las monarquías para enriquecer su potestad, aunque, por otro lado, se abordaba una problemática a la cual respondieron diversos pensadores: una evaluación técnica de los procedimientos para el nuevo modo de gobierno era inexistente. La incertidumbre acerca del devenir político tendría que ser aliviado con múltiples Tratados, presuntuosos de esclarecer el advenimiento del nuevo régimen, cuyo alcance no haría más que volverse una vorágine imprevisible, incluso en la actualidad.

La búsqueda intelectual

El estudio de la política se reservó en su mayoría a los llamados consiglieri, una especie de consejeros para príncipes, cuyo bagaje provenía de la valoración técnica de hechos históricos, aunada con su experiencia práctica dentro del ámbito político. Uno de los acaecimientos más importantes para el estudio del comportamiento de la nueva naturaleza monárquica, según Perry Anderson y Julia Santos en El Estado absolutista, fue la unión de Aragón y Castilla, una de las primeras ocasiones beneficiosas para el desarrollo del absolutismo; a la par se encontraban los Tudor en Inglaterra. El expansionismo y la identificación cultural aportaron en gran medida un sentido de unificación dentro de los emergentes Estados. El absolutismo llenaba, mediante métodos generalmente bélicos, la necesidad de preservar el orden ideológico y material de los reinos nacientes.

Nicolás Maquiavelo defenderá los preceptos de la monarquía absolutista en su obra más conocida, El Príncipe, manifiesto de “la necesidad de crear un orden político capaz de competir política y militarmente”. El carácter de la obra mencionada dedica su ser a esclarecer los tipos de principado existentes y las previsiones que deben tenerse para la conservación de cada uno de ellos. El rigor con el cual el escritor florentino se expresa de los modos de la preservación del poder puede contrariar a cualquiera, pues se trata de métodos que parecen alejados de todo fundamento moral. La figura del mandatario que Maquiavelo ofrece está configurada de tal manera por una razón bien específica, a saber, la concepción antropológica que el pensador italiano tiene como esencia en su obra:

“Puede decirse, hablando generalmente, que los hombres son ingratos, volubles, disimulados, que huyen de los peligros y son ansiosos de ganancias. Mientras que les haces bien y que no necesitas de ellos, como lo he dicho, te son adictos, te ofrecen su caudal, vida e hijos, pero se rebelan cuando llega esta necesidad”.

La teoría política de Maquiavelo se desenvuelve a partir de este precepto pesimista, poniéndolo en contraposición de otros pensadores, factor que se apreciará más adelante. Mientras, habrá que reparar en las relaciones de poder que el autor de El Príncipe considera para los gobernantes. En la introducción a su obra, él recalca: “No he podido adquirir este conocimiento más que con una dilatada experiencia de las horrendas vicisitudes políticas de nuestra edad, y por medio de una continuada lectura de las antiguas historias”.

La teoría política maquiavélica se constituye, entonces, por dos elementos: la observación de su agitado entorno social y el estudio de los hechos de la Antigüedad. La interacción de Maquiavelo con la realidad de su tiempo se debió, en gran parte, a su posicionamiento en la Cancillería de Florencia. Aunque dicha ocupación fue de estancia breve, fue iniciadora de diversas embajadas y misiones que le llevarían a saber de Luis XII y de la violenta recaptura de Pisa en 1498. Así, las recomendaciones de Maquiavelo funcionan en oposición a los hechos históricos que ha estudiado y presenciado. Por ejemplo, la figura de Luis XII funge como ilustración de muchas de las precipitaciones que deben evitarse para mantener el equilibrio del principado. Se lee, entonces:

“Luis XII había cometido, pues, cinco faltas, en cuanto había destruido las reducidas potencias de Italia, aumentado la dominación de un príncipe ya poderoso, introducido a un extranjero que lo era mucho, no residido allí él mismo, ni establecido colonias”.

La capacidad abstractiva de Maquiavelo para discernir las causas del detrimento político de alguna monarquía, concretamente la de Luis XII, le permitirían componer subsecuentemente un estatuto provisorio, cuya precaución versa sobre la manutención del poder propio basada en el control sobre los gobernados y la correcta manipulación de las relaciones con los Estados circundantes. En efecto, las relaciones teórico-políticas del principado maquiavélico, tanto al interior como en el exterior, parecen funcionar en términos de resistencia e imposición, especialmente cuando se trata de mantener al margen a los gobernados.

El político italiano conserva, a lo largo de El Príncipe, la valoración del vulgo como uno de los pilares estratégicos para la conservación del principado, siempre desde su antropología pesimista. La crueldad con la que Maquiavelo aconseja llevar a cabo ciertas medidas (como aquellas implementadas al momento de establecer colonias, donde “hallándose pobres y dispersos los ofendidos” no podrían pronunciarse en contra del nuevo mandatario) está amalgamada con el temor a las rebeliones: “un príncipe tiene dos cosas que temer. A saber: en lo interior de su Estado, alguna rebelión por parte de sus súbditos; y segundo, por afuera, un ataque por parte de alguna potencia vecina”.

El elemento coactivo del principado maquiavélico no se desperdicia en ninguno de los dos casos. Con respecto del control interno, es decir, la prevención de revueltas por parte de los conquistados, Maquiavelo pone de manifiesto en el capítulo II de El Príncipe que debe tratarse cualquier intento de rebelión como se trata la tisis: finiquitar cualquier dificultad desde sus primeras manifestaciones. De lo contrario, cualquier intento posterior, debido al descuido mientras la enfermedad iniciaba sus síntomas, será infructífero. El control de las relaciones exteriores parece seguir la misma línea restrictiva:

“Debe [el monarca], además, hacer de modo que un extranjero tan poderoso como él no entre en su nueva provincia; porque acaecerá entonces que llamarán allí a este extranjero los que se hallen descontentos con motivo de su mucha ambición o de sus temores”.

