Joed Amílcar Peña Alcocer*
América Latina tiene profundas heridas causadas por la ofensiva del capital neoliberal, la imposición militar y el fanatismo político religioso. El golpe de Estado es la consecuencia y suma final de todos estos males, se trata de la violenta e ilegal deposición de un gobernante electo libremente por la ciudadanía. En doscientos años América Latina ha padecido experiencias abrumadoras que desgarran la memoria: dictaduras, represión, persecución política y desapariciones forzadas. El fantasma de estos eventos nuevamente se pasea por el Sur del continente, se ha materializado en el golpe de Estado en Bolivia. La emergencia de esta situación ha sido recibida con disparidad. En unos cabe la cordura, la reflexión sobre el desastre que esto representa para la lucha histórica de los pueblos de América por fundar un gobierno desde sus raíces. En otros caben la indiferencia y la complacencia, visten al golpe como “restauración democrática”.
No se requiere de genialidad para identificar un golpe de Estado, tan sólo sentido común y un conocimiento básico de sus características. Un acto de este tipo implica violentar el mandato constitucional de un gobernante, llevándolo a la renuncia por medio de la fuerza y la violencia. Históricamente el éxito de estos actos debe mucho a la participación de las corporaciones militares que, haciendo uso del monopolio de las armas, contravienen al orden constitucional desmantelando gobiernos democráticamente electos. Los golpes de Estado tienen, además, la intención de restituir “valores perdidos” que, sin mucha dificultad, se identifican como propios del conservadurismo: la Iglesia como agente cívico o político, la familia cristiana como elemento persistente (evidente o velado) en los discursos oficiales, el argumento de defender la nación del socialismo y el comunismo.
El flujo de información sobre el acontecer en Bolivia nos permitirá observar que todos los elementos anteriores están presentes. Es importante señalar que aquel país salía de un proceso electoral que fue sometido al escrutinio de la Organización de Estados Americanos que encontró irregularidades (no mayores a las que se han denunciado en México), por lo que el presidente Evo Morales decidió convocar a nuevas elecciones para despejar dudas y calmar las protestas. Después de anunciar la resolución presidencial, las fuerzas armadas le “sugirieron” al presidente renunciar a su cargo e inmediatamente después de su renuncia iniciaron una persecución en su contra. El presidente tenía mandato constitucional hasta el mes de enero del año 2020. Luis Fernando Camacho, un fundamentalista católico, fue identificado como líder del movimiento en contra del presidente.
México asumió una postura diplomática acertada, consecuente con su historia, ofreció asilo a Evo Morales. Pero en el interior de nuestro país se fragua una reacción que niega el golpe de Estado en Bolivia, esta posición tiene múltiples orígenes: el desconociendo de la historia latinoamericana, el distanciamiento con el Sur del continente causado por la predilección de Europa o Estados Unidos como modelos civilizatorios, la constante labor de la comentocracia nacional y, sobre todo, el interés político. Muchos mexicanos han tomado una insalvable distancia con la realidad latinoamericana, pero peligrosamente se han acercado a los discursos extremistas y reaccionarios de la derecha. Por eso no es extraño, pero sí lamentable, que varios conciudadanos nuestros vean en Bolivia algo digno de ser celebrado y no un proceso que flagrantemente viola los principios elementales de la democracia. ¿Qué demócrata en su sano juicio diría que el presidente boliviano “se lo merecía” o “ganó el pueblo”? Ninguno.
Evo Morales permitió que los sectores más conservadores tomaran aire, sus malas decisiones permitieron que el discurso que lo tildó de dictador pudiera sostenerse (ahí están los hechos del referéndum que convocó hace unos años y perdió) y grupos activistas lo acusaron de monopolizar la voz indígena e invisibilizar a otros tantos líderes de sus comunidades. Pero a pesar de esas críticas Bolivia vivió un período de estabilidad y crecimiento, pero es más fácil juzgar los errores de sistemas que se mueven fuera del neoliberalismo puro y duro.
Con todo y sus errores, Bolivia había iniciado un proceso de reconciliación con su identidad e historia indígena, pero ahora todo se cortó de tajo. Los golpistas quemaron whipalas, las banderas de los pueblos originarios, marcando así el fin de un período, que con sus bemoles, recuperó gran parte de la dignidad de aquellos pueblos. El racismo, la discriminación y el fanatismo ganaron, no el pueblo.
Negar el golpe de Estado en Bolivia es un síntoma alarmante de desconocimiento o, peor aún, de indiferencia, de conveniencia. Seguirán lacerando a Latinoamérica, a sus pueblos, a sus historias, vendrán más cicatrices.
*Integrante del Colectivo Disyuntivas