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Joaquín Tamayo

A semejanza de sus héroes intelectuales Rimbaud, Céline y Nietzsche, el cantante Jim Morrison (1943-1971) buscó en los excesos el sentido de la vida. Si bien es cierto que la música, la poesía y la teatralidad fundaron el estilo de su grupo, The Doors, también es verdad que, en el fondo, Morrison vio en estas características una posibilidad de experimentar esos límites, un laboratorio para sortear aquellas fronteras. La idea era saber qué había del otro lado. Esa premisa condujo sin contemplaciones el aliento de su poesía y, al mismo tiempo, de su existencia.

El poderío de su obra provino de la locura, el desencanto, la ira, el miedo, la venganza, el dolor y el amor decadente. Estos sentimientos estuvieron representados por algunas figuras totémicas en sus textos, y luego resultaron esenciales para su banda: reptiles (serpientes y lagartos, sobre todo), chamanes, jefes piel roja, fantasmas, caballos, amantes furtivas, criaturas anodinas, la implacable soledad de la noche y la apocalíptica ciudad de Los Ángeles. Imágenes que, juntas, poblaron la visión de sus más perturbadoras composiciones.

Nadie sale vivo de aquí, la biografía de Jim Morrison publicada en 1981, es decir, diez años después de su muerte, registra con precisión el tumultuoso derrotero de este artista y, además, repasa su mentalidad creadora como uno de los pocos poetas simbolistas del rock. Por ejemplo, la influencia del francés Arthur Rimbaud fue determinante desde sus primeros trabajos:

“Cuando el mar en calma conspira una armadura, y sus corrientes turbias, abortadas, procrean pequeños monstruos, muere el aire en las velas (…) y el primer caballo cae al agua, batir furioso de piernas, su tieso y verde galopar, y salen flotando las cabezas”.

Los autores de Nadie sale vivo de aquí, Jerry Hopkins y Daniel Sugerman, exploraron también el itinerario profesional y vivencial del grupo, con el propósito de retratar de una manera fiel el espíritu que orilló a estos cuatro jóvenes (Ray Manzarek, John Densmore, Robbie Kriegger y Jim, por supuesto) a conformar una de las sociedades musicales más audaces y energéticas de la historia.

Pero, en específico, el libro se centra en Morrison, así como en el proceso de germinación de su poesía y de sus preocupaciones estéticas por hallar una voz literaria propia, la cual aún no ha sido escuchada (leída) con la atención necesaria.

Observemos: “Ni seguridad ni sorpresa, el fin. Nunca más me miraré en tus ojos. Puedes imaginarte lo que será, ilimitado y libre, necesitando con desesperación de alguna mano extraña en un país desesperado”, escribió en una larga elegía que, después, se transformó en la canción The End.

Aparte de su innegable éxito como integrante de The Doors y de la manida leyenda acerca de su muerte, Morrison merece un examen a fondo sobre su particular experiencia lírica.

Sin embargo, sus encuentros con las drogas y el alcohol nublaron la calidad de sus piezas; mejor dicho, casi borraron la aportación del cantante a la cultura pop. Los mitos en torno a sus extravagancias sólo han servido para nutrir el espectáculo sensacionalista de su fallecimiento.

Nacido en el seno de una familia conservadora, sobre todo por la formación militar de su padre, Jim Morrison fue un ávido lector desde muy niño, aunque esa pasión se volvió incontenible ya en la adolescencia, cuando se entregó por completo a la literatura de Louis Ferdinand Céline, William Blake, Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Federico Nietzsche y Aldous Huxley.

En paralelo, desarrolló una animadversión contra cualquier figura de autoridad y, principalmente, se empeñó en despreciar los valores inculcados a la juventud por parte de la tradicionalista sociedad norteamericana. Su biografía da cuenta de episodios significativos en la evolución de su carácter rebelde y de su sensibilidad, y de cómo utilizó el rock para difundir su poesía.

El apogeo de The Doors transcurrió entre 1967 y 1971; en ese lapso, el grupo produjo seis discos ya clásicos. A los músicos les bastó un puñado de canciones para entrar a la inmortalidad, pero ni la adoración de los seguidores ni el relumbrón del dinero pudieron evitar su caída libre, una vez que Morrison perdió el control de su persona. Convertido “en una bella ruina” de sí mismo, como lo define el poeta Michael McClure en el epílogo de Nadie sale vivo de aquí, enfrentó un juicio en Miami por obscenidad, acusado de mostrar sus genitales al público durante uno de sus conciertos. El juicio implicó para él un prolongado e irreversible deterioro emocional y físico. Posteriormente, se afincó en París en compañía de su amante, Pamela Courson.

El viaje tenía por objeto alejarlo de la bebida y de las drogas, a fin de que le dedicara tiempo a la redacción de un memorial en torno a su carrera. De cualquier modo, la muerte interrumpió sus proyectos. Al amanecer del 3 de julio de 1971, Pamela lo encontró inerte en la bañera. Mucho se especuló respecto a las condiciones en las que había fallecido, por años se dijo que, en realidad, había fingido su muerte sólo para escapar hacia el anonimato, muy a la usanza de su querido Rimbaud. El anagrama de su nombre, Mojo Risin, que aparece obsesivamente en la canción LA Woman, era la clave de su nueva identidad.

Han pasado cuarenta y nueve años desde ese momento. La música de The Doors se sigue escuchando, los poemas de Morrison son inspiradas crónicas de una mentalidad. Bob Dylan, John Lennon y Donovan reconocieron la importancia de sus versos, de sus imágenes cargadas de oscuridad, desolación y tristeza. El mundo contemporáneo lo ve ahora como el poeta que siempre fue. Un especialista explicó que con Morrison sólo hay dos reacciones: se le puede querer o aborrecer, pero nadie quedará indiferente ante su palabra. En efecto, parafraseando al título del libro, nadie, nadie sale vivo de Jim.