Crecer y poder

Jorge Gómez Barata expresa que quienes influyen en los procesos políticos y sociales y determinan las tendencias del devenir son las élites
domingo, 14 de abril de 2024 · 10:34

Todas las corporaciones sociales: Estados, iglesias, empresas, escuelas y universidades, medios de difusión, formaciones militares, partidos políticos, equipos deportivos, corrientes estéticas e instituciones culturales y familias, cuentan con liderazgos sin los cuales no existirían. Así ha sido desde los clanes y las tribus hasta las mega naciones con cientos de millones de habitantes y las organizaciones supranacionales. Se trata del rol de las élites.

Al margen de lo que crean de sí mismos, en tanto individuos o masas, la mayoría de las personas son políticamente irrelevantes. Realmente quienes influyen en los procesos políticos y sociales y determinan las tendencias del devenir son las élites, al decir de Ortega y Gasset: “Minorías excelentes”.

Excepto algunos enfoques ideológicos y movimientos políticos que equivocadamente o en ejercicios demagógicos, ponderan excesivamente el papel de las mayorías, afirmando que “las masas hacen la historia”, las sociedades no tienen nada contra las élites a las que aprecian y admiran por su excelencia, cosa que también puede exagerarse llegando a la sacralización de los liderazgos.

A pesar de la enorme influencia de los sistemas escolares y las iglesias, de los medios de información y de la acción manipuladora de las entidades dedicadas a la promoción de determinadas ideologías, usualmente las personas creen en lo que quieren creer. Es su derecho.

A pesar de la experiencia de Italia, el país donde nació el fascismo, la pertenencia de ese país al eje Berlín-Roma-Tokio y las enormes campañas anticomunista antes y después de la II Guerra Mundial, en la posguerra y hasta la crisis del Socialismo Real, el Partido Comunista de Italia fue la segunda fuerza política de su país y el mayor de todo Occidente. Un militante de aquel partido me enseñó que las personas, creen en lo que quieren creer. Es el milagro de la libertad de conciencia.

Muchas veces he usado ese argumento que esgrimí hace unos 10 años, cuando durante una conferencia ante rectores de universidades estadounidenses, uno de ellos manifestó: “¿No temes -me dijo- que, al normalizar las relaciones con Estados Unidos, dadas las asimetrías, la fuerza de la tradición y la opulencia de su presencia, la cultura norteamericana se trague a la de tu país…?”

Tal vez usted -le dije- me podría explicar por qué la cultura estadounidense no se ha tragado a la de Puerto Rico ni a la de México, tampoco a la de Japón ni a la de Filipinas, donde me han dicho que se habla más inglés que tagalo. Por otra parte, en Los Ángeles hay más hispanos que en Madrid. El fenómeno de las identidades culturales -sentencié-, es más complicado de lo que suele suponerse. Otras cosas son las percepciones ideológicas de ese y otros fenómenos.

Algunas personas, sobre todo los militantes políticamente activos, ilustrados y con perfiles ideológicos definidos, a contrapelo de lo que cree la mayor parte de la humanidad, como ocurre con los ateos, defienden con indeclinable firmeza sus ideales o los ideales que le han inculcado.

En ocasiones tales comportamientos se asocian a la fidelidad a determinados líderes, practicando una especie de culto a la personalidad a partir de lo cual se acepta todo cuanto dicen u orientan y, cuando algo no parece adecuado, miran para otro lado. Por lo común, admitir que han estado equivocados no forma parte de su credo.

No es extraño que tales posiciones, por efecto de inescrutables fenómenos culturales y políticos, comprometan el destino de países completos e incluso de la humanidad. Los partidarios de Donald Trump podrían otorgarle otra vez la Presidencia de los Estados Unidos, aun cuando ello implique enormes riesgos para la salud y estabilidad del sistema políticos y la democracia, no sólo en ese país.

En términos generales estos fenómenos forman parte de los intercambios de opiniones e ideas que enriquecen los debates sociales y la vida política contemporánea, regida por la certeza de que la verdad es mezcla y es siempre relativa y la disposición atribuida François-Marie Arouet (Voltarie), uno de los más transgresores intelectuales de todos los tiempos, quien en defensa de Claude-Adrien Helvétius (Helvecio) escribió: Desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo.

 

 

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