Antes que el campamento se instalara sobre los firmes pastos que flanqueaban la siembra de henequén, los hombres avisaron al teniente que un jinete se acercaba. Lo vieron los que hacían guardia en el perímetro, bajando por el sendero que lleva a la casa grande. Se le distinguía primero como una luz que se acerca, y esa misma luz, que era por supuesto el quinqué de petróleo, reveló con su cercanía la fi gura que llegaba con extraño trote.
El animal, un caballo pinto, delgado y alto, no era nada como los que montaban los soldados: caballos fornidos y chaparros, hechos para soportar los cargamentos por horas sin reventar. Aquel era un animal de fi estas, de rodeo. No galopaba de frente, sino un poco al sesgo, como bailando, como si le azotaran las patas con el látigo. Basta con un vistazo para comprobar que las tropas están en fuga.
Habían perdido el territorio de Valladolid y ahora trataban de reagruparse en un torbellino de hombres roñosos que venían de todas direcciones con sus uniformes duros de mugre, recibiendo órdenes en español (aunque muchos de ellos, hombres mayas ajenos a la rebelión, no entendieran del todo) y fueran de ahí para allá, confundidos y acabados.
Daba pena pensar que eran esos los que quedaban vivos. Y en medio de la catástrofe, aquel con su traje limpio de civil y su caballo esbelto, era una especie de alarde. Eso mismo pensó el teniente que se acercaba entre la multitud, quizás con un poco de rencor por el atraso que representaban esas visitas.
En cada pueblo era lo mismo: el cacique mandaba llamar al oficial para presentar respetos y la conversación siempre se alargaba de más (los patrones siempre fingían tener una idea de lo que es la guerra y podían obligarlo a mantenerse despierto escuchando cómo debía de acabarse con esos indios), cuando bien podía derrumbarse y dormir. “A mal paso…”
El teniente no llevaba puesta la ca saca azul que evidenciaba su rango, y el parentesco entre los rasgos de la tropa y los suyos propios eran cosa de raza y no de oficio, así que cuando se acercó, el jinete bien pudo pensar que se trataba de un mozo que le arrearía el caballo. —Figúrese, amigo—el teniente qui so tomar por sorpresa al intruso toman do al animal por la brida y clamando ¡figúrese! A manera de saludo—que hemos caminado desde el mediodía sin parar. Desde Valladolid hasta aquí. Ya se hará una idea de cómo viene mi batallón.
El jinete abrió los ojos como platos y el caballo se sacudió bajo sus piernas. —Los hombres dicen que esto ya es Tzucacab. ¿Qué me dice usted, amigo? ¿Quién es el cacique del lugar? —Ningún cacique—dijo por fin— Estos son los solares de la hacienda de don M… ¿Ve todos los henequenes? —Sí, se pierden hasta el horizonte, ¿verdad, mi amigo? ¿Era él uno de los oficiales que perdieron una batalla esta misma mañana?
En su voz no había rastro de la derrota, sino una condescendencia apenas cubierta de cortesía que le provocó una terrible aversión.
Pero les gustara o no, la visita a la casa grande era una gentileza que no podía rechazarse. En la penumbra, los hombres empezaban a alzar las tiendas y encender los primeros fuegos; en pleno verano, ni siquiera la noche lograba refrescar los cuerpos cansados de tanto andar.
El teniente tomó su casaca y un caballo chaparro, y ambos hombres empezaron a subir por el camino. Imaginemos lo vasto del territorio: la casa de los dueños no se distinguía a lo lejos; todo lo que el ojo alcanzaba a ver desde los límites del campamento, hacia el este, eran los henequenes enfilados. Entonces el teniente se preguntó, cuando la cabalga se hizo automática, qué habría más si se enfilaban juntos, soldados o henequenes.
—Hay panteras de este lado del monte —le dijo al fin el jinete con una inquietud que le sorprendió a él mismo, como si no se esperara que la frase, o el tono, o su voz, se sintiera tan afectada, tan pesada en el aire.
El otro le miró y fingiendo entereza, dijo: —Se comen a los marranos. El teniente miró hacia donde le señalaban, hacia los cerros que serían tan importantes para él (pero claro que eso no lo sabía entonces, sino después, cuando los cruzoob lo atrapasen en contienda: amarrado contra una ceiba, la lluvia caería sobre su cabeza desnuda por meses) y solo dijo Ah, ¿sí? Acordaron, sin decirlo, hacer el resto del camino en silencio.
Primero aparecieron las casas de los trabajadores, pequeñas y de adobe, que casi formaban parte del campo de siembra. Eran hileras de chozas y de ellas salía el humo de la candela, y sólo de ellas se percibía luz. Un kilómetro más adentro encontraron la casona.
Frente a ellos, un portón antiguo los separaba de la casa; unido a él, alargaban unos muros de piedra, como dos brazos que abrazaban toda la casa.
