Empezar a construir una vida mejor

jueves, 16 de septiembre de 2021 · 09:45

La humanidad ha estado por milenios a la búsqueda de un mundo mejor. Intenta mejorar su situación, o al menos evitar su deterioro. En ese ahínco, muchas de las soluciones propuestas han fracasado, pero la tarea no se ha cancelado; continúa combatiendo sus equivocaciones intentando nuevos movimientos de ensayo error. En el momento actual, ¿qué podemos proponer para perseverar en la búsqueda de esa victoria sobre la inequidad?

La riqueza acumulada en el mundo permitiría otorgar una pensión universal a los habitantes del planeta sin menoscabo de la economía; lo que evitaría exponer a la pobreza, el hambre y falta de servicios elementales a mil millones y podría elevar la calidad de vida de otros cinco mil millones; en los países más ricos, la jornada laboral podría reducirse a la mitad y a tres días de la semana. Sin embargo, con las nuevas tecnologías y en afán de consumir más y mejores productos hay sectores en que los empleados trabajan hasta sesenta horas semanales en el absurdo afán de obtener éxito y más dinero.

La otra cara de la moneda es la forma de vida que se le ha impuesto a la mayoría de la población mundial en los países pobres o en vía de desarrollo; ésta se debate inútilmente en la lucha por la sobrevivencia y una vida digna acorde con los tiempos que se viven, no obstante, por mucho tiempo seguirán imaginando expectativas inalcanzables y así continuarán.

Durante su lucha por la independencia de México, Morelos propuso moderar la opulencia y la miseria; a principio del siglo XX el poeta veracruzano Salvador Diaz Mirón escribió: “Nadie tiene derecho a lo superfluo, mientras alguien carezca de lo indispensable”. La Unesco declara: “mientras un sólo niño muera a causa de la pobreza o la enfermedad, todo es totalmente injusto. La humanidad entera deberá combatir estos flagelos”.

En la década de los ochenta del siglo pasado en que arranca lo que hoy conocemos como Neoliberalismo; un conocido empresario mexicano de esos años, decía: “Los empresarios estamos para tomar lo que Dios nos ha dado”; sus herederos, quienes están haciendo planes para retomar el poder presidencial suscriben sin duda esas declaraciones.

Esta misma aspiración llevada a los extremos a causa del neoliberalismo ha generado en el planeta entero la más pavorosa desigualdad imaginable: Las ocho personas que encabezan la lista de la revista Forbes de los cien más ricos acumulan mayor riqueza que la mitad de la población del mundo; el uno por ciento más rico se queda con el 82 por ciento de la riqueza global; la pandemia de COVID-19, que afecta tanto a países ricos como pobres, en los pasados 18 meses ha dejado sin empleo a 120 millones de personas y 200 millones más de pobres y 15 mil 840 personas mueren a diario por desnutrición. En tanto la riqueza de los muy ricos aumentó un 69 por ciento (5.5 millones de millones de dólares), es decir, pasó de ocho billones a 13.5 billones (valores hasta julio de 2021). El más rico de todos, Bernard Arnault posee 195 mil 800 millones, pero los niños continúan muriendo; en Pakistán fallece uno de cada veintidós nacidos, en Haití 1 de cada 41, en Cuba 1 de cada 417, en México 28 de cada cien; mientras en Japón 1 de cada 1,111, en Estados Unidos 5.7 muertes por cada mil nacimientos. En las naciones ricas donde la mayoría de la población vive saludable, próspera y en armonía mueren más por comer demasiado o por suicidio que razones relacionadas con la pobreza.

Algo más, la deuda pública de 22 países en vías de desarrollo, entre los que se incluye a México, equivale, hasta 2020, a 8.1 billones de dólares, una vez y media el presupuesto de los Estados Unidos; nuestro país paga 800 mil millones de pesos por intereses de deuda, cantidad que supera el presupuesto que se destina a ofrecer bienes y servicios públicos.

