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Comencemos conjugando. Yo, tú, él, ella, nosotros, ustedes, ellos y ellas somos unos absolutos ignorantes. Ya lo dijo Sócrates, en los Diálogos de Platón, “Sólo sé que no sé nada”. Aunque hay quienes son menos ignorantes que otros –en este momento sólo nos rodean sabios–. Paradójicamente, el desconocimiento generalizado de la mayor parte de los fenómenos del Universo fomentó las tres actitudes necesarias para el avance de la Humanidad: la imaginación de los pueblos antiguos, la sed insaciable de conocimiento y el asombro perpetuo ante el descubrimiento. Estas tres emociones son las que quiero despertar en cada uno de ustedes en los siguientes párrafos. Reconozcamos humildemente que nuestra ignorancia es imperdonable, bestial, para con libertad nuestra fantasía, curiosidad e inteligencia.

La historia nació con la escritura, cuando los actos y pensamientos humanos comenzaron a registrarse en piedra, madera y roca. Es arriesgado e inmaduro proponerse verificar lo verdadero y lo falso en aquellos escritos cuneiformes, puesto que en estas tablillas primitivas todo es creencia profunda, fe dogmática en monstruos alados y seres celestiales. Cierto, hechos reales e imaginarios como el mito de Gilgamesh o las nóminas de reyes del Alto y Bajo Egipto pueden leerse hoy para aprender, divertirse e inspirarse, aunque también es deseable y válido considerarlas como el testimonio de una época lejana y admirar en estos textos milenarios las imágenes que pasaron por la mente de sus autores.

Si bien los documentos milenarios de la Antigüedad son una mezcla de fantasía y verdad, su interpretación ha desembocado en descubrimientos arqueológicos sobre las culturas y sociedades del pasado. Aquí basta con dos ejemplos alemanes, el prusiano Heinrich Schliemann (1822–1890) encontró las murallas incendiadas de Troya en Turquía, luego de estudiar a fondo La Ilíada mientras que, en 1871, Richard Schöne (1840–1922), Karl Zangemeister (1837–1902) y Friedrich Wilhelm (1846–1906) editaron un volumen con todos los grafitis encontrados en los muros de Pompeya, acontecimiento editorial que nos permite conocer, en la actualidad, la procacidad e ingenio de aquellos plebeyos que, en el siglo primero, de nuestra era distaban por mucho de ser eruditos como Cicerón o melancólicos como Séneca.

Si todo texto o escrito, desde el más breve y simple hasta el más extenso y complejo, son huellas parciales de su creador y de su tiempo y documentan un periodo específico del pasado, la novela¸ aquel género hermoso y entretenido, al igual que una estela en Copán o que un cuadro de Leonardo da Vinci, es un artefacto histórico, un testimonio que leído de manera certera, con los criterios adecuados, se entorna como una puerta maravillosa y abre a nuestra comprensión los secretos de mujeres y hombres, fallecidos hace muchos siglos.

Toda novela, como una vasija maya o como los Nueve libros de la historia, de Heródoto, es un objeto que comunica evidencias y rastros de su época. Cuando a principios del siglo XVI don Miguel de Cervantes y Saavedra vio publicadas las dos partes de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, imprimió en sus páginas un testimonio de las ventas, los caminos y avatares de la Castilla de su tiempo y de la forma de hablar de los pícaros, los curas, los nobles y de las damas de aquella centuria. Otro ejemplo, y que me perdone León Tolstoi y sus admiradores, cuando Ana Karerina, con el corazón destrozado, devorada por los celos, se lanza a las vías del tren, estamos ante una tragedia excepcional puesto que una muerte tan mecánica y maquinal sólo pudo concebirse luego de la Revolución Industrial. Antes de la invención de la locomotora y del tendido de vías en Rusia hubiera sido inconcebible que una aristócrata pusiera fin a su existencia con ayuda de la combustión, el carbón y el vapor. Me niego a dar más ejemplos, téngase en cuenta que al igual que una fotografía, antigua o moderna, captura una imagen de objetos, personas y situaciones de un segundo, toda novela desde la más magistralmente escrita hasta la francamente infame es un testimonio de su autor, tiempo y sociedad.

Aquí convendría hablar del origen y de los tipos de novela que existen, pero este tema es tan vasto como el océano. De la antigüedad de este género literario, se dice que su aparición es remotísima y, en palabras de Narciso Campillo, “se pierde en la noche de los tiempos y hay que referirlo a las primitivas sociedades, cuyos individuos satisfacían su curiosidad y su ansia por lo desconocido con los cuentos y tradiciones, que desde época inmemorial habían ido pasando de padres a hijos”. De nuevo llegamos a los límites de nuestra ignorancia y el ansia por lo desconocido –en la retórica de Campillo– es la que mueve al relato. Sobre los tipos de novelas que el ingenio humano ha inventado, hay tantas como estrellas en el firmamento nocturno: autobiográficas, de pícaros, filosóficas, pornográficas, de aprendizaje, viajes, terror y ciencia ficción. Dentro de esta constelación de relatos, la novela histórica brilla de manera fulgurante.