El soldado nunca había visto un castillo, salvo en grabados de revistas de la ciudad, pero creyó con todo el corazón que debían verse así, como esta casa amurallada.
Cuando llegaron a la puerta principal, una ventanita se abrió y de ella asomaron un par de ojos. El jinete iba por delante y susurró algo (algo para que les dejaran entrar, seguramente); luego se escucharon ruidos de una tranca siendo levantada, el metal de inmensurables pestillos y finalmente un picaporte que giraba. Detrás de la puerta les esperaban dos criados que tomaron sus sombreros, etcétera.
Para el teniente, aquellas visitas significaban sobreponerse a la sensación de ser demasiado pequeño. Sabía, por supuesto, que se trataba de cordialidades sin ninguna trascendencia: un patrón debe invitar a cenar a cualquier autoridad que se encuentre en sus tierras, especialmente a un oficial en tiempos de guerra.
Y eso es todo. Así que, después de ascender de rango, aprendió las fórmulas de la buena conducta, lo más elemental del comportamiento para defenderse en tierras desconocidas, justo lo necesario para enfrentarse a la conversación de salón.
Una vez que hizo la presentación del invitado, al jinete le pareció bien desaparecer en el umbral de la sala, justo cuando el soldado empezaba a acostumbrarse a su presencia. Ahí le esperaban al teniente tres caras limpísimas: dos mujeres sentadas en butacas, una de ellas mayor y un pajarillo que apenas podría decirse que fuera una mujer todavía; en el centro, el señor se mostraba augusto y plateado.
Sin embargo, no hubo un saludo inmediato. Hubo, en cambio, confusión en la faz de todos, irreconocimiento. ¿Qué era esto? ¿No habían sido ellos precisamente quienes le mandaron a llamar? El desconcierto se debía sin duda a su baja estatura, a su nariz chata y a sus labios gruesos. En otras palabras, esperaban a un oficial blanco. La guerra estaba dividida entre cruzoob y blancos. En una lógica dual, blanco y negro, naturalmente se espera que el ejército nacional fuera comandado por blancos; pero lo cierto era que la mayoría de la tropa era, a lo mucho, mestiza, y muchos de los oficiales eran la misma calaña.
En la batalla, si no fuera por los uniformes, uno no sabría a quién meterle el tiro. Finalmente, el hombre habló: —¡Hombre! ¿No está usted can sado? —y atravesó todo el salón para estrechar la mano del soldado. —Por favor, siéntase en casa.
Don M… presentó a su esposa y a su hija. Todos aseguraban con magníficas sonrisas el honor que el teniente les hacía al pasar la noche en su casa, pero había algo en el trato que revela ba que no estaban ni mucho menos tan contentos por la presencia del huésped como decían. Incluso, si su sensibilidad no lo engañaba, detectó una sombra de decepción cuando los señores notaron las únicas dos franjas que revelaban su grado.
Un teniente. ¿Acaso esperaban, por lo menos, un capitán? —Así que… Valladolid. —Por Dios, no hablemos de la guerra ahora mismo —interrumpió enseguida la vieja. Se había instalado de nuevo en su butaca y se dirigía al teniente, a quien habían sentado en un diván: —La tragedia es demasiado reciente. Y usted debe sentirse alterado todavía.
—¡Un soldado alterado por la guerra! Según tú, ¿los toreros se alteran también cuando torean, querida? Aunque la conversación fluía únicamente entre el matrimonio (la hija permanecía en silencio, justo como se requería) las miradas iban a dar al teniente a cada frase o pregunta, como si le preguntasen implícitamente “y usted, ¿qué opina?”, aun cuando su turbación era evidente y fuera físicamente inca paz de emitir dos palabras.
Todo lo bonachón por lo cual le conocían sus semejantes se había esfumado. —Las retiradas también son parte de la estrategia, nuestro huésped te lo puede asegurar. Valladolid será retomada en menos de una semana, ¿no es así?
Y esta vez hubo auténticamente un silencio, un espacio para que este con testara. Abrió la boca para decir algo, y por un segundo no pudo emitir ni un sonido. Dudó y luego dijo: —Lo siento… No se me permite discutir movimientos con civiles.
A esto, los anfitriones lanzaron una carcajada (incluso la más joven soltó una risita de ratón), como si hubiese dicho algo extremadamente ingenuo.
No había nada de gracioso, pensó, en lo que había dicho. Más pronto que tarde, el teniente empezó a irritarse de aquella hospitalidad rancia. Todo apuntaba a que, a pesar de haber sido invitado, su presencia provocaba en la familia cierta preocupación, como si él no fuera a quien esperaban. Sentados en sus butacas, no hacían otra cosa que soportar su compañía.
