Guardianes de la Milpa

domingo, 16 de agosto de 2020 · 10:01

Luciano era hijo de Magdaleno Canché y Juana María Cahum, y nació en 1922, en Dzono’ot P’i’i’p’ (antiguo nombre maya de Muxupip). Año con año, don Magdaleno acostumbraba cultivar su milpa con cuatro variedades de maíz: precoz, temprano, intermedio y tardío, así como frijol, iib (variedad de frijol), espelón y otros productos. Como era costumbre entre el campesinado, apenas cumplió siete años su hijo comenzó a llevarlo a la milpa para enseñarle, poco a poco, las diferentes faenas.

En la casa del pequeño Luciano no faltaba la comida porque doña Juana, además de dedicarse a las labores domésticas: cocinar, hacer las tortillas, lavar la ropa y otros trabajos, alimentaba a sus gallinas, pavos y cerdos; también regaba las matas de naranja agria y dulce, mamey, aguacate, plátano y las otras plantas del patio familiar.

Como Luciano empezó a aprender los secretos del trabajo de la milpa a temprana edad, cuando cumplió los quince años se había convertido en experto milpero; sin embargo, se interesó más en trabajar en los henequenales de la Sociedad Ejidal de Dzono’ot P’i’ip’. Sólo en algunas ocasiones ayudaba a don Magdaleno a trabajar la milpa, porque el señor lo presionaba; pero Luciano, cuando no iba a trabajar en los henequenales, prefería ir de cacería. Así, llegó a aficionarse a la cacería del venado y del pavo de monte en las tierras del ejido.

Al darse cuenta don Magdaleno que su hijo iba de cacería todas las tardes, cierto día, al terminar de tomar sus alimentos, preocupado, dijo a su esposa:

–Juana María, ¿qué debo hacer para alejar al muchacho de la cacería? Aunque nos trae carne para el consumo, debemos tomar en cuenta que se expone a muchos peligros: puede morderlo una serpiente de cascabel o sufrir otro grave percance.

–¡Dios mío, protege a mi hijo para no sufrir ningún accidente!, imploró alarmada doña Juana. Si llegara a lesionarse andando en solitario por los montes, ¿quién lo socorrería o nos avisaría dónde se encuentra para ir en su ayuda?

Don Magdaleno reflexionó unos momentos la situación y rogó a su mujer:

–Ayúdame a convencer a Luciano para dejar la cacería; a mí no me hace caso. Ya hice cuanto pude para que desista de su afición, y no lo logré.

–Si a ti no te hace caso, menos va a escuchar mis consejos –respondió doña Juana–. Debemos advertirle de los peligros de la cacería; pero la mera verdad, aunque me preocupa mucho los peligros de andar en los montes, me tranquiliza un poco saber que no se ha aficionado a “empinar el codo”, como otros jóvenes de su edad.

–Tienes razón vieja, contestó el marido. Si llegamos a evitar que el muchacho vaya a cazar, puede ser que en sus tiempos de ocio se aficione al consumo de bebidas alcohólicas.

Un día Luciano se dirigía a su trabajo en un plantel de henequén, acompañado por don Magdaleno. Cuando el joven vio el excremento fresco de un venado a la orilla del camino atravesando el terreno que unos seis años atrás se había abandonado como milpa, le dijo a su padre:

–Seguramente el venado que dejó el excremento vino a comer en este monte al amanecer. Mañana vendré por él. 

–No hay necesidad alguna de que acabes con su vida, en la casa hay bastante tasajo de carne de venado guardado por tu madre, dijo don Magdaleno.

Luciano no hizo caso a lo dicho por su padre y, tomando la delantera, apresuró el paso para llegar pronto al trabajo. Cuando regresó a la casa por la tarde, después de haber tomado sus alimentos, se acostó a dormir con la intención de levantarse antes del amanecer.

Todavía no se había posado la “estrella avispa” en el oriente, cuando el joven se encaminó al monte, rumbo a donde sabía entraba el venado a comer.