La novela histórica, según los entendidos, consiste en un relato cuyos personajes desenvuelven su devenir en una época anterior a la de su autor. Es decir, si tenemos una historia publicada en 2017 cuya trama se desarrolla en las Cruzadas o que se ambienta en la época durante la fundación de Chichén Itzá nos encontramos delante de un relato que se presenta como histórico.

Para confeccionar una ficción de carácter histórico su autor, si es bueno, disminuyó su ignorancia o, en términos más diplomáticos, se informó sobre las formas de vida y los individuos de los tiempos previos a sí. Éste es un reto gigantesco, porque las mujeres y los hombres del pasado creían, pensaban y actuaban de un modo diametralmente distinto a los nuestros. Los griegos creían sinceramente en pegasos, los mayas en serpientes emplumadas y, perdonen ustedes este rapto de romanticismo, nuestros ancestros no sabían amar como nosotros solemos, se casaban por interés, dotes, propiedades y alianzas ¡ellos no preconizaban nuestra pasión etérea, profunda y desinteresada!

El novelista histórico tiene que reflexionar arduamente si es que desea reproducir de manera fidedigna y verosímil un episodio ubicado siglos atrás. Por fidedigno se entiende semejante y nadie en su sano juicio de novelista histórico describiría a la antigua Roma como la actual Nueva York con sus rascacielos de hierro y cristal. Por su parte, lo verosímil es lo creíble y quien pusiera a Nerón compartiendo actualizaciones en las redes sociales sería un ingenioso bromista, pero no un novelista histórico digno de elogio.

Pensemos en esta imagen. Cuando Walter Scott, novelista de la Escocia del siglo XIX, escribía sobre los guerreros cristianos que lucharon en Palestina contra los seguidores de Mahoma, un hombre que vivía los primeros años de la Revolución Industrial, con sus chimeneas y máquinas de vapor, pensaba en mezquitas y combates, armaduras y espadas. Este argumento demuestra que toda novela histórica que intenta describir una época pretérita es un ejercicio extraordinario de imaginación. Tarea difícil y ardua cuando hay actitudes y creencias que hace mucho dejaron de parecernos comunes. Nosotros, seres del siglo XXI y de la telecomunicación inmediata, esclavos de los celulares inteligentes, somos incapaces de mirar el cielo y las galaxias del mismo modo que los sabios astrónomos o los experimentados agricultores que habitaron los campos en los primeros milenios de la historia humana.

Aquí me veo forzado a hacer un juicio tajante ¿Cuándo una novela histórica es buena, recomendable y provechosa lectura? Todo depende de la suma total del desconocimiento del lector, mientras más tontos seamos más vulnerables somos a que nos guste algo malo. No lo digo yo sino una autoridad en la materia. El novelista histórico de Italia por excelencia fue Alessandro Manzoni, autor de Los Novios, novela publicada en 1827 y cuya trama se desarrolla entre 1628 y 1630. Manzoni, el fundador de la novela histórica en Italia escribió un alegato en contra de este género, algo así como si Marc Zuckenger publicara una actualización en contra de las redes sociales.

Hombre de letras, admirador de Dante que amaba su idioma de manera profunda, Manzoni se burlaba sin tapujos de algunos escritores que le habían precedido. Lanzaba, con una crueldad poco caballerosa, sus dardos en contra de una novelista francesa olvidada en la actualidad, Madame de Scudéry, quien había escrito sobe los persas. El italiano tachaba a esta mujer y a muchos hombres todavía menos talentosos de anacrónicos, es decir, de situar sus personajes y relatos en pasados distantes sin investigar aquellos contextos, faltando al respeto a la cronología de los acontecimientos y trasladando, sin más, actitudes, expresiones e ideales del presente a un falso decorado medieval. En términos más simples, Scudéry y compañía disfrazaban a los franceses del siglo XVII como egipcios o chinos de milenios anteriores. El resultado entonces sólo podía ser tan ridículo como poner a un cavernícola dividiendo su basura en orgánica e inorgánica mucho tiempo antes de la invención del plástico.

Lo que más sorprendió a Manzoni no fue el que los llamados novelistas históricos trasladaran sin recato su época a las anteriores, sino el que estos libros hayan gozado del favor de un buen número de admiradores, lectores y seguidores. ¿Qué es lo que hacía que obras que se pretendían históricas triunfaran? La ignorancia es la madre de los crédulos, alguien que ignora la forma en que vestían los indígenas de Sudamérica a finales del siglo XV pasaría desapercibido el que algún novelista poco documentado vistiera a las Amazonas con corsés y minifaldas. Tampoco se sorprendería alguien que jamás ha abierto un libro de historia literaria de México si en un capítulo Nezahualcóyotl enviara por telégrafo un poema a Sor Juana Inés de la Cruz.