En la mesa no le fue mucho mejor. El soldado comía encorvado, con los hombros demasiado tensos, mientras la familia desplegaba modales ensayados. El teniente (pobre rehén de las circuns tancias) temía incluso de sus vegeta les; masticaba con extremo cuidado y tocaba sus cubiertos como si fueran alguna clase de piezas invaluables. Se sentía torpe y vulgar.
La conversación, lo mismo: en vez de la fl uidez ideal, era torpe y llena de obstáculos; nada más que tropezones y una resistencia indefi nible.
El patrón lanzó un intento: —¿Usted sabe qué signifi ca cru zoob? —la pregunta retumbó en un eco por encima de los tintineos de los cubiertos. —¿Señor? —el soldado alzó solo un poco la mirada para responder.
En realidad, nadie miraba otra cosa que no fuera el plato propio. —Signifi ca “cruces”. Es la rebelión de las cruces. ¿Desde cuándo ha esta do usted en el ejército, teniente? ¡Si es que le permiten hablar de eso! —el hacendado miró a sus mujeres y ellas rieron en aceptación— Perdóneme, mi humor siempre es a costa de los demás, pero no pretendo burlarme realmente de usted.
Yo respeto a los hombres que sirven al país, especialmente a los hom bres que saben disparar un arma. De nuevo, risas generales. —Yo nací en esta hacienda, ¿sabe? Mi padre tenía cabezas de ganado cuan con la mirada un reloj en todo el salón.
Sería cerca de medianoche, pero solo podía suponerlo. —Y lo que les hace la guerra a los negocios. ¿Sabe cuántos carros lle nos de sosquil asaltaron en el último año? Ni siquiera podría decirle, fueron muchísimos. —Los batab hacen eso y más— se animó a decir— Sea cual sea el pueblo al que llegan, ordenan a sus tropas matar a todos los blancos. No yo era joven, pero no le iba tan bien.
Es caro mantener sano al ganado en el sur, no como en el norte. Aquí solo pueden crecer reces fl acas... Conejos. Eso es lo que debería comerse por aquí. Es barato mantenerlos y viera cómo se reproducen los bichos esos. Pero yo no voy a criar conejos, ¿entiende? Yo no soy un hombre de granja, no entiendo a los animales.
Tan pronto pude adminis trar la hacienda, hice que toda la tierra trabajara el henequén… Pero perdón, no le dejé contestar, ¿hace cuánto tiem po que está enrolado, teniente? —Cuatro años. “Hmjm”, fue lo que respondió el hacendado. Los criados empezaban ya a limpiar el comedor y no había otra cosa que el teniente deseara más que regresar al campamento, pero no encontraba la manera adecuada para despedirse sin que los señores se res intieran. Es decir, a pesar del mal tra to, no quería que aquella gente supiera cuanto le había afectado. —Agradezco mucho la comida, don M… Que dios bendiga su casa. Iré por mi caballo. —No se puede ir usted así sin más —respondió enérgicamente, como una serpiente que presiente la huida de su presa. —Venga, tómese un coñac con migo. Las mujeres ya se van a dormir. Acompáñeme al salón.
Otro oficial no hubiese esperado más tiempo para marcharse. Pero hu biese deseado ver qué hacían sus co legas ofi ciales ante un hombre que no vacilaba en aplastarte con su superio ridad. Uno verdaderamente se queda sumido en su asiento.
—No soy un hombre de guerra, te niente. Estaban sentados frente a fren te, de nuevo sobre las butacas, cada uno con un vaso en las manos— Pero me veo rodeado por ella. Aquí y en el norte. Los gringos quieren el norte y los cru zoob el sur. Acabaremos despedazados. ¿Qué hora era? El teniente buscaba El hacendado entornó los ojos. Exa minó al soldado de pies a cabeza.
—¿La guerra es realmente por la raza? No supo qué responder. ¿El señor realmente quería que le explicara las razones de la guerra? —Si es así, teniente, ¿de qué lado debería estar comandando usted? —y esto lo dijo con una seriedad que le heló la sangre.
No se estaba burlando de él. Desde que dejaron el comedor dejó de sentir la ironía y en su lugar se instaló la amenaza. La sentía detrás de la nuca, como un bicho. El teniente abrió los labios, pero nada salió de su boca. En su lugar, un clamor que no pertenecía a la casa se dejó escuchar por todos los pasillos hasta llegar a ellos.
El hombre le miraba, impasible. Afuera, una hor da cruzoob avanzaba por los campos y sobre el campamento. En la oscuridad, la punta de sus bayonetas eran miles de henequenes que engullían la tierra en una noche de enero de 1852.
Liliana Pérez León. Graduada en Literatura y Lengua Hispanas por la UACam. Becaria del PECDA 2020 21. Coautora de La palabra después de los muelles, antología de literatura joven contemporánea. Ha publicado en medios electrónicos independien tes y suplementos universitarios. Ac tualmente edita en el periódico POR ESTO! Yucatán. Actual becaria del PECDA 2024-25