Para llevar a cabo todas las empresas de contención y previsión de cualquier perjuicio para el Estado, Maquiavelo destaca la importancia de tener una armada propia, pues, según él, “los principales fundamentos de que son capaces todos los Estados, ya nuevos, ya antiguos, ya mixtos, son las buenas leyes y armas; y porque las leyes no pueden ser malas en donde son buenas las armas”. He aquí uno de los puntos más controversiales del pensamiento maquiavélico, pues las leyes son más bien ejercicios coactivos, donde el temor es privilegiado y puesto como garantía para la preservación de la figura de poder.

Otros elementos fundamentales  en el pensamiento de Maquiavelo son sus conceptos de virtud y fortuna. Si bien Maquiavelo prescribe firmemente la maldad implícita en todo ser humano, revela también su potencial de libertad, su virtú, la capacidad de hacer frente a los embates o favores de la fortuna. La compilación de acaecimientos por parte de Maquiavelo no es ociosa, sino que tiene la intención de reunir, desde lo ya pasado, elementos que sean útiles para resolver problemas de la misma índole en el futuro:

“Estas son las reglas que un príncipe sabio debe observar. Tan lejos de permanecer ocioso en tiempo de paz, fórmese entonces un copioso caudal de recursos que puedan serle de provecho en la adversidad, a fin de que si la fortuna se le vuelve contraria, le halle dispuesto a resistirse a ella”.       

Francesco Guicciardini, embajador de Florencia en España durante el año 1512 , contemporáneo de Maquiavelo, confronta dicha postura acerca de la fortuna y el papel del humano como agente activo de ella. Es Guicciardini quien comenta los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En la obra mencionada, Maquiavelo deseaba recontar la historia de los mandatarios anteriores a su tiempo pues, según él, “no se encuentran ni soberanos, ni repúblicas, ni capitanes, ni ciudadanos que acudan a ejemplos de la Antigüedad”. El humanismo maquiavélico utiliza así la historia para moldear y corregir el presente, cosa que Guicciardini considera insensato, principalmente por su preferencia pragmática y su concepción del tiempo como algo irrepetible.

Si bien, la idea de fortuna está presente en ambos pensadores, ésta se manifiesta de formas distintas. Por un lado, Maquiavelo cree que  “donde hay buena disciplina, hay orden, y rara vez falla la buena fortuna”, según El Príncipe. Guicciardini, en vez, propone la fortuna como algo que “los hombres no pueden prever ni evitar, y si bien la perspicacia y la prudencia de los hombres puede moderar muchas cosas, tales cualidades no bastan por sí mismas, sino que necesitan siempre la buena fortuna”. Esto se encuentra en sus Aforismos políticos y civiles, específicamente en el número 34.

Guicciardini puede resultar contrario a Maquiavelo respecto a las generalidades en la teoría, inconcebibles en la práctica. Mientras el autor de El Príncipe desea proponer una norma general para la constitución y conservación de cualquier principado, Guicciardini, fiel a su concepción de la fortuna, distingue la capacidad de discreción, aquella habilidad para comprender la variedad de las circunstancias y actuar de la mejor manera en que ellas demanden. Así, a cada suceso o circunstancia le correspondería una acción cada vez diferente, por lo que podríamos suponer que Alejandro Magno, según Guicciardini, haría un terrible papel como mandatario de la sociedad actual, por decir un ejemplo. Maquiavelo, por su parte, podría erigirlo como estandarte que se muestre como ejemplo a todos los demás gobiernos.

Otro contraste que se presenta entre los dos pensadores es que Guicciardini es más benévolo en su concepción sobre el humano. Para él, las leyes no se dan en función de limitar a todos los individuos por su naturaleza maligna, sino que se dictan con tal de evitar los actos malvados finiquitados por aquellos que prefieren obrar erróneamente. La premisa de Guicciardini se hace presente en lo que corresponde a las acusaciones deliberadas y a veces injustificadas propuestas por Maquiavelo, pues el primero cree que un castigo indebido puede tornar al pueblo en contra del monarca, mientras que Maquiavelo, metaforizando la rebelión como la tisis, como se ha visto, atendería el problema desde la primera sospecha, superponiendo el temor sobre la simpatía.

Pese a la benevolencia de los estatutos de Guicciardini, Maquiavelo consigue mayor reconocimiento debido al carácter proyectivo de sus premisas y aseveraciones. Además, Guicciardini no parece tener las mismas intenciones que Maquiavelo en cuanto a la prescripción rigurosa de una teoría política, sino que, en ocasiones, incluso se muestra escéptico, por ejemplo, en los Aforismos:

“No te molestes en procurar cambios en la política, que sólo hacen cambiar una cara por otra, pero sin mudanza alguna en el estado de cosas que te disgusta, porque a la postre seguirás con el mismo descontento. Por ejemplo, ¿de qué serviría alejar de la casa de los Médicis a Giovanni Poppi, si en su lugar va a venir Bernardino de San Miniato, hombre de las mismas cualidades y condición?”.

Así, ni uno ni otro jerarca termina por acomodarse con total confort en el paradigma que ofreció Guicciardini, al menos no en el breve fragmento de su obra que hemos revisado. Aún resta conocer a otros dos pensadores renacentistas que pudieran tener algún eco en nuestra vivencia social presente. La próxima semana continuaremos este texto. Gracias por leer hasta aquí y por ahora.

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JG