Cuando Luciano entró al monte, aguzó los oídos. Y por el ruido hecho por el animal al comer, pronto ubicó el lugar. Apagó la lámpara que llevaba en la cabeza y se encaminó, con paso sigiloso, hacia el sur, donde suponía se encontraba el venado.

Apenas había avanzado unos pasos, escuchó unos silbidos: “fíiiw, fíiiw, fíiiw, provenientes del lugar adonde se dirigía, como si alguien le indicara detenerse, y pensó: “Tal parece que no soy el único enterado que ese venado entra a comer en este monte; hay otro cazador que me avisa. También él anda en busca de la presa”.

Temiendo recibir una bala perdida del otro cazador al disparar al venado, se encaminó al poniente. Instantes después escuchó caer unas piedras cerca de él; la primera provenía del oriente, y las demás del poniente y del sur. Ante eso, pensó: “Seguro es un grupo de cuando menos cuatro cazadores que llegaron antes, y quieren deje este lugar. Si me enterco en permanecer, podrían causarme daño; mejor busco el camino al pueblo”.

Estaba a punto de salir del monte, cuando escuchó el ladrido de un perro detrás de él: “jáaaw, jáaaw, jáaaw, por lo cual se apresuró y corrió. Apenas dejó atrás los límites del lugar, los ladridos cesaron.

Luciano le contó a su padre lo sucedido en el monte. Don Magdaleno escuchó con atención a su hijo, y cuando concluyó el relato le dijo:

–Me siento avergonzado de tener un hijo miedoso que huye de un pequeño guardián. No fueron otros cazadores quienes te sacaron del monte con chiflidos y pedradas; fue el guardián de ese lugar. El perro que escuchaste ladrar es de él.

A Luciano no le agradó el comentario de su padre, y preguntó molesto:

–¿Estás sordo, papá? No escuchaste bien.

–Escuché perfectamente, contestó con una leve sonrisa don Magdaleno, por eso precisamente afirmo: fue el alux (espíritu en miniatura invisible, vestido a la usanza maya, asociado a la naturaleza), guardián de ese monte, quien te hizo huir y no otros cazadores. El alux lo crea el milpero para cuidar los productos de la milpa de los ladrones; éste cuida el terreno, como guardián permanente, cuando el milpero muere repentinamente sin haberlo destruido antes.

–Señor, tu vejez te hace inventar tonterías      –dijo Luciano– negándose a creer en la existencia del alux. No quiso escuchar más a su padre. Molesto, salió de la casa y fue a la cocina a beber una jícara de agua.

Luciano contaba con veinte años de edad cuando se casó con Guadalupe, una señorita muy hermosa. Como la muchacha no llegó a congeniar con doña Juana, sólo unos meses vivieron en casa de don Magdaleno. Guadalupe insistió en tener casa propia y el marido se vio en la necesidad de construir una de paja con el apoyo de su padre y unos amigos: majan meyaj (costumbre maya de ayuda mutua).

Cuando la pareja se estableció en su nuevo hogar, Luciano se desligó totalmente de los trabajos de la milpa. Don Magdaleno les obsequiaba elote sancochado, calabaza, iibes, espelón, sandía y otros productos.

A los cuatro años de haber formado Luciano su nuevo hogar con Guadalupe, murió don Magdaleno, víctima de cirrosis hepática, por el excesivo consumo de aguardiente. A partir de entonces, su familia dejó de recibir elote y demás productos de la milpa de su anciano padre.

–Ahora que ya falleció mi padre, dijo Luciano con tristeza a su esposa, nadie va a regalarnos elote sancochado, sandía e iib tierno para curar nuestros antojos; no debemos olvidar cómo compartía con nosotros los productos de su milpa.

–No veo razón alguna para preocuparte, respondió Guadalupe a su marido, tú sabes trabajar muy bien la milpa.

–Estás en lo cierto mujer, contestó Luciano a su esposa, aunque a mí no me agrada el trabajo de la milpa, porque es mucho el esfuerzo y es necesario esperar de tres a cuatro meses para cosechar los primeros frutos. En cambio, en los henequenales: “chapear” y cortar pencas se paga a los seis días y con la cacería se cuenta con dinero de inmediato, al vender la carne de venado o el pavo de monte cazados.

