El Monumento a la Patria, un emblema de nuestra ciudad

martes, 7 de abril de 2020 · 06:30

Ariel Avilés Marín

A pesar de ser una experiencia diaria, repetida cientos, quizá miles de veces, pasar junto al Monumento a la Patria, o también popularmente conocido como Monumento a la Bandera, no deja de ser, para mí, una emoción y un interno sentido de orgullo, de posesión íntima, de identidad de mi ciudad, de mi avenida más entrañable, el Paseo de Montejo. Es una conciencia permanente que esta obra escultórica es una imagen que identifica a nuestra ciudad en el mundo entero; que si bien muchos de sus habitantes pasan junto a ella y ni siquiera la viran a ver, pero ahí está, y le dice al mundo cómo es Yucatán, cómo es México, y nos representa en la conciencia de una comunidad que rebasa por mucho los límites de nuestra ciudad, de nuestro estado y hasta de nuestra patria toda. El Monumento a la Patria, es una obra de identidad profunda de Mérida para el mundo, y con ella el nombre de Rómulo Rozo toma patente de identidad local por derecho propio. Poco o nada importa que Rómulo haya nacido en Colombia, vino a esta tierra, se sintió profundamente identificado con ella, y la adoptó como patria, o más bien, Rómulo y Mérida, se adoptaron mutuamente, indisolublemente. El Monumento a la Patria es una obra plástica que puede ubicarse dentro de la corriente nacionalista mexicana. Sus formas de resolución de los personajes guardan una profunda cercanía con las formas de mirar, de resolver, de concebir, de creadores de esta corriente, como Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, Juan O’Gorman o Jorge González Camarena. De alguna manera, puede decirse que la obra de Rómulo Rozo está ubicada dentro de la corriente del muralismo mexicano. En sí, el Monumento a la Patria es un gran mural pétreo, pero mural al fin. Su concepción amplia y de una gran extensión sintetizadora de la historia nacional, lo hacen encuadrar perfectamente en este género del arte mexicano del S. XX. Su cualidad de síntesis histórica le da al conjunto escultórico la misma entraña que anida en los murales de los grandes nacionalistas mexicanos, y con ellos comparte la esencia de identidad nacional que impulsó a la corriente para captar la mirada de todas las corrientes del arte del S. XX, y darle a la plástica mexicana de entonces un lugar preponderante en el concierto del arte universal. El Monumento a la Patria pone a la bella Mérida en ese concierto universal. Rómulo Rozo dilató doce años en esculpir esta obra colosal. En 1944, el gobierno de Ernesto Novelo Torre convoca a un concurso para elegir el diseño para construir un altar a la patria, al final de la Avenida de los Itzaes, en la glorieta que ocupó un monumento a los trabajadores henequeneros, y actualmente ocupa el monumento a Miguel Hidalgo. El concurso lo gana un diseño presentado por el Arq. Manuel Amábilis Domínguez. Nunca se supo por qué la obra fue cambiada de lugar y se ejecutó al final del Paseo de Montejo. La ejecución material del proyecto fue encomendada al escultor colombiano, adoptado yucateco, Rómulo Rozo Peña. El artista plástico se ciñó al diseño del arquitecto, pero le puso su concepción personal en el ejercicio que su libertad de creación le otorgaba. Y lo acertado de estas decisiones queda a la vista, pues la obra terminada tuvo, desde el momento de su inauguración en 1956, un reconocimiento universal. Rómulo, era un hombre que encajaba perfectamente en las concepciones de Bolívar y de Martí, sobre el hombre americano, el ciudadano de Nuestra América. Su profundo espíritu del ser mestizo, del hombre de esta patria grande, está presente en una gran cantidad de símbolos que se pueden ver en la magna obra y que nos hablan de concepciones ideológicas y culturales de gran profundidad. El personaje central y eje del intenso mural es una mujer mestiza, que lleva entre sus manos lo más preciado del hombre, su hogar, simbolizado en la casa de paja que sostiene, y dentro de éste, otro símbolo profundo y entrañable, el fuego de la patria, la llama eterna e inextinguible; esta mujer, que a fin de cuentas es madre de una patria, sirve de punto de partida y encuentro de toda la epopeya que se escribe con la historia nacional de nuestra patria. En la cara posterior, el eje central es el árbol sagrado de los mayas, el imponente ceibo, concepción cosmogónica del universo. Esta cara norte, con su gran espejo de agua, nos da noticia de las glorias de las culturas madre y el inicio de la época colonial con la llegada de los españoles a estas tierras. En las aguas del simbólico lago se levanta el águila devorando a la serpiente de cascabel, sincretismo náhuatl y maya. Todo el conjunto de esta cara posterior, está enmarcado a cada lado, por unas estelas que tienen dioses descendentes, rodeados de mariposas, símbolo de la imposición de la nueva religión llegada de allende los mares, y las mariposas simbolizan las cosas nuevas que nacen a partir de ese momento. La cara anterior, o cara sur, nos cuenta en rápido relato, la historia nacional, desde la Guerra de Independencia hasta la Revolución Social Mexicana de 1910. Ahí están a la vista del mundo todos los protagonistas y sus hechos trascendentes. Es un lenguaje fluido, rápido y objetivo que nos lleva de la mano por nuestra historia en forma dinámica y ligera, accesible para todos los ojos que se tomen el trabajo de mirar con detenimiento cara a cara. Esta colosal obra se inauguró el 23 de abril de 1956 por el entonces presidente de la república, Lic. Adolfo Ruiz Cortines. Rómulo Rozo, fue un yucateco por decisión propia, un hombre que se integró entrañablemente al espíritu de lo yucateco en todos sus aspectos. Su labor como escultor está presente en más de un lugar. Una monumental escultura suya arropa y acoge los restos y cenizas de los grandes hombres de la trova yucateca, siendo él uno de ellos, pues sus letras figuran en varias canciones de las más emblemáticas de nuestra canción vernácula, como “Los Clarineros”, “Reina de mi Alma” o su poema sinfónico “Tahil”. Su presencia está inmortalizada en el Parque de la Reina, en Sevilla, donde se conserva intacto el Pabellón de Colombia, que es obra suya; y también en Chetumal, Quintana Roo, en el edificio de la Escuela Belisario Domínguez. Rómulo adoptó en sí el alma del yucateco, hasta en su vestir; lucía diariamente calzando alpargatas, pantalón de manta con delantal de cotín, camiseta cruda de manga larga y siempre su inseparable paliacate rojo; cruzando su pecho, llevaba terciado un sabucán de henequén y cubría su cabeza con un sombrero de huano. Con toda justicia sus restos reposan en el Monumento a la Patria. Fueron depositados ahí en el marco de una emotiva ceremonia que presidió el Dr. Ramiro Osorio Fonseca, entonces embajador de Colombia en México, y su entrañable amiga, la poeta Carmen de la Fuente, dirigió un emotivo discurso a su memoria. Desde septiembre de 1958, en que ingresé al primer año de primaria a la Escuela Modelo, hasta la fecha, he tenido un encuentro diario con el Monumento a la Patria, y cada vez, en cada ocasión, me embarga el mismo sentimiento de orgullo, de posesión, de pertenencia, del que esta obra colosal es un referente y un emblema de nuestra ciudad.