Por Pedro de la Hoz
Se lo merecía: el reggae acaba de ser reconocido por la Unesco como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Engrosó en la lista de manifestaciones de la cultura inmaterial –así clasifican las expresiones y prácticas que no tienen su concreción en edificaciones, sitios históricos o naturales– exaltada durante la reunión del Comité Intergubernamental para la Salvaguarda de ese patrimonio, que se efectúa en Port Louis, Islas Mauricio.
Acompañaron al reggae en su proclamación otras dos manifestaciones de nuestra América: las parrandas de la región central cubana y las romerías de Zapopan, tema del que nos ocuparemos en una próxima crónica. Si en las líneas que siguen nos concentramos únicamente en el reggae, es por su indiscutible e indetenible irradiación internacional, y para deshacer equívocos en cuanto a sus vínculos con un género que ha hecho metástasis en el cuerpo social de numerosos países, el reguetón.
Al considerar la inclusión de reggae en la exigente relación de hitos patrimoniales, sobre la base del expediente presentado por las autoridades jamaicanas, se tuvo en cuenta cómo esa amalgama de antiguos ritmos africanos y de otros de orígenes muy diversos, nació entre sectores marginados en la parte occidental de Kingston, y se desarrolló asimilando los aportes de la cultura musical afronorteamericana. El reggae emergió como bandera de una identidad musical que de un contexto nacional pasó a ser cultivado y enriquecido por las comunidades de la diáspora caribeña y potenciado por la industria cultural.
La intervención de esta última marcó inevitablemente pautas y patrones comerciales, pero no pudo evitar que el género, y los referentes que se mueven en su entorno, haya arraigado en vastos sectores dentro y fuera de Jamaica y las islas antillanas por encarnar una noción de resistencia cultural. En la Unesco se puso de relieve cómo el reggae conserva intactas toda una serie de funciones sociales básicas de la música –vehículo de opiniones sociales, práctica catártica y loa religiosa– y sigue siendo un medio de expresión cultural del conjunto de la población jamaicana, al punto que en todos los niveles del sistema educativo del país está presente su enseñanza y se consolidan eventos como el Reggae Sumfest y el Reggae Salute.
Por si fuera poco, el reggae cuenta con un símbolo mundial: Bob Marley (1945-1981). El muchacho del caserío de Nueve Millas, que dominaba los elementos del género como para proyectarlo innovadoramente en el plano internacional, comenzó su carrera jalonado por otro de los grandes jamaicanos, Jimmy Cliff, en los tempranos años sesenta. Luego militó en el movimiento rastafari y participó activamente en la vida política de su país. El mundo lo descubrió mediante los temas de disco Souls Rebels en 1971, de la época de los primeros The Wailers. Nuevas grabaciones y giras internacionales consagraron su carrera; llegó a Africa y recibió apoyo en Estados Unidos de Steve Wonder. Una lesión cancerosa mal atendida lo llevó a una muerte temprana. Entre sus muchas canciones, una adquirió, y todavía lo es hoy, la estatura de himno universal; No woman, no cry. También legó frases para la historia: “Las guerras seguirán mientras el color de la piel siga siendo más importante que el de los ojos”. “Nadie más que uno puede liberar su mente de la esclavitud”. “Se supera a los demonios con algo llamado amor”.
El reguetón es otra cosa. Si en un primer momento en Panamá y Puerto Rico, bases de su lanzamiento, incorporó la célula rítmica del reggae, en su variante conocida por dancehall, y asimiló la lógica discursiva del rap, muy pronto las abandonó para afiliarse a una fórmula machacona y mecánica en lo musical, y a maneras pedestres de contar historias en sus letras. De modo que no debe confundirse reggae con reguetón, como tampoco cultura con subcultura.
Hay y habrá, tocados por la fama, reguetoneros que muevan multitudes al amparo de las transnacionales del disco. Hay y habrá muchísimos cultivadores del reggae, en defensa de la autenticidad de un género popular.