Iván de la Nuez
No hace falta leer las teorías de la desigualdad, ni a Thomas Piketty con su preocupante aritmética del 1% de la población que se enriquece y el otro 99% que cae en la precariedad sin paracaídas. No es necesario leer El Capital. Sólo hay que darse un paseo por cualquier barrio del mundo para comprobar los desajustes de este sistema. Y para entender que sus problemas, al final, no son otra cosa que su misma lógica.
Porque, si hasta hace pocas décadas el capitalismo se podía mantener a pesar de su asimetría, ahora se ha adentrado en una espiral peligrosa en la cual lo asimétrico ha pasado a ser disfuncional. Esto es lo que tiene intentar apuntalar a un sistema económico sólo para sus beneficiarios, sin fantasía de mejora o ilusión de futuro a la vista. Que se cae por su propio peso, digámoslo así.
No es otro el destino de un sistema basado en la voracidad del “lo quiero todo” y el “lo quiero ya”. Ese desenfreno, que une por arriba al statu quo del neocapitalismo, define a esta oligarquía que ya va desterrando a la democracia con más prisa que pausa.
A tal voracidad de las élites, la sociedad le está respondiendo con una insaciabilidad incapturable. Con la inconformidad de una población a la que ya hay poco que ofrecer que no sea la subcontrata de una vida que ya es mera supervivencia.
A ese paso, el actual sistema no se vendrá abajo por una guerra, una revolución, una invasión bárbara. Lo hará por implosión, como corresponde a los imperios narcisistas que sólo cuidan a unas elites extasiadas con su propio ombligo.
Lo que pasa es que la voracidad de esa elite está unificada y la insaciabilidad social está atomizada. Y que las primeras se unen para ganar y las segundas se dividen para perder.