Tiempo después, Luciano dejó de ir a cazar por las tardes y se dedicó a hacerlo de noche, cuando los venados entran a comer hojas y frutos tiernos de iib, hojas y tubérculos de camote y otros productos de la milpa. Cuando no lograba cazar algo, regresaba a casa con iibes, elotes tiernos, sandía, melón, calabaza u otro producto.

La primera vez, al llegar a casa con un morral lleno de elotes tiernos, su esposa, molesta, le recriminó:

–¡Luciano, si fueras mi hijo te daría un buena paliza para aprender a respetar las cosas ajenas! ¿No sientes vergüenzas? Deberías sentirte mal por robar a tus semejantes el producto de su trabajo. ¿No temes ser sorprendido cosechando elotes ajenos?, preguntó molesta su esposa.

–¡Cómo carajos va a sorprenderme el dueño de la milpa robando elotes! A la hora que ando de cacería, él está pedorreándose en la hamaca. ¡Cierra la boca mujer, hazte de la vista gorda!   –contestó Luciano.

El robo de productos de la milpa pronto se convirtió en noticia de primera plana en Dzono’ot P’i’ip’. Pero como casi todos los campesinos del pueblo fomentaban su milpa, el daño parecía no afectar porque Luciano, existiendo infinidad de milpas, no centraba su acción en solamente una.

Cierta noche, Luciano andaba de cazador y se le antojó comer sandía. Se dirigió al sembradío y estando ahí se inclinó con intención de cosechar el fruto más grande. No había logrado su propósito, cuando, de pronto, entre las guías surgió una chayil kaan (serpiente chicotera) que lo hizo retroceder. Después de haberse recuperado del tremendo susto, Luciano extrajo de su morral una coa y dijo: “¡chayil kaan, engendro del demonio! Si te largas de aquí, salvas tu miserable vida; de lo contrario, perderás la cabeza. Una serpiente no va a ser obstáculo para dejarme con la gana de comer sandía”.

Al inclinarse nuevamente para recoger la sandía escogida, vio frente a él dos chayil kaano’ob más, dispuestas a atacarlo. El miedo se apoderó de Luciano, quien dio marcha atrás tratando de huir, pero se vio rodeado por nueve chayil kaano’ob. Lleno de pánico, con el rostro pálido y los cabellos erizados imploró: “¡Dios mío, ayúdame! ¡No permitas que estas hijas del demonio acaben con mi vida!”.

Tras unos minutos de implorar la protección divina, recobró un poco la calma, lo cual le permitió idear una acción salvadora: “Si quiero salvar mi pellejo debo ahuyentar a una de las serpientes para darme paso y poder escapar; de lo contrario, no viviré para contar lo sucedido”. Luciano se quitó el sabukán (bolsa de hilo de henequén) colgado en el hombro y lo aventó encima de una de las serpientes enfrente; el ofidio se hizo a un lado y dio paso al cazador que, sin pensarlo más, salió corriendo en busca del camino a Dzo’no’ot P’i’ip’.

Llegó exhausto a su casa, a punto de desfallecer por el gran esfuerzo hecho para salvar su existencia. Cuando Luciano platicó a su esposa la experiencia vivida esa noche, ella le dijo:

–Luciano, ¿ya te diste cuenta cómo pagas el pecado de andar robando productos de la milpa? Si esas serpientes no te hubieran permitido escapar, a estas horas estarías muerto. Tonto, aunque no lo creas, hay milperos que realizan ceremonias para pedir a los dioses de la naturaleza la protección de los productos de sus milpas. Lo sucedido, me hace recordar lo relatado por el abuelo Desiderio: “El milpero, para prevenir el robo del fruto de la sandía sembrada, hace una ceremonia para ofrendar saka’ (bebida ritual hecha con maíz) al Dios del Monte y a otros dioses de la naturaleza. El saka’ ofrendado no lo bebe cuando lo baja del pequeño altar de madera. Lo entierra en el tronco de la sandía, junto con nueve pedazos del bejuco conocido como táab ka’anil (cordón del cielo) esos nueve pedazos de bejuco se convierten en serpientes para ahuyentar al ladrón de sandía; nunca olvidaré las pláticas del abuelo”, concluyó sentenciosa Guadalupe.