Después de descritas las condiciones que definen nuestro presente es obligado preguntarnos: ¿Es posible construir una expectativa diferente? ¿Puede ser el bienestar del pueblo un proyecto viable entre nosotros? ¿Qué necesita hacerse para imponer una mayor igualdad en un mundo tan desigual? ¿Por qué tanta desigualdad y tan pocos movimientos sociales? ¿Por qué los sometidos no rechazan la servidumbre y el oprimido se ha convertido en enemigo de sí mismo? ¿Qué hace posible que el 0.1 por ciento de la población actual domine al 99.9 por ciento restante? Voy a exponer dos casos históricos para ilustrar el fracaso de la lucha contra la desigualdad:

En 1572, Miguel de Montaigne publicó el “Discurso sobre la servidumbre voluntaria. Contra el uno”, texto escrito a los 18 años de edad por su amigo Etienne de La Boitie, muerto prematuramente a los 33 años. Este panfleto de 18 páginas cuestiona la legitimidad de cualquier dominio sobre un pueblo y las razones de la sumisión. Está dirigido contra las monarquías absolutas en Europa en las que el rey concentraba todos los poderes sin tener que dar razón a nadie, excepto a Dios que le otorgó su señorío, sólo ante él había de responder por sus actos. “Este amor de dominio que siempre anida en el corazón humano es la fuente de la esclavitud entre los hombres, escribió La Boitie; entonces, se pregunta ¿por qué nosotros gente de abajo, producimos la servidumbre, por qué luchamos por nuestra servidumbre como si se tratara de nuestra salvación? (Etienne de La Boitie. El discurso de la servidumbre voluntaria. Tusquets Editores. Barcelona. 1980).

En rigor, nada fundamenta esta dominación, por el contrario, nuevas figuras de dominancia y supremacía que han afinado la opresión y, lo que es peor, la posibilidad de cancelarla esta cada día más lejana, pues la probabilidad de las revoluciones parece agotada y no son suficientes el odio, la ira o el resentimiento para combatirla. “De momento, escribe La Boitie, quisiera tan sólo entender cómo pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soportar a veces a un solo tirano (o un puñado de opulentos), que no tienen más poder del que se les otorga, que no tienen más poder para causar perjuicios que el que se quiera soportar y que no podrían hacer daño alguno de no ser que se prefiera sufrir a contradecirlos. Es realmente sorprendente” (ibid.).

En el siglo XIX Carlos Marx hizo la crítica más contundente y despiadada del capitalismo. Puso al desnudo los mecanismos que dan lugar a la ganancia: el plusvalor o valor agregado a la mercancía que proviene de la explotación de la fuerza de trabajo del obrero y del cual se apropia el propietario de los medios de producción. Este excedente es en esencia la verdadera y única fuente de la riqueza y de la acumulación de capital; en consecuencia, origen, fundamento y principio de la dominación de los proletarios y de las clases trabajadoras.

La observación de los rigores del trabajo asalariado llevó a Marx a conjeturar la inminencia de una revolución social y ver en el proletariado el agente de la misión histórico universal que libraría a la humanidad de la explotación y la opresión y, cuya emancipación materializaría la igualdad y la justicia social. Marx pasó años investigando durante trece horas todos los días las actas de los inspectores del trabajo y estudiando a los economistas burgueses; enfermó del hígado, se acabó los riñones, padeció insufribles dolores de cabeza, reumatismo e insomnio y la revolución no se hizo. ¿Qué pasó Marx por alto? Que los burgueses sabían leer; lo estudiaron y tomaron las precauciones debidas. ¿Cuáles fueron?  Que la consciencia revolucionaria del proletariado era fácil desactivar: a) Ideológicamente los proletarios usaron los ideales y los mismos conceptos y lenguaje de la burguesía, palabras como igualdad, libertad, solidaridad fueron tomadas prestadas por los teóricos socialistas; b) en el Yo proletario no aparece ninguna pretensión de poder y de dominio; ésta desatención en su proyecto lo ha conducido al fracaso. Nadie hace valer sus objetivos históricos si en política se presenta  exclusivamente como víctima; c) La burguesía también detectó el eslabón débil en las huelgas y rebeliones de los trabajadores, cesaban tan pronto  como los huelguistas o los insurrectos recibían un aumento salarial, prestaciones o disminución de las horas de trabajo y, por último, d) no contaron con la aparición de categorías sociales medias que se convertirán en barreras infranqueables en las  aspiraciones de obreros y campesinos. Estos olvidos provocaron sus fracasos. En política, nadie hace valer sus objetivos presentándose exclusivamente como víctima.

En cuanto a los sectores medios de la sociedad: administradores, abogados, contadores, científicos, artistas, intelectuales y otras profesiones que se ubican en los dos deciles más altos en la escala de ingresos y dominan la vida política y cultural de las sociedades modernas; estos, salvo contadas excepciones, se encargan de desmontar cualquier amenaza de clases a través de la regulación de la población, se da gracias a su intervención activa en la confección de leyes, normas, reglamentos etc., imposición de valores morales y sociales haciendo uso de la educación, gustos, modas y el ejemplo, componentes determinantes en la imposición de la epísteme imperante.

