Halfdan Jebe
El Diario del Sureste tuvo en Halfdan Jebe un colaborador asiduo y valioso. Sus artículos escritos con ese fervor y ese fuego que fueron siempre la característica determinante de su espíritu fino y excepcional, honraron en más de una ocasión las páginas de este periódico que los acogió con acendrado cariño porque a más de ser la expresión de un grande amor a la tierra yucateca, patria adoptiva del maestro, los avaloraba una crítica autorizada y juiciosa, encauzadora y honda. Días antes de morir, el genial artista, consecuente con ese afecto entrañable que lo ligó a Yucatán en sus horas de alegría y en sus años de angustia, tuvo un recuerdo para esta tierra y para el Diario del Sureste, y escribió el artículo inserto a continuación que no pudo remitirnos porque la muerte le salió al paso. Pero un buen amigo de esta casa, el licenciado Eleuterio Castillo Prieto, Presidente del “Centro Yucateco” de la metrópoli, que acompañó al maestro en sus últimos momentos, se ha servido enviárnosla, cumpliendo así lealmente el postrer deseo del gran artista desaparecido.
Acompaño con el saludo a los artistas yucatecos que desde el gran pueblo radio-musical de su Capital van a arrodillarse a su divina tierra natal. Divina, sí, porque esa tierra es una tierra santa; centro intelectual y artístico de un gran continente; esperanza de una nueva humanidad –humanidad antiaristocrática y, por eso, superaristócrata–; centro de una raza que guarda el culto a sus antepasados, esos artistas aristócratas mayas; tierra que practica un nuevo culto de ideales humanos.
¿Por qué van esos artistas expatriados en peregrinación a su tierra natal? Porque han merecido la distinción de ser hijos escogidos y muy amados de su tierra; porque han luchado y vencido todos en el gran campo de batalla moral y material que es esta México –y algunos aun en el de otras ciudades del Continente americano–. Vencieron por su religión mental, que es la del centro, a la vez viejo y nuevo de todo arte americano: Yucatán.
Voy a pasarles revista:
Fausto Pinelo Río.- Pocos en Mérida sabían cuánto valía este su hijo filósofo, violinista, pianista y compositor, que nunca buscó el halago barato. Se ignoraba que era capaz de dominar con su arte y sabiduría toda una importante estación radiodifusora, como la “X.E.W”. México lo considera un verdadero maestro. No maestro de agua tibia sino de agua que sabe sonar contra las piedras de las cascadas… La máquina nos ha robado nuestra felicidad musical. En vez del puro arte legítimo nos ha impuesto, a la fuerza, esa concubina vulgar de toda gente: la radio. Fausto Pinelo trabaja por hacer menos duro el suplicio. Y, a propósito de este tema, y desde esta ciudad enferma de la epidemia de himnos, como el que últimamente quiere glorificar el deporte –¡como si este pasatiempo huero necesitase un himno!–, propongo a los músicos yucatecos un nuevo concurso: el de un himno más, pero que sea canción de odio contra la prostitución del arte. Nosotros los Maestros Cantores nuevos de Yucatán pagaremos con gusto el premio de semejante concurso. También en esto Pinelo ocupa un lugar digno: recuerdo que fue quien ganó el Himno a la madre, tema ciertamente más digno que el de los deportes…
Samuel Martí.- Regresa a Mérida acompañado de admirable esposa, Ana Cristina Moya de Martí. Ambos han sabido hacer renacer en Yucatán el Ave fénix del Arte –que entre nuestros esfuerzos anteriores había ya dejado no pocas cenizas– con la Orquesta Sinfónica de Yucatán. Defectuosa y enferma alienta, empero, el fuego sagrado que enciende nuevos ideales.
Daniel Ayala.- Ahora orgullo de su tierra, por su esfuerzo noble de cantar las leyendas místicas que son el alma de Yucatán.
Víctor Martínez.- El autor de “La mano roja” salió para volver más tarde con su importante obra yucateca.
Y otros más van, dignos hijos que, triunfantes en la Capital, jamás olvidan a su madre amada.
Pero también hay otros que se quedan, como Vicente Uvalle, el “mago de la guitarra”. Sea permitido al que esto escribe recordar –con justo orgullo– cómo hace diez años llegó a la clase de violín en su entonces Escuela de Música de Mérida, un humilde muchacho con su violín, del que no sabía sacar los primeros sonidos que ya tenía en la mente. Los demás alumnos insistieron con el profesor –que era el que esto escribe– para que diese su pasaporte al recién llegado del que, decían, no podía esperarse nada digno por el camino del arte. Ahora este artista, además de ser un violinista y profesor, está reconocido como uno de los mejores guitarristas de México.
Tenemos también a la distinguida señorita Rita Milán, pianista seria, tan conocida en Mérida, que con sus colaboradores yucatecos actúa en conciertos y escuelas. Y también a la niña cantante Ana Waterland, que en corto tiempo se ha ganado una posición en la primera radiodifusora de la urbe, la “X.E.W.”
También está aquí Francisco Blum, caballero músico, antes profesor de la mencionada Escuela de Mérida y ahora muy conocido en México como ejecutante y compositor.
Y last, but not least –como nosotros; semigringos, decimos– viene también la culta escritora Sara Molina, quien se halla actualmente publicando sus obras literarias entre las cuales también figura una fábula maya, “La ardilla”, obra de tema infantil pero gran fondo, con música de un compositor yucateco muerto.15
En un ambiente tan maloliente musicalmente como este de la canción mexicana, y en que se escucha hasta la locura de Julián Carrillo con su sonido trece –a pesar que en la música de los jóvenes ya no hay sino cinco sonidos, como en el caso de Ayala, otro extremo igualmente malo–, no hay más que buscar el “salvarsán” que mate el veneno del microbio de la canción mexicana. Lo que queremos los nuevos Maestros Cantores es regresar a lo natural, a lo bello máximo y, antes de intentar más experimentos, quedarnos sobre esa base sana.
¡Yo te beso, tierra yucateca!
México, D. F., diciembre de 1937.