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Opinión

La Constitución colombiana, producto de un pacto social entre distintos actores de la política tradicional y las guerrillas recién desmovilizadas, contiene una amplia carta de derechos y establece la protección reforzada para los sectores de población especialmente vulnerables. Amoldó la normativa colombiana al derecho internacional de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario.

Las comunidades indígenas y las negritudes se reconocieron como de especial protección cultural y física con respeto a sus usos y costumbres y dentro de ellas la mujer, que en general goza de discriminación positiva constitucional, en el caso de estas etnias con reforzamiento en la protección.

A partir del 1991, cuando se expidió la Constitución, las luchas por los derechos de la mujer se fortalecieron y los defensores y promotores de derechos indígenas pudieron avanzar con mayor respaldo en sus luchas.

Eso, en cuanto a lo que se ha avanzado en la normativa nacional. Pero resulta doloroso ver, luego de tantos y tan abnegados luchadores indígenas y no indígenas, que en el interior de sus comunidades los derechos de la mujer siguen siendo negados por sus mismos integrantes varones.

El presidente Gustavo Petro ha hecho reconocimientos importantes al nombrar a Leonor Zalabata, indígena arhuaca, como representante de Colombia ante la ONU en Nueva York y a la indígena embera Patricia Tobón, como directora de la Unidad de Víctimas, pero son casos aún excepcionales frente al total de mujeres indígenas sometidas a la opresión del sistema machista de sus comunidades.

Precisamente en la comunidad arhuaca, a la cual pertenece Leonor Zalabata, hay innumerables denuncias de violaciones sexuales, una de ellas por parte de un cabildo gobernador que, pese a eso, no fue destituido por los mamos (autoridades de la comunidad).

Periodistas que subieron a la Sierra Nevada donde se asienta la comunidad arhuaca para investigar los casos de violación encontraron que en una choza sin ninguna seguridad estaba “preso” uno de los acusados por este delito.

En las estribaciones de la Sierra o en la carretera en su base, es triste el espectáculo de indígenas varones borrachos acompañados de las indígenas (sobrias) casi niñas con sus bebés en las espaldas. Y en Santa Marta y las poblaciones de la serranía se ve a esas familias, siempre con niños de apariencia desnutrida, pidiendo limosna.

En la Guajira, entre los indígenas wayuu, se ve a las mujeres, algunas embarazadas, cargando agua desde pozos lejanos, trayendo leña, tejiendo sus hermosas mochilas y chinchorros (hamacas), o cocinando, mientras los hombres reposan en los chinchorros.

En Bogotá hace unos meses varias familias indígenas embera (de la región Pacífi ca, la más atrasada del país) se tomaron el Parque Nacional de Bogotá. Las conversaciones para solucionar la invasión se dieron entre la Alcaldía y los hombres que actuaban en representación de la comunidad -ninguna mujer-. Hasta cuando la desesperación llevó a los invasores a desplegarse por la Avenida 7ª, la principal de la ciudad, blandiendo garrotes y gritando desesperadas, corriendo con sus bebés amarrados a la espalda y los que ya caminaban tratando de alcanzarlas. La Alcaldía presentó cifras del dinero que le había entregado a los negociadores, pero al parecer no fluyó a la comunidad y menos aún a las mujeres, que corrían amenazantes exigiendo ser atendidas.

Es verdad que “los blancos”, tienen que saldar su deuda histórica con esas comunidades pero no hay que olvidar que estas son machistas hasta el grado extremo de practicar la ablación y que los maridos borrachos se sienten con el derecho de apalear a sus mujeres solo porque quieren desahogarse. Es común ver en las aceras de Bogotá a mujeres embera -siempre casi niñas- rodeadas de sus hijos, en el frío de esa ciudad, mal vestidos para el clima, pidiendo limosna y tejiendo preciosidades con chaquiras que venden por centavos. Siempre las mujeres, porque sus hombres no aparecen por ahí.

Y si uno va al Chocó, de donde son originarias, las ve por las calles, desnudas de la cintura hacia arriba, descalzas, pidiendo limosna y exponiéndose a la lascivia de los hombres (en este caso negros como la mayoría de esa región).

El Gobierno actual ha dado muestras de reivindicar los derechos de las comunidades indígenas pero ya es hora de que la discriminación positiva no se traduzca en permisividad ante los delitos de género y que éstos no sean juzgados por la justicia indígena sino por la ordinaria porque el carácter de mujer e indígena es el que merece la protección reforzada frente al machismo de sus comunidades.

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JG