–Ja, ja, ja, se carcajeó Luciano, hoy sí lograste hacerme reír con ganas, mujer. Solamente una persona ignorante como ese viejito puede creer que el bejuco se convierte en serpiente. Para mí, lo ocurrido fue solamente una alucinación, un delirio nada más.

Cierta tarde, después de transcurrir una semana de no “cosechar” en las milpas del pueblo, sintió antojo por comer calabaza tierna sancochada con su flor. Apenas cayó la noche, cogió su rifle y una lámpara para alumbrar el camino y se dirigió a la milpa ubicada al norte de Dzo’ono’ot P’i’ip’. Estaba cosechando calabaza cuando de momento encontró un sembradío de sandía. Al ver los enormes frutos entre las guías, se le hizo agua la boca. Cuando se disponía a cosechar el más grande de los frutos, en tono de burla manifestó: “Compañero, agradezco de todo corazón tu sembradío de sandía para calmar mis ansias de disfrutarla. ¿Acaso estás enterado de mis gustos?”.

Luciano cargó en hombros la sandía y se encaminó hacia donde había asentado el sabukán, con la intención de sacar una pita (bolsa grande de hilo de henequén) para facilitarle llevar el fruto hasta su casa. El ladrón no pudo llegar hasta el sabukán; se quedó dando vueltas y vueltas alrededor del sembradío de sandía como un carrusel, como una persona con exceso de aguardiente en la panza, hasta que las fuerzas lo abandonaron por completo. El hombre cayó al suelo con el fruto entre los brazos.

Al día siguiente, cuando el dueño de la milpa llegó al sembradío de sandía encontró a Luciano tirado en el suelo y roncando. Dormía profundamente.

–Hoy tuve la oportunidad de conocer al ladrón –dijo don Salustino, mientras se disponía a ir al monte a cortar una vara de bejuco blanco–. El saka’ y el aguardiente enterrado junto al tronco de la guía de sandía dio resultado. No te preocupes compañero, enseguida regreso, voy por la medicina para curar tu borrachera.

Doce azotes recibió Luciano con la vara de bejuco blanco, de manos de don Salustino, para despertar y quitársele la “borrachera”. Muy apenado el hombre al verse descubierto en su intento de robar, se puso bocabajo con tal de ocultar su rostro.

–Muchacho, no tengas vergüenza en mostrar tu cara –dijo don Salustino–, ya te reconocí, eres Luciano, el hijo del difunto Magdaleno, un excelente milpero. Compañero, no hay razón alguna para andar robando productos de la milpa, sabiendo cómo se siembra; tu papá te enseñó cómo hacerlo. Pero al parecer, te da flojera fomentar tu milpa. Luciano, agradece a Dios el haber venido por unos elotes, de lo contrario hubieras muerto de insolación cuando los rayos del sol pegaran más fuerte en el transcurso del día.

Surcos de lágrimas bañaban el rostro de Luciano cuando se puso de rodillas delante de don Salustino para decirle:

–Abuelo, estoy en sus manos, haga de mí lo que quiera; estoy dispuesto a recibir cualquier castigo por entrar a robar en su milpa.

–¡Levántate muchacho, no soy Dios para que te pongas de hinojos ante mí! De parte mía ya estás perdonado con los doce azotes recibidos   –dijo el anciano.

Luciano dejó de robar en las milpas. Y no sólo se dedicó a trabajar en los henequenales como siempre, sino también fomentó su milpa año con año para sembrar maíz, frijol, espelón, iib, calabaza, sandía, melón, camote y otros productos para el consumo familiar.

Ilustracion: Salvador Baeza Heredia

Por Santiago Domínguez Aké