De lo anterior se desprende la principal tesis de esta intervención. En mi opinión, una buena novela histórica es aquel ejercicio de un escritor por entender y reconstituir lo más fidedigna y verosímilmente posible las ideas y hábitos prevalecientes en sociedades del pasado y que, gracias a este esfuerzo, permite a sus lectores adentrarse y entender cómo pensaban y vivían nuestros abuelos ancestrales. Para nuestra mala fortuna, en los tiempos que corren, de lamentable literatura y de mayor rebeldía que buen gusto, los novelistas que se dicen históricos ignoran o menosprecian la gran oportunidad que implica escribir un relato plenamente histórico. Daré un par de ejemplos de actualidad.

Hace poco más de dos años, se me entregó un manuscrito, era una novela breve y bien escrita. Todo pasaba en Cuba cuando aún se hallaba esta isla bajo el dominio español y en esta historia la protagonista, una célebre soprano, era feminista, independentista, protectora de los animales, vegetariana, sufragista y simpatizante de los derechos de los homosexuales. Se me pidió mi opinión y tuve que decirle a mi entrañable compañero, un envidiable conocedor de la ópera, que como relato fantástico su historia merecía publicarse lo más pronto posible… pero, en mi opinión, su relato adolecía de lo mismo que los libros de Madame de Scudéry, pues había trasladado nuestros ideales contemporáneos a una época en que muy difícilmente hubieran aflorado y mucho menos florecido, su centro era la excepción y no la norma. Para construir a su heroína hizo viajar a una activista contemporánea por el túnel del tiempo. En la literatura estas traslaciones son válidas, creativas y sinceramente divertidas, pero en la novela histórica no debería verse reflejado en un espejo mientras cree ver a una persona del pasado.

Más escandaloso, dramático y fiel a su tiempo hubiera sido conocer a una cubana aristocrática, monárquica, con mil esclavos en sus plantaciones, muy contenta de ser como era y entender su forma de actuar gracias al desarrollo narrativo. Para hacer todavía más explícita mi idea, si en una obra Cleopatra expresa su preocupación por el cambio climático estamos ante una sátira y no ante un intento de su autor por entender ni las circunstancias ni el pensamiento de la Reina del Alto y Bajo Egipto. El proceder de mi amigo dista de ser único, es una frecuente traición a lo verídico y fidedigno, pues en los últimos años he leído novelas de los conquistadores españoles en que sus héroes hablan del beneficio del baño diario tratando de convencer a sus fragantes compañeros y ahora resulta que los mayas eran ecologistas y comunistas, aún antes de que Carlos Marx definiera qué era el capitalismo y que se inventara una disciplina encargada del hábitat.

Toda conclusión de estudios es un desafío público y me niego a concluir sin lanzar uno. La moda en la actualidad es la conspiración y la polémica sin fondo. Circulan por todos lados unos novelones que generan grandes ingresos gracias al morbo y la ignorancia, el secreto de su éxito es la elucubración y el cúmulo de falsedades que vulgarizan en torno a las prácticas sexuales de ciertos personajes históricos: Morelos, Carlota, Maximiliano, Porfirio Díaz y sucesores se desnudan ante nuestros ojos y superan los grabados del Kamasutra y de las explícitas descripciones del Marqués de Sade. Todo lector quiere saber, es curioso e ignorante y por eso lee, sin embargo, los supuestos novelistas históricos del día se olvidan de la primera regla de la novela histórica que está llamada a perdurar: uno debe ir al pasado libre de prejuicios para redescubrir lo que hace mucho tiempo dejó de existir y emprender esta travesía sin equipaje, autores como los antedichos son como los turistas estadounidenses que se niegan a comer la comida local de los sitios que visitan y que sólo beben Coca Cola por miedo a la venganza de Moctezuma. En otras palabras, los novelistas de quienes hablo trasladan sus frustraciones sexuales y desinhibiciones a épocas en que difícilmente habrían aflorado y florecido. No es Carlota a la que rompen violentamente el corpiño en el bosque, sino Francisco Martín Moreno, disfrazado con vestido hampón al que poseen con violencia. Más que las posiciones sexuales o forma de retozar alegremente de la Emperatriz me hubiera gustado conocer las formas en que una dama de su condición y de aquel entonces amaba y buscaba satisfacer sus apetitos y ambiciones. Por eso Noticias del Imperio es mil veces más inteligente y compleja que los Arrebatos carnales.

La novela histórica es una puerta que abre un camino al conocimiento de las personas del pasado, su vida cotidiana y cosmovisiones. Un novelista histórico que aspira o se precia de serlo, debe documentarse muy bien e interpretar la complejidad humana de sus personajes si desea aproximarse a las formas en que actuaron y pensaron, superando las distancias impuestas por las ideas que prevalecen en la actualidad y, sobre todo, escribir un relato ameno, atrayente y bien escrito que sacie la curiosidad de sus lectores y que cure, aunque sea un poquito, como con gotas homeopáticas, nuestra ignorancia.

En fin ¿por qué miramos constante, obsesivamente al pasado? Si bien las historias más fantásticas son las que se sitúan en el futuro, con naves extraterrestres e imperios galácticos, las historias del pasado son una ficción que nos devuelven al origen, nos permiten descifrar los arcanos misteriosos de nuestra antigua, milenaria, poderosa naturaleza humana.

Por Emiliano Canto Mayén*