
Hace una semana, a las tres de la madrugada, el presidente Gustado Petro, envió un mensaje por su habitual medio —la red X—, informando que iba a llegar un avión de Estados Unidos con inmigrantes colombianos deportados y que deberíamos salir a recibirlos con banderas y flores. Media hora después, envió un nuevo mensaje prohibiendo el arribo del avión, que ya estaba en vuelo, porque los traía en condiciones indignas.
El presidente Donald Trump aprovechó la oportunidad que le brindó la precipitación de Petro, para estrenar en Colombia las medidas que ya había prometido desde su campaña y en su discurso de posesión: arancel de 25% a las importaciones colombianas, que luego subiría hasta 50%; cerrar la oficina de visados, cancelar las visas a miembros del gobierno y a cualquiera cercano a él. Petro respondió trinando: impondría también un arancel semejante a las exportaciones de Estados Unidos y si no había visas, no importaba: Colombia tenía lugares muy lindos para visitar.
En medio de la emergencia, nadie sabía dónde estaba el presidente —y seguimos sin saberlo—. Se enteró a esa hora de la madrugada de la inminente llegada de los deportados por la sencilla razón de que estaba despierto; nadie del Gobierno ni de la Fuerza Pública parecía saberlo. Y algo tan banal como que el presidente estuviera despierto a esa hora desató una ola de rumores. Ante su ausencia, el canciller saliente, la designada en su reemplazo y el embajador en Estados Unidos se movieron frenéticamente para comunicarse con sus contactos allí, especialmente Claver Carone, encargado del Departamento de Estado para América Latina, contactaron a políticos contrarios a Petro para que también apoyaran con sus contactos y lograron salvar, por lo menos temporalmente, la situación.
Seguíamos sin saber dónde estaba el presidente. Ya es una conducta habitual en él: cuando no llega con retrasos que pueden ser de muchas horas, sencillamente no aparece, sin una excusa creíble, y así van aumentando los rumores, hasta el punto de que una reconocida periodista le dijo en una carta: “Presidente, si usted tiene una adicción lo invito respetuosamente a que lo devele”. Petro respondió que su única adicción era al café, pero los rumores se acentúan con cada una de sus ausencias en las que ni siquiera la nueva canciller, irreemplazable para él, pueda localizarlo.
Dos días después de posesionado, dejó a la Fuerza Pública esperándolo, uniformada de gala en el Campo de Marte para reconocimiento de la tropa y oficializar la nueva cúpula. No sólo no asistió, sino que no dio ninguna excusa.
Según el diario El Colombiano, Petro ha estado en total 100 días desaparecido y otros tantos en viajes al exterior. Y el portal La Silla Vacía calcula que ha estado unas 83 horas escribiendo 2 mil 500 mensajes en la red, hasta el año pasado, cuando sacaron esa cuenta. Su compulsión por esa forma de comunicación lo lleva a desestimar reuniones de planeación y concertación, y las vías oficiales de comunicación. Ministros y exministros han dicho que nunca se reúne con ellos, como tampoco con los jefes del Departamento Nacional de Planeación o la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores, que integran los expresidentes (el caso actual es una muestra evidente) y la rotación de ministros —seis veces más que sus antecesores Juan Manuel Santos o Álvaro Uribe— es tan grande que muy difícilmente pueden crearse proyectos de largo aliento.
En junio del año pasado, en una visita a París estuvo 24 horas ilocalizable. Pospuso el regreso porque, según dijo, se iba a reunir con directivos de la compañía Dassault Aviation, que pujaba para la renovación de la flota de aviones de la Fuerza Aérea, pero luego se supo que había cancelado esa reunión, la única pendiente. Nadie sabe qué hizo ni donde estuvo durante ese tiempo.
Ha dejado plantadas a las comunidades, a los magistrados, al expresidente Santos que podría ser su mejor aliado en su política de Paz Total, a los alcaldes, y cuando da un asomo de excusa es para decir que cancela porque entra en “agenda privada” sin que nadie pueda decir qué significa eso exactamente.
El presidente es una persona de principios y grandes sueños, pero subestima el trabajo constante, disciplinado, que hace realidad las ideas que por eso quedan sólo en eso: sueños: la Paz Total, las universidades en las regiones más apartadas, el tren elevado desde Buenaventura hasta Barranquilla, el aeropuerto internacional en la alta Guajira. Él, sinceramente, sigue profesando los ideales que lo llevaron a militar en una organización de liberación como era el M19, y eso hace que la nostalgia lo domine y enarbole —físicamente— la bandera de ese movimiento, no precisamente un símbolo de unidad nacional, en eventos públicos y nombre, en muy importantes cargos del país, a sus antiguos compañeros o a los hijos de ellos (algunos cometieron uno de los hechos de corrupción más grandes que se han dado en Colombia, en un proyecto para llevar agua a La Guajira, un departamento desértico mayoritariamente indígena). En la Paz Total, su gran apuesta de Gobierno, salvo dos excepciones, todos los negociadores del Ejecutivo son exmiembros de esa organización.
La difusión de su ideario, que considera su misión, lo llevó a algo tan insólito como que, en pleno incendio del Catatumbo, donde el enfrentamiento entre el ELN y una disidencia de las FARC ha ocasionado el desplazamiento de más de 40 mil personas y la muerte de 100 —en cálculos conservadores—, decidiera irse a Haití a rendir homenaje a Petion, el primero que ayudó a Simón Bolívar en su campaña libertadora. Más que merecido, pero la guerra en esa región fronteriza es una verdadera crisis humanitaria, las ciudades receptoras de los desplazados no tienen recursos para atenderlos, y sus morgues no tienen capacidad para recibir un cadáver más, hay comunidades confinadas en medio del fuego, el presidente Nicolás Maduro anunció ejercicios militares en la zona, hay sobrevuelo de aviones de combate venezolanos, y el presidente de la República se ausenta del país.
Quiero creer que aún hay tiempo para hacer realidad esos sueños que lo hicieron presidente, pero necesitamos un presidente trabajando disciplinadamente en algo tan poco glamuroso como las labores diarias, sin las cuales los ideales se vuelven humo.