Hoy el mundo vive en la abundancia, disfrutan de ella los privilegiados mientras los trabajadores permanecen fuera del reparto de esos beneficios pese a consumir su vida generándolos. Tan pronto como se atrevan a decir: “Yo”, cesará la inequidad. Afirmo lo anterior porque nuevas tendencias aparecen en el horizonte en la democratización del mundo y sin pasar por revoluciones armadas ni partos dolorosos la correlación de fuerzas puede cambiar.

En tanto nos ocupamos del asunto, propongo la necesaria eliminación del aburguesamiento del yo proletario mediante la búsqueda de lucidez que libera e inclina por la objetividad; esta tiene la virtud de no servir a ninguna ideología establecida con fines de dominio, detesta la estupidez y la hace vergonzosa, ficciones y mixtificaciones; hace hombres libres que no confunden la estolidez, la estulticia ni la necedad con el provecho propio.

Lo anterior implica el desaprendizaje de lo que históricamente la educación ha impuesto a los débiles y la incorporación de mecanismos que permitan acceder nuevas soluciones en el orden siguiente: Dudar, modificar la manera de ver los contextos, pensar y leer los hechos antes de actuar.

Quien duda no acepta una afirmación o argumento como verdadero sin cuestionar su veracidad, pues pone de relieve el gran poder de la razón, permite distinguir lo verdadero de lo falso, orienta la acción y genera conocimientos novedosos. Aprender a ver consiste en la conversión de la mirada en condición necesaria para descubrir lo que es un   concepto inventado y los hechos. Se nos ha enseñado a ver las cosas como meros juegos de lenguaje sin hacer corresponder el concepto con los objetos, obviando los hechos, la materialidad del mundo, la inmanencia para imponer como única realidad lo invisible, el mundo inteligible, los conceptos, las ideas puras y la verdad construida.  Juan Jacobo Rousseau en su “Discurso sobre el origen y desigualdad entre los hombres” llevó esta idea al extremo cuando escribió: “Comencemos, pues, por dejar de lado los hechos. Hay que dejar las cosas al dominio de la especulación y la ideología, hay que desatenderse de lo real para dejarlo todo en manos de aquel que quiere ver que son y quiere que yo vea lo que quiere que vea”. Este principio se hizo arte en el discurso de los políticos y nosotros les creemos, por eso aprender a ver implica no dejar las cosas al arbitrio de la especulación ni en manos de los ideólogos, no somos en esencia seres pensantes, somos, en primera instancia un cuerpo sujeto a la influencia de fuerzas reales.

Pensar significa dar a nuestro entendimiento un uso autónomo para que no cuenten los conceptos, sino los hechos. El hombre es un ser capaz de pensamiento y piensa porque tiene la posibilidad de hacerlo, aunque tal posibilidad no es garantía de que somos capaces de realizarlo correctamente; lo logramos cuando ajustamos la razón a las acciones del pensamiento y reflexionamos a partir de lo realmente existente.  La ideología dominante y las creencias evitan que pensemos para dejar que las cosas que ocurren sean resueltas por otros para mí. Nuestras insatisfacciones, decepciones, resentimientos y odios nos vienen de convicciones, supuestos, inclinaciones, mitos que nos imponen condiciones externas y en pensar por nosotros mismos cada vez menos. La única manera auténtica y fecunda de aprender a pensar tiene que ver con cuestiones que van orientadas a todo aquello que no se deja atrapar por la invención de ningún retórico, demagogo o sofista porque pertenece a hechos que son vitales, ejemplo: problemas de supervivencia o liberación.

Por último, para pensar, reflexionar, formarnos juicios sobre el mundo real, encarar problemas y obtener soluciones hay que relacionar lo lógico y lo material. Lo lógico es lo racional, lo ilógico está en el lenguaje; por eso podemos hablar de una razón racionalizadora y una razón razonante; la primera es ilógica sirve al amor propio para esconder errores, equivocaciones, mentiras, engaños, prejuicios y cuando nos engañamos a nosotros mismos.  La razón razonante “piensa con orden, método y disciplina; encadena los argumentos, practica un discurso sensato, conduce a la reflexión con cuidado para demostrar, probar y justificar”. (Michel Onfray. Antimanual de filosofía. EDAF. 2005). Una razón con las características anteriores procede de una educación neuronal que requiere ejercicios repetidos para que la mente aprenda a usar la razón en sus operaciones como la de dotarse de una consciencia capaz de derribar los obstáculos que le oponen la alienación, la dependencia y el dejarse conducir por las clases dominantes y sus agentes.  Tenemos las verdades que merecemos y quien se inclina por la lucidez no confundirá los fines propios con el provecho del Estado o de los inmensamente ricos.

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