Pedro de la Hoz
Este fin de semana Steve Miller tratará de reacreditarse como uno de los músicos más fieles a las raíces del blues. Son muchos años en esa línea, sin ceder ni un ápice en su búsqueda, aunque se haga acompañar por colegas que suelen incursionar en otros territorios de la cultura popular musical norteamericana.
En esta oportunidad, con el siempre bien dispuesto escenario del Lincoln Center, de Nueva York, el guitarrista, compositor y cantante cruzará cuerdas con su colega Marty Stuart, reconocido por la ejecución de la mandolina y haber sido uno de los colaboradores más cercanos del mítico Johnny Cash.
Ambos defienden un credo: no repetirse jamás mientras transcurre cada interpretación. Por lo que sabemos, Música de Appalachia entregará el mayor espectro posible de un estilo auténticamente norteamericano surgido de la amalgama de aires traídos desde el siglo XVIII por migrantes de Gales, Escocia e Irlanda a esa región montañosa, y que en su evolución, en contacto con el ragtime y el jazz por la parte afronorteamericana y con otras especias folclóricas, dieron lugar al bluegrass.
Con 75 años cumplidos, Miller lleva muchos kilómetros recorridos, desde que en Milwaukee supo del amor de sus padres por el jazz, y tomó la primera guitarra de manos de Les Paul, su padrino y clave esencial en el desarrollo de los fundamentos técnico-interpretativos de la guitarra eléctrica.
En 1967 tuvo su primera banda, con la que obtuvo éxitos discográficos tan señalados como Children of the future, Sailor y, de manera especial, The Joker. El disco y la pieza del mismo nombre anclaron como una de las más solventes y atractivas propuestas de la escena pop-rock, que vino a coronar años de prodigarse en giras y conciertos. Miller consideró darse un respiro. Aislado, con una grabadora de ocho pistas a su disposición, reencontró la ruta del blues dentro del contexto rockero de la época. Pudo hacerlo, porque atesoraba las enseñanzas de Les Paul y no olvidó nunca que en la base de la cultura rockera, cuando escapa a fórmulas y modismos comerciales, estaba la métrica del blues y el espíritu de libertad del jazz.
En ello ha sido casi siempre consecuente –si se exceptúa la recaída pop de Abracadabra (1982), muchas ventas, poca sustancia–, lo cual se nota al repasar álbumes como Circle of love (1981), Italian X-Rays (1984), Born 2 B Blues (1988), y ya en el presente siglo Bingo (2010) y Let your hair down (2011). Pero sobre todo un álbum que grabó en solitario, sin su banda, y es hoy objeto de culto: Wide river (1993), que le llevó tres años de sesiones de estudio.
A menudo se le ha acusado de escribir canciones simples, pero la simplicidad en sí misma fue una marca de vocación estilística. Debía dejar en la médula los desarrollos temáticos, hacer evidentes las inflexiones melódicas, no abusar de las distorsiones electrónicas ni de los riffs, como lo hacen otros guitarristas
De su obra ha dicho el crítico Anthony DeCurtis: “Recorrer el distintivo catálogo de Miller es asimilar una combinación de virtuosismo y arte de la canción. En los últimos años se ha sumergido nuevamente en el blues. Y, como siempre, ya sea que estuviera en la cima de las listas de éxitos o explorando las autopistas de la música estadounidense, está tocando y cantando con convicción y precisión, pasión y elocuencia”.
Y a ello va en el Lincoln Center, en el marco del programa que el trompetista y pedagogo Wynton Marsalis ha creado para promover los mejores valores del jazz y la música